«Hermana, yo sí te creo»
Decía Somerset Maugham que la vida sexual del más morigerado de los hombres, expuesta públicamente, escandalizaría al más libertino de los hombres. Me he acordado muchas veces de esta sentencia, mientras leo en la prensa las acusaciones anónimas que se han dirigido contra el político Íñigo Errejón. En la mayoría de estas acusaciones no se le imputan delitos (o sólo de forma muy brumosa), sino que más bien se describen conductas sexuales sórdidas: que si sólo buscaba el propio placer, que si le gustaban prácticas humillantes, que si una vez satisfechos sus apetitos dedicaba su displicencia o desprecio a la mujer que se le había entregado, etcétera. ¿Y para qué nos cuentan estas bazofias? Aparte de que en sí mismas no constituyen delito alguno, son todas ellas indemostrables; pues no existen pruebas que las atestigüen. Pero ahora resulta que los testimonios de parte se convierten en verdades irrefutables de las que nadie puede desconfiar, porque son el testimonio de las 'víctimas' (no sabemos exactamente víctimas de qué); siempre que tales víctimas sean mujeres. ¿Hemos de aceptar, entonces, que las mujeres no pueden mentir, porque han sido concebidas sin pecado original?
Tal disparate parece haberse entronizado a través del conocido lema Hermana, yo sí te creo, que se berrea en manifestaciones y se repite monomaníacamente en medios de comunicación y redes sociales. Se nos reclama –reconozcamos que tiene su gracia chusca, en una época tan escéptica como la nuestra– fe sin fisuras en la palabra de la mujer, de cualquier mujer, de todas las mujeres que se nos presentan como víctimas de un delito sexual. La misión de jueces y tribunales, según este lema desquiciado, no tendría como misión establecer mediante un riguroso método probatorio unos hechos, para determinar a continuación si son constitutivos de delito, sino en aceptar mediante un acto de fe tales hechos, según la interesada versión que de ellos nos ofrecen sedicentes víctimas. Y, mientras tanto, la presunción de inocencia de las personas señaladas como delincuentes sexuales queda por completo abolida. Así hasta que dichas personas quedan convertidas en guiñapos, arrojadas a un arrabal de descrédito y estigmatizadas para siempre, como réprobos sin posibilidad alguna de redención.
Todos los intentos que en el mundo han sido de corromper y desvirtuar la justicia han seguido el mismo manual de instrucciones: se trata de auspiciar la anarquía por abajo, para que pueda imponerse la arbitrariedad por arriba. Así se está obrando en la actualidad, aboliendo la presunción de inocencia al acusado de delitos sexuales y convirtiendo el testimonio de la presunta víctima en verdad inatacable. Y este delirio se desata, precisamente, cuando se predica e incentiva sin ambages la relajación moral, en una sociedad enferma en la que se fomenta una concepción de la sexualidad ligada al más rampante y desinhibido naturalismo instintivo, en la que hacen su agosto las apps que incitan a la sexualidad más compulsiva y se fomentan infidelidades y adulterios y otras formas abyectas de promiscuidad… En una sociedad, en fin, en la que una plaga de estímulos sexuales nos mantiene esclavizados.
Este grave error filosófico sólo servirá para que aumenten las expresiones de violencia sexual. Fomentará las denuncias falsas, convertirá la intimidad entre hombres y mujeres en un terreno sembrado de minas, ahondará la patologización de las relaciones humanas. Y, mientras todo esto ocurra, seguirán fomentando los más turbios apetitos venéreos y escarneciendo los vínculos y compromisos fuertes. Si de verdad quisieran combatir la violencia sexual empezarían por explicar que nuestros cuerpos son templos del Espíritu que sólo deben entregarse a quienes los consideran lo que realmente son. Y continuarían por restaurar las virtudes domésticas (la modestia, la templanza, la continencia, la castidad, etcétera), cuyo quebrantamiento no ha hecho sino entregarnos a la voracidad de una sexualidad putrescente que, cuando no puede desahogarse, se desata furiosa, arramblando con lo que pilla.
Estas virtudes domésticas han sido abolidas por odio al orden cristiano, pero lo cierto es que mucho antes fueron proclamadas por todas las civilizaciones dignas de tal nombre; y, allá donde rigieron, fueron la mejor levadura de las virtudes públicas, que siempre decayeron allá donde finalmente se impuso la degeneración (como se prueba en el ocaso de todas las civilizaciones), o bien allá donde las virtudes domésticas se envilecieron con la máscara aborrecible del puritanismo, que ahora adquiere nueva expresión en ese lema nefasto: Hermana, yo sí te creo.
Publicado en XL Semanal.