¿Por qué la luz de Dios brilla en nosotros después de una catástrofe?
Los habitantes de España están respondiendo de manera rendidamente ejemplar ante la catástrofe. Frente al egoísmo individualista que todos nosotros practicamos, la caridad y el amor terminan venciendo en los profundos pozos de dolor.
Somos poco dados a preocuparnos lo suficiente por el prójimo, pero cuando a éste le aqueja una severa enfermedad, tendemos a reaccionar con tiernas y cariñosas muestras de afecto (cuando a mí o a algún familiar nos ha sucedido algo de mediana gravedad, los demás siempre han respondido con bizarría y amor); porque, pese a que nuestra bondad se vea frecuentemente empañada por la fragilidad humana, en el fondo, somos buenas personas. Como dijo San Juan Pablo II en aquel vivificante discurso: “El amor vence siempre, Dios siempre puede más”.
Discurso de San Juan Pablo II a los jóvenes en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, el 2 de abril de 1987.
Lo malo de todo esto es que parece que tenemos que esperar a que alguien se encuentre abismado en la tragedia y en la enfermedad para reaccionar. Forma parte de la debilidad humana; pero esto no debería suponer una excusa para todos nosotros, puesto que estamos llamados a que la generosidad y el amor sean unas constantes en nuestras vidas, y no que solamente salga lo mejor de nuestros corazones en los momentos de tormento y dolor.
Debido a nuestra cabezonería, Cristo tuvo que venir al mundo y dejarse crucificar para redimirnos; porque si la frágil y egoísta humanidad no toca fondo, no espabila. Por esto, precisamente, creo que Dios permite -que no provoca- las catástrofes; dado que parece que lo mejor de nosotros no aflora hasta que la hecatombe llama a la puerta.
Ojo, antes de echar la culpa al Altísimo, cabe destacar que las tragedias no han sido fabricadas por Él, sino por el pecado… Por el pecado original; ese que Adán y Eva perpetraron, henchidos de la soberbia de ser como dioses, y que tuvo como consecuencia su expulsión del Paraíso; límpido edén en el que no desfilaban aguas túrbidas, ni mortecinas tormentas. En definitiva, los culpables somos nosotros al pecar, no el Señor, que representa lo infinitamente opuesto a la pecaminosidad y por ende, a nuestro mal.
Del mismo modo que Cristo se dejó crucificar, apalear y escarnecer para redimirnos, para hacernos tocar fondo y despertar, Dios consiente -que no origina- el pecado y las tragedias con el objetivo de que nos demos cuenta de que sin Él no podemos hacer nada.
El renombrado teólogo Jacques Philippe, en su maravilloso opúsculo La paz interior, explica que Dios permite que transitemos por “frecuentes fracasos, pruebas y humillaciones”, para que nos demos cuenta de aquel adagio evangélico que brotó directamente de los labios de Jesús, ese que reza: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
A esto, el padre Philippe agrega que Dios consiente -pero no provoca- que experimentemos “frecuentes fracasos, pruebas y humillaciones”, para que no nos dejemos arrastrar por la soberbia de que podemos con todo sin su ayuda. Con estas palabras, lo pone de manifiesto: “Marcados por el pecado original, tenemos una tendencia tan enraizada a la soberbia, que nos es difícil, incluso inevitable, hacer algún bien sin apropiárnoslo, ¡sin atribuirlo al menos en parte a nuestras aptitudes, a nuestros méritos y a nuestra santidad! Si el Señor no permitiera que de vez en cuando actuemos mal, que cometamos errores, ¡correríamos un peligro enorme! Caeríamos inmediatamente en la vanidad, en el desprecio hacia el prójimo, y nos olvidaríamos de que todo nos viene de Dios gratuitamente”. Huelga decir que este renglón es impresionante.
En este sentido, es preciso recordar que tendemos a creernos dioses, a pensar que el futuro lo escribimos nosotros sin el auxilio de nadie, a que nuestra vitalidad y fuerza de voluntad pueden -por sí solas- mover montañas…
Este complejo de autosuficiencia ha sido alimentado por vendehumos de la índole más diversa, además de por numerosos intelectuales contemporáneos. El idealista Johann Gottlieb Fichte concibió lo exterior a nosotros mismos como el “no-yo”, para concluir que el “yo” se afirmaría con el ejercicio de la propia voluntad, emancipada de las ataduras de fuera. Vitalistas como Friedrich Nietzsche y Henri Bergson creyeron que la improvisación, la intuición y una voluntad apasionada nos terminarían conduciendo al más áureo -o dorado- de los puertos. Existencialistas como Albert Camus y Jean-Paul Sartre predicaron el apego a la propia existencia, a enfilar nuestro propio camino al margen de la realidad circundante. El raciovitalista Ortega y Gasset, por su parte, puso un excesivo énfasis en el hecho de afanarnos a la vida y escribir nuestro propio futuro, nuestra historia, mediante un culto desaforado a la “pre-ocupación” y a la anticipación (cosas que, per se, no son malas, pero en las cuales no podemos confiar más de la cuenta; las catástrofes y los giros repentinos que da la vida lo ponen de manifiesto).
Así pues, la mejor manera de poner en práctica el “sin mí no podéis hacer nada” pronunciado por Jesús es, en palabras del sacerdote Jacques Philippe, “la confianza y el abandono” en el Señor, que le digamos “hágase en mí tu voluntad”, y no la mía.
Por esto, precisamente, la humildad es tan importante, porque nos rescata de la soberbia de buscar el bien por nosotros mismos, para confiar y abandonarnos en Dios, para decirle que sin Él no podemos hacer nada. El padre Philippe, en este sentido, señala que no hemos de combatir con nuestras propias fuerzas, sino hacer nuestra la siguiente cita de la Biblia: “Te basta mi gracia, pues mi fuerza se hace perfecta en la flaqueza” (2 Co 12, 9).
Por esta razón, Santa Teresa de Lisieux decía que la cosa más grande que el Señor había obrado en su alma era “haberle mostrado su pequeñez e ineptitud”; porque la medida de nuestra santidad depende de la confianza y el abandono que tengamos en Dios, de que le pidamos con sinceridad y desprendimiento que nos la conceda, y no de nuestra fuerza particular.
Aquí, es cuando cobran sentido aquellos excelsos aforismos de G.K. Chesterton, esos que dicen que los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera y que los pájaros lo hacen debido a que la fragilidad es fuerza.