Sonrisas
por Carmen Cabeza
He coincidido en el ascensor de mi oficina con una chica nueva en su primer día de trabajo, iba muy contenta toda ilusión y alegría. Forma parte de un grupo de trabajadores con “diferentes capacidades” contratados a través del SEPE [Servicio Público de Empleo Estatal]. Estaba un poco desorientada; me preguntó, pues no sabía a qué planta tenía que subir, y hablamos brevemente. No me cabe duda de que pondrá todo su interés, esforzándose por hacer su trabajo muy bien, está muy agradecida de la oportunidad. Me conmovió la dulzura y la transparencia de su sonrisa. No pude evitar pensar en sus padres y en el alivio que tendrán por la autonomía económica de su hija. Creo que las personas con las que va a trabajar, mis compañeros y a partir de ahora también los suyos, la tratarán con la mayor dignidad y valorarán la bondad que rezuma.
Qué diferencia con otras dos experiencias recientes. Hace pocas semanas he tenido una pequeña intervención quirúrgica tras la cual me pasaron a reanimación. A medida que me iba despertando oía la conversación de dos sanitarios -él y ella- que estaban a cargo de la sala ocupada por tres pacientes. Podía verlos de reojo y los oía perfectamente mientras despotricaban contra los médicos, contra el hospital, contra sus compañeros y contra su situación laboral. Hablaban como si no hubiera nadie allí que pudiera escuchar lo que decían. En un momento dado se acercaron a uno de los enfermos todavía muy dormido, sin dejar de protestar revisaron las vías y aparatos a los que estaba conectado. Después ella se acercó a mi cama con una sonrisa impersonal: “Hola, guapa (sin mirarme), ¿cómo estás? Antes de que pudiera responder, siguió: “Te queda un ratito y te mandamos a planta”; de vuelta al control ya estaba otra vez con sus quejas. Desconozco si sus protestas están justificadas, por mi parte puedo decir que en el hospital recibí una atención profesional y un trato humano excelentes, desde la admisión y trámites administrativos, hasta el quirófano y anestesia, pasando por las enfermeras de planta. Lo menos encomiable, ese rato en reanimación.
Otro día asistí a una conversación de dos chicas en el autobús. La oíamos la mayoría de los pasajeros porque hablaban muy alto y era imposible no enterarse. Estaban muy enfadadas con una compañera de trabajo que, según comentaban, les pide ayuda, pero luego no lo reconoce ni lo agradece. Era tremendo oír sus juicios implacables y la frialdad con la que se alegraban de las trampas que le tendían “para que aprendiera”. Todo ello unido a risas malévolas que acompañaban sus comentarios sobre situaciones laborales más o menos escabrosas o sobre los planes previstos para el fin de semana. En ningún momento manifestaron la más mínima empatía hacía cualquiera de las personas o circunstancias sobre las que hablaban. No desearía tener cerca a estas dos personas.
Observo una tendencia creciente a la queja. Es fácil protestar por lo que nos parece que no está bien o que no funciona, pero si esto no va unido a la aportación propia para mejorar aquello que señalamos me parece que la crítica pierde gran parte de legitimidad. Sea cual sea el entorno y las circunstancias, nuestra actitud y nuestra actuación tienen la capacidad de influir, de mejorar las cosas. La diferencia que puede marcar la actuación individual ha sido formulada en diversas ocasiones y de distintas maneras. Desde el verso de Campoamor “nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira” a la certera frase de John F. Kennedy dando la vuelta al espejo: “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tú país”.
En un plano más elevado, me impactó leer al cardenal Sarah cuando escribe sobre “los pecados sociales”, un concepto en el que nunca me había parado a pensar, señalando la parte de responsabilidad que tenemos cada uno de nosotros en los males que afectan a nuestro mundo; la Iglesia dice, al hablar de la comunión de los santos, que “lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto en todos”. Disquisiciones filosóficas o religiosas aparte, hay personas tóxicas que todo lo contaminan y personas buenas que todo lo embellecen. ¡Bienaventurados los limpios de corazón!