Riqueza
por Carmen Cabeza
La generosidad bien entendida empieza por uno mismo, dice el refrán. Quizá por eso los ricos tienden a permanecer ricos, pues se cuidan de ser generosos con ellos mismos. Claro que cuando se profundiza en lo de cuidarse a uno mismo empiezan a percibirse matices. En las últimas décadas ha surgido lo que se conoce como “responsabilidad social” de las empresas, una expresión que permite presentar de manera favorable lo que no deja de ser una obligación. Se destina así una parte de los beneficios a apoyar de manera altruista obras sociales, de beneficencia, culturales.
O quizá de manera no tan gratuita y algo más interesada, porque los responsables de comunicación han percibido los beneficios que reportan a las corporaciones mostrar una imagen comprometida, amable y compasiva. En resumidas cuentas, no hay mejor campaña publicitaria que la que indirectamente proyecta la labor realizada en favor de ONG, asociaciones sociales o instituciones culturales, mejorando la vida de la gente y acercando las grandes corporaciones a la sociedad civil y al ciudadano de a pie.
También, por supuesto, hay personas con una genuina sensibilidad que apoyan a los necesitados, a los débiles y a los pequeños de manera altruista. Pero éste no es el punto que quiero analizar aquí, es otra cosa en la que me quiero fijar. Observo que tanto la generosidad como el egoísmo bien entendido pueden conducir en una misma dirección. Las decisiones que se toman desde la generosidad invariablemente reportan más beneficios a quien da que a quien recibe y esto es lo que han comprendido personas que, sin tener corazones tan nobles, cuentan con la suficiente inteligencia práctica como para percibirlo. De ahí que merezca la pena destinar parte de los beneficios empresariales a fines sin ánimo de lucro o parte de los ingresos personales a fines sociales. Todo ello redunda en mejor imagen y además se opta a desgravaciones fiscales.
En las últimas décadas la natalidad se ha reducido de manera continuada, incluso drástica. Una parte significativa de la opinión pública (quizá habría que decir de los medios de comunicación) considera irresponsable traer hijos a un mundo sin suficientes recursos para sostener a la población, o peor, aumentar la proporción de mamíferos que generan gases como el CO2. Para aquellos que no comparten semejantes premisas, la presión del entorno económico y social imperante dificulta de tal manera la crianza de los hijos que incluso a su pesar se ven forzados a tener menos de los que hubieran deseado.
Distintos estudios alertan de las consecuencias negativas que esto va a suponer y ya está suponiendo para la economía. Nos estamos convirtiendo en una sociedad de mayores sin suficiente base de jóvenes para pagar las pensiones y sostener el sistema. Los responsables políticos se salen por la tangente o apuntan a soluciones drásticas para contener el gasto sanitario y asistencial.
Pero resulta que surgen ahora voces que denuncian la pobreza extrema que supone no tener familia y la enorme riqueza que por el contrario aporta contar con ella. La política del hijo único implica que en dos generaciones no solo se carece de hermanos, sino que tampoco se cuenta con primos, tíos o parientes cercanos. Es una soledad abrumadora que ningún sistema asistencial ni ninguna superabundancia de ocio pueden mitigar. El hijo único no cuenta con el soporte de la tribu, un sistema que ha permitido la supervivencia de la especie a lo largo de milenios en las situaciones más difíciles y en las circunstancias más desfavorables, aportando además un bienestar emocional, un equilibrio psicológico y una felicidad propia y definitoria de los seres humanos (que no son meramente un mamífero más). Ya decía la Madre Teresa de Calcuta que la mayor pobreza no es la material, sino la falta de amor.
Ahora los gurús de la sociología coinciden en el diagnóstico. Tener familia es ser rico en múltiples recursos, es disponer de un gran reservorio de sabiduría y experiencia, de innumerables resortes para responder a las circunstancias a las que la existencia nos confronta antes o después. Contar con un entorno familiar significa disponer de una riqueza a la que deberían tener acceso todas las personas, la población en general debería poder beneficiarse de estos recursos.
Las primeras iniciativas en esta línea se están planteando sin entrar en el núcleo del problema y con un mensaje que no evidencie lo que todos intuyen ya. Nos cuentan las bondades de la convivencia de jóvenes que “adoptan” a personas mayores a cambio de alojamiento y apoyo doméstico, con maravillosos resultados por el enriquecimiento mutuo. Vamos, que están inventando a los abuelos solo que sin lazos de sangre.
En algunas grandes ciudades el cuidado de los bebés se organiza con cuidadoras certificadas por los ayuntamientos, que cuentan con solvencia acreditada para atender a dos o tres niños en sus casas, hasta que puedan acceder a una guardería. Ósea, lo que toda la vida han hecho las madres, tías, abuelas, sólo que sin ser parientes y con el marchamo de la administración pública de turno.
El sistema laboral y las exigencias de nuestra sociedad tan civilizada y materialista juzgan y proscriben a quienes voluntariamente desearían dedicarse al cuidado de los suyos aun renunciando a una carrera profesional, pero promueven y potencian ese mismo cuidado remunerado a cargo de personas sin relación familiar.
Recientemente he leído un artículo de una matrona que dice que separar a una madre de su bebé a las 16 semanas es de las cosas más crueles que se nos exige a las mujeres, para añadir a continuación “si conociéramos de verdad cuales son las necesidades vitales de los bebes, no lucharíamos contra la naturaleza”.
Tengo la esperanza de que el egoísmo bien entendido termine por imponerse con el realismo propio de la supervivencia. Cuando ya no sea sostenible la situación, habrá que ayudar a las familias, apoyar la natalidad, dar soporte económico a los padres con hijos pequeños, canalizar adecuadamente la conciliación laboral, restituir la dignidad de los mayores, valorar su experiencia y sabiduría porque, aunque ya no produzcan es mucho lo que aportan.
Para que todo ello sea posible es necesario encontrar un concepto brillante, un eslogan feliz que empaquete con palabras vistosas lo que siendo obvio ha sido desestimado por la retórica materialista imperante. Solo de esta manera nuestra enferma sociedad será capaz de asumir lo evidente. Ojalá sea pronto para que podamos decir que bien está lo que bien acaba.