Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Fe y milagros

Gruta de las Apariciones, en Lourdes.
La gruta de Massabielle, lugar de las apariciones de la Santísima Virgen a Santa Bernadette Soubirous. Desde 1858 se han producido en Lourdes miles de curaciones inexplicables, de las cuales la Iglesia solo reconoce oficialmente 70 como milagros. Foto: Oficina de Turismo de Lourdes.

por Angélica Barragán

Opinión

La fe es una virtud sobrenatural por la cual creemos firmemente todas las verdades que Dios nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone, a causa de la autoridad de Dios mismo, que no puede engañarse ni engañarnos. Ciertamente, las verdades reveladas superan (mas no contradicen) a la razón pues, como afirma Santo Tomás, “la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural” (Suma Teológica 2-2, q.171, a. 5, 3). Así, la fe ilumina la razón y abre los ojos del alma disponiéndola a “creer para poder entender, y entender para poder creer" (San Agustín, Sermón 43, 7, 9; PL 38, 258).

San Pablo afirma que “la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb 11,1). Y dado que “sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11,6) “'para que el homenaje de nuestra fe fuera conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación'. Los milagros de Cristo y de los santos, las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad 'son signos certísimos de la Revelación Divina, adaptados a la inteligencia de todos', motivos de credibilidad que muestran que 'el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu'” (Catecismo de la Iglesia Católica, 156, citando el Concilio Vaticano I).

Por ello, Dios auxilia nuestra fe con milagros, esos signos extraordinarios que no pueden ser explicados por las leyes naturales y a través de los cuales Dios, siendo el Creador y Señor de todo lo visible y lo invisible, nos demuestra su omnipotencia y, también, su amor y cercanía.

Así, los milagros del Antiguo Testamento revelan a un Dios providente que cuida y dirige a su pueblo realizando, en su favor, varios milagros entre los cuales destacan las plagas de Egipto (Éxodo 7 al 12), la separación de las aguas del Mar Rojo (Éxodo 14,16-31) y el maná del cielo (Éxodo 16,14-36).

En el Nuevo Testamento, Jesucristo apela constantemente a sus obras para probar que Él es el Mesías, el Hijo de Dios: “Ya que no creéis en mí, creed a las obras para que sepáis que el Padre está en mí, y Yo en el Padre” (Jn 10,38). Y cuando los discípulos de Juan le preguntan “¿Eres tú el que viene o hemos de esperar a otro?”, Cristo responde “Id y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11,3-5). A través de los milagros, Jesús revela su naturaleza divina y demuestra su poder y autoridad sobre la salud y la enfermedad, la vida y la muerte y aun sobre los demonios y la creación entera: "¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?" (Mc 4, 41).

Jesucristo, después de resucitar, envía a sus discípulos a predicar el Evangelio prometiéndoles: “En mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en sus manos serpientes y, si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos y estos recobraran la salud” (Mc 16,17-20). Así, en diferentes partes de los Hechos de los Apóstoles se narran algunos de los muchos y grandes milagros realizados por estos: “Hasta el punto de sacar a las calles los enfermos y ponerlos en los lechos y camillas… y la muchedumbre concurría de las ciudades vecinas a Jerusalén, trayendo enfermos y atormentados por los espíritus impuros y todo eran curados” (Hech 5, 15-16).

Los milagros no cesaron con la muerte de los primeros apóstoles, pues la Iglesia instituida por Cristo ha dado testimonio de su carácter sobrenatural y divino a través del testimonio de innumerables santos y mártires y de los grandes milagros a través de los cuales Dios sigue proporcionando a nuestra débil fe pruebas sobrenaturales y visibles que no pueden ser explicadas por la ciencia y que son prueba contundente de la veracidad de la religión católica.

Entre los milagros más conocidos se encuentran: los cuerpos incorruptos de varios santos, diversas curaciones gracias a las aguas de Lourdes, el Milagro del Sol en Fátima (visto por más de 50.000 personas) y los estigmas y milagros del Padre Pío. Además, los milagros que se han analizado científicamente no solo han confirmado su carácter prodigioso, sino que han revelado contener innumerables detalles extraordinarios que escapan a la vista en varios de ellos; como en la Sábana Santa de Turín, los milagros eucarísticos y la tilma guadalupana.

Es común creer que todo aquel que es testigo de un gran milagro tiene, irremediablemente, que creer. No es así. Las Sagradas Escrituras nos proporcionan múltiples ejemplos de personas que, a pesar de haber visto, dudan, desconfían y hasta caen en la idolatría; como el pueblo elegido que, a pesar de haber sido liberado milagrosamente de la esclavitud en Egipto, sustituye a Yahvé por un becerro de oro.

Lo mismo pasa con los milagros que han sido atestiguados o estudiados por ateos. Unos se convierten, pero otros atribuyen el hecho inexplicable a leyes físicas aún desconocidas, alucinaciones masivas, fenómenos psíquicos y un sinfín de sinrazones. Como afirma Chesterton: “Los creyentes en los milagros los aceptan (con razón o sin ella) porque tienen pruebas de ellos. Los incrédulos en los milagros los niegan (con razón o sin ella) porque tienen una doctrina en su contra.”

Actualmente, muchas personas mantienen una actitud de incredulidad e indiferencia ante los prodigios divinos, otras más exigen milagros para poder creer, mientras algunas otras buscan obsesivamente milagros y hechos extraordinarios, trocando la fe por falsas creencias y supersticiones peligrosas.

Ante esto, roguemos a Nuestro Señor nos dé la gracia de la verdadera fe. Esa que cree sin haber visto y que, al decir del Padre Pío, es el mayor regalo que Dios le ha ofrecido al hombre en esta tierra, porque convierte al hombre terreno en un ciudadano del cielo. Guardemos, pues, celosamente este gran regalo renovando nuestra fe en los dogmas y enseñanzas reveladas, de manera particular en las promesas de la vida eterna que nuestro dulce Jesús ofrece a aquellos que luchan enérgica y valientemente.

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