Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

El caso Errejón ante el cristianismo

Íñigo Errejón, en la tribuna del Congreso de los Diputados.
Íñigo Errejón (n. 1983), activista de extrema izquierda y adalid del feminismo, es uno de los fundadores de Podemos y de Más País y portavoz del grupo parlamentario de Sumar (que, junto con el PSOE, forma la coalición del Gobierno que preside Pedro Sánchez). El 24 de octubre renunció a todos sus cargos al comenzar a publicarse denuncias de actos de violencia sexual contra diversas mujeres. En la imagen, en la tribuna del Congreso de Diputados el pasado mes de mayo.

por Miguel Ángel Irigaray Soto

Opinión

El caso Errejón pone sobre el tapete un tema del que no se habla estos días: lo fácil que es ser revolucionario para los demás y apenas combatiente con uno mismo, aspecto este último en el que sí incide, por ejemplo, el cristianismo.

Alguien preguntó una vez a Madre Teresa de Calcuta qué había que hacer para cambiar el mundo y ella respondió: "Empiece por cambiar usted mismo". Y no recuerdo en qué cita, San Josemaría Escrivá decía algo así como "Si cambiamos tú y yo, habrá dos sinvergüenzas menos en el mundo".

Efectivamente, hay un dicho que afirma: "Un revolucionario quiere cambiar el mundo sin cambiar él mismo; el cristiano quiere cambiar el mundo empezando por cambiar él". Esa es la verdadera revolución: la que empieza por uno mismo.

Es, creo, lo que le falta al idealismo o moralismo de la izquierda: que, al ser utopías sin más anclaje que el humano, fácilmente se desmoronan en cuanto se pone de manifiesto la inevitable debilidad o contradicción humana, esa que ha situado a Errejón, según sus propias palabras, "al límite de la contradicción entre el personaje y la persona". Al moralismo de la izquierda, hecho ley en los Parlamentos, le falta la gracia o la fuerza de Cristo, porque, ante la debilidad humana, la mera ley o el mero moralismo se queda sin un soporte o ayuda importante para cumplir con su idealismo de tejas abajo.

Cuando la contradicción se da en un tema del que haces bandera, como el feminismo extremo, es legítimo cuestionar si aquello que pregonabas es realista y el camino correcto hacia tu teórico objetivo de defender a las mujeres. En este tema, pienso que demasiados hombres, muchos por pura pose externa (pero sin convicción interna), se han dejado bajar los pantalones y se han arrodillado de forma lastimosa ante determinadas mujeres, de modo que han cavado su propia tumba o hecho su propio calabozo, mínimo de fin de semana, si a una de ellas se le ocurre decir que has hecho no sé qué, aunque pueda ser un verdadero bulo. Luego, igual se archiva la causa, pero te has pasado el fin de semana entre rejas.

En todo caso, contra toda corriente actual, creo que, en este terreno pro “feminista”, hace mucho más el cristianismo que la izquierda, pues el cristianismo predica que la sexualidad tiene su ámbito dentro del matrimonio, pero no fuera, y exige, por lo tanto, que cada cual practique el dominio sobre sí mismo en esa materia (igual que debe dominar su ira, su envidia..., también su lujuria). No otra cosa es la denostada castidad cristiana.

La izquierda (con el consentimiento acomplejado de cierta derecha también) pregona una educación sexual en la que el sexo se concibe como mero jueguecito o instrumento de placer (y no de amor, de donación al otro), con lo cual educa más para el egoísmo que para el verdadero amor; educa más para la falta de respeto, para tratar a las personas como "objetos" de placer que como simples "sujetos" o personas. Estoy convencido de que educar así lleva a comportamientos como los de Errejón, fruto de no tener señorío, dominio, sobre el propio cuerpo y sobre la propia sexualidad. Es decir, se educa en dar rienda suelta el potro desbocado que llevamos dentro, en lugar de tenerlo en su sitio. Eso es educar a la gente para que tenga comportamientos sexuales ciertamente indignos.

De hecho, pienso que ese tipo de educación es el mal de la ideología de género, de la izquierda y de esta sociedad que conduce justo a lo que pretende evitar: a la violencia de género, a la violencia machista, porque esa concepción egoísta y solo placentera de la sexualidad fácilmente lleva a faltar al respeto, a instrumentalizar a las personas, y de ahí a la violencia machista va un fino paso. Si, para colmo, iniciamos este tipo de educación en niños inocentes que ni siquiera piensan en sexo (incluso de 0-6 años, como en el navarro programa Skolae), no podemos luego llevarnos con hipocresía las manos a la cabeza, espantados de los amargos frutos que hemos fomentado. 

Además, una educación en sexualidad entendida así, como mero instrumento de placer, es una educación del todo frívola e irresponsable, en cuanto apenas tiene en cuenta que la práctica sexual puede conllevar, de manera prevista o imprevista, nuevas vidas, nuevos seres humanos que tendrían derecho natural a nacer en el marco estable de un hogar, de una familia inexistente en el momento de la relación de intimidad. Eso, si no se piensa después, dolorosamente y con más frivolidad aún, en abortarlos. Yo no entiendo mucho de naturaleza, pero me da que los pájaros hacen primero el nido, el hogar, y luego tienen las crías en ese nido; los humanos parece que hacemos antes las crías que el hogar o nido familiar. Tenemos inteligencia, pero hacemos muchas cosas al revés que los animales. Una lástima. 

Por lo tanto, el cristianismo que predica y se toma en serio el dominio de uno mismo en tantos ámbitos (el genio, el mal carácter, la pereza... y también la lujuria) tiene mimbres para hacer mucho más por el respeto a las mujeres que la ideología de izquierdas que, bajo mi punto de vista, fomenta una errónea visión antropológica y sexual. Al menos, el cristianismo cree en el pecado original y en las consecuencias que este dejó en nuestra naturaleza, herida desde entonces: ese fomes peccati, esa tendencia al pecado, al mal, al egoísmo, que hace que tengamos que luchar contra nuestras malas tendencias. La izquierda, en cambio, parece creer que el bien se hará por decreto o por imperativo legal, al tiempo que se educa a las personas en desatar, sin más, sus pasiones y se olvida el amplio margen de libertad para el bien y para el mal de cada individuo (lo cual obliga a educarlo en el bien y en el crecimiento personal, no en dar rienda suelta al potro desbocado que cada uno lleva dentro en todos los terrenos, también en sexualidad). 

La izquierda, como siempre, desvalora, a mi entender, el esfuerzo y la exigencia, pero en esta vida todo lo que vale la pena requiere pelea, lucha, combate, porque lo bueno no suele venir por ciencia infusa, sino por conquista. Es la diferencia entre la fortaleza que promueve el cristianismo y la pereza, flojera o el dejarse llevar que, entiendo, promueve la izquierda: pasar de curso con cuatro suspensos, no esforzarse por una sexualidad que lleve a comportamientos dignos y respetuosos... Es la diferencia entre cambiar las cosas empezando por uno desde dentro (cristianismo) o creer que las cosas cambiarán desde fuera porque se imponen por ley o por decreto (izquierda y actuales ideologías). 

Entre Rousseau (“el hombre es bueno por naturaleza”) y Hobbes (“el hombre es lobo para el hombre”) hay un camino intermedio (también en el ámbito educativo) que entiende el potencial de bien del que es capaz el hombre, pero sabe que es un potencial mermado por una innata inclinación al mal, al egoísmo (al pecado), fruto de una herida natural que requiere el logro de ese bien con esfuerzo, con la superación de sí mismo y con la gracia de Cristo. Eso es el cristianismo.

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