¡Necesitamos la Eucaristía!
La eucaristía es el punto culminante de la fe católica. Es la manifestación tangible, material, de la Redención. Es a la vez piedra de toque y escándalo de nuestra fe. Fue la causa de las primeras deserciones de los seguidores de Jesús, después de que se refiriera a ella en su enseñanza en una sinagoga en Cafarnaúm: “Yo soy el pan de vida: quien viene a mí no pasará hambre y quien cree en mí no tendrá nunca sed” (Juan 6, 35-58). Y también: “Es el Espíritu el que da vida; la carne no sirve de nada” (Juan 6, 63).
En estas mismas páginas he contado (Ante el coronavirus: el testimonio cristiano, parte I y parte II) cómo la forma en la que los cristianos reaccionaron a las dos grandes epidemias que iniciaron la decadencia del Imperio Romano resultó decisiva para lograr su hegemonía. No la buscaron, claro, simplemente sirvieron, amaron, se hicieron presentes.
También nuestra historia está llena de mártires y de peligros que los católicos han corrido para que nunca faltara la eucaristía. Durante la Guerra Civil, ¿cuánta gente corrió peligro de cárcel y muerte para servirla?
Sabemos que esto no va a ser breve. Ahora se prolongará quince días más, hasta pasada la Semana Santa, pero ni tan siquiera esta es una previsión exacta. El confinamiento puede durar más, y extenderse hasta finales de abril. ¿Vamos a permanecer sin culto y sin eucaristía tanto tiempo? Precisamente en periodo de miedos e incertidumbres, cuando el pan de vida es más necesario. Sería tanto como proclamar la insignificancia de la fe ante el mundo.
¿Se va a trabajar en actividades más o menos necesarias, se usa el transporte público, y no vamos a reunirnos debidamente distanciados para celebrar la misa, o distribuir la eucaristía?
Pero es que, además, la salida del confinamiento no será clara ni sencilla. El Covid-19 continuará ahí; una buena parte de la población ya se habrá inmunizado naturalmente, con esfuerzo, o sin darse cuenta, pero otra parte, los más enclaustrados, pueden ser presa fácil del virus, si el gobierno no lo hace mejor que hasta ahora.
Más todavía, el problema continuará presente durante un tiempo; quizás se reduzca en verano; no es del todo seguro, porque esto no es la gripe. Pero cuando empiece el invierno golpeará de nuevo, con menos fuerza, seguramente, pero no sin causar daños. Lo previsible es andar bajo estas oleadas, y el trasfondo del coronavirus estará entre nosotros hasta que exista una vacuna y se haya usado masivamente.
Hasta que, como mínimo, el 60% de la población no esté inmunizada de manera natural o por la vacuna, no existirá un buen control. Incluso en este supuesto no sabemos si tal inmunidad es permanente o temporal, y tampoco sabemos si el coronavirus mutará, aunque según las previsiones científicas no lo hará, o será en una medida escasa y lenta.
La Iglesia debe replantearse que el culto puede incorporar riesgo durante mucho tiempo y que hay que: (1) adaptarlo para que sea mínimo; (2) restablecerlo sin esperar más. No es la acción en la red la que va a suplir la presencia sacramental.
No se trata de menos misas, sino de más y con menos personas dentro. No se trata de que desaparezca la eucaristía y la confesión, sino que esta se ofrezca a manos llenas con las debidas condiciones. No hacerlo es supeditarse al mundo.
Esperar mucho más es profundizar el riesgo de debilitar a una Iglesia débil, desvincular a parte de los fieles ya sujetos a la cultura desvinculada.
Deben hacerse excepciones: la gente muy mayor, débil, la población de riesgo, en todo caso han de recibir la eucaristía en condiciones en sus casas, entendiendo que lo que aumenta el riesgo no es tanto la edad como las patologías.
La Iglesia debe afrontar esta epidemia desde su propia historia y tradición, desde su experiencia.
Publicado en Forum Libertas.
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