Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Apariencias

Alzacuellos de un sacerdote.
'La manera en la que nos presentamos ante los demás dice mucho de nosotros mismos'. Foto: Marek Studzinski / Unsplash.

por Carmen Cabeza

Opinión

Hace ya bastantes años un primo de mi madre que era jesuita participó en un grupo de trabajo universitario en un país en el que se habían prohibido los símbolos religiosos, incluyendo vestir de hábito en espacios públicos. Tío José María (que así se llamaba) había entrado en el seminario muy joven y hacía tiempo que había perdido la costumbre de vestirse de civil, así que adaptarse a estas circunstancias le resultó un esfuerzo grande, tanto en los aspectos prácticos (tuvo que destinar tiempo y dinero a comprar una ropa absurda) como en otros más importantes, por lo interiorizada que tenía su condición de sacerdote.

El caso es que las jornadas universitarias transcurrieron de forma muy agradable, los participantes conocían su currículum vitae y no solo lo aceptaban sin ningún problema, sino que se dirigían a él de forma muy respetuosa, siempre con la denominación y tratamiento habituales en los países católicos. Constató que eran cuestiones políticas con poca repercusión en el ámbito académico.

Terminada la estancia se preparó para el viaje de vuelta. Iba algo inquieto, pues una cosa era convivir con personas cultivadas y educadas y otra lo que se podía encontrar en la calle. Paró un taxi y antes de que pudiera abrir la boca el conductor le preguntó “¿A dónde quiere que le lleve, padre?” Su indumentaria no había podido ocultar su condición y a la primera mirada aquel hombre -y cualquier otra persona- sabía sin ningún género de dudas que se encontraba ante un sacerdote.

Qué verdad es que el hábito no hace al monje. Podía ir vestido de lo que fuera, pero no había ningún disimulo ni engaño, toda su persona transmitía de forma inequívoca quién era. También el trayecto hasta el aeropuerto fue una experiencia gratificante en la que hablaron de lo divino y lo humano. Mi tío volvió a España contento y confiado en el futuro espiritual del país en cuestión.

Me encanta la anécdota porque me gusta que las personas parezcan lo que son y sean lo que parecen. Cuando alguien se muestra como es me genera confianza. Por el contrario, aquellos cuyo aspecto y apariencia exterior no concuerdan con sus circunstancias y convicciones me provocan una desconfianza y un rechazo automáticos. No puedo evitar percibirlo como una estrategia dirigida a confundir al interlocutor, quizá tenga que ver con el lenguaje no verbal, tan esclarecedor.

La manera en la que nos presentamos ante los demás dice mucho de nosotros mismos. Empezando por lo más obvio, estar limpio y vestirse correctamente muestra respeto hacia aquellos con los que convivimos, trabajamos, viajamos, etc. Más allá de estos básicos, hay una concordancia psicológica (o discordancia, según los casos) entre quiénes somos, qué hacemos, cómo nos percibimos y qué imagen buscamos ofrecer de nosotros mismos.

Profundizando algo más, presentarnos sin trampas tiene que ver con la verdad. La verdad que buscamos, la que reconocemos, la que nos hace libres, como dice el apóstol San Juan “quien practica la verdad viene a la luz” (Jn 3, 21). El gran filósofo que fue San Agustín utiliza la palabra Veritas para nombrar a Dios, en su pensamiento lo que Platón denomina la “realidad auténtica” trasmuta en el “ser verdadero”, es decir, Dios. Por contra, la palabra griega diabolos etimológicamente viene a significar “tirar mentiras” y la Biblia define a Satanás como “el príncipe de la mentira”.

Las formas deben ser un fiel reflejo del fondo, no un disfraz o una tapadera. Quien busca ofrecer una apariencia distinta de su realidad pretende confundir aunque no pronuncie palabras falsas, de hecho busca engañar de una manera más sutil, mediante una mentira más difícil de desenmascarar.

He leído hace poco que la humildad es ni más ni menos que reconocer la propia realidad, porque si verdaderamente somos capaces de vernos sin filtros ni justificaciones, la humildad cae por su peso de manera inevitable. Quizá por este motivo las personas soberbias son las que más engañan, las que más buscan aparentar lo que no son. Su orgullo no les permite reconocerse en su realidad, que es percibida por ellos mismos no como humildad sino como humillación, por eso la rechazan y la niegan.

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