Martes, 05 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La raíz del mal

Pieter Brueghel el Viejo, 'La boda campesina'.
El primer objetivo del liberalismo fue la disolución de los vínculos comunitarios, hasta crear una 'disociedad' que es la materia que precisa el marxismo para obrar la revolución. Pieter Brueghel el Viejo, 'La boda campesina' (detalle, 1568). Museo de Historia del Arte de Viena.

por Juan Manuel de Prada

Opinión

Alguna de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan me pregunta cuál es la razón por la que, en mi defensa del pensamiento tradicional, me empleo con mayor denuedo contra el liberalismo que contra las ideologías izquierdistas que supuestamente se le oponen. Pero dichas ideologías izquierdistas no son sino epifenómenos (o, si se prefiere, hijos díscolos) del liberalismo, con el que entablan conflictos intestinos que se presentan ante las masas cretinizadas como batallas cósmicas en las que se sustancia el futuro de la Humanidad; pero que, en puridad, no son sino relaciones dialécticas entre negociados que comparten las mismas premisas y favorecen una síntesis constante. El propio Marx reconoció paladinamente que todo su sistema filosófico 'presuponía' el liberalismo, que es la teta próvida o humus fecundo de todas las ideologías modernas; y, por lo tanto, la raíz del mal que el pensamiento tradicional combate.

Norberto Bobbio –no en vano socialista y liberal– lo expresa de forma tan diáfana como brutal en su obra El tiempo de los derechos: "Para que pudiese producirse esta inversión del punto de vista de la que nace el pensamiento político liberal era necesario que fuese abandonada toda teoría tradicional del modelo aristotélico, según la cual el hombre es un animal político que nace en un grupo social. […] Se trataría nada menos que de dar cuenta de la concepción individualista de la sociedad y de la historia, que es la antítesis radical de la afirmación de Aristóteles, según la cual el todo (la sociedad) es anterior a las partes. Según la concepción individualista de la historia, el individuo viene antes, la sociedad viene después. La sociedad está para el individuo, no el individuo para la sociedad".

Esta 'inversión' artificiosa que convierte la sociedad en producto de un contrato social es una idea que aceptan por igual todas las ideologías derechistas e izquierdistas. Pues todas ellas combaten por igual la concepción aristotélica del hombre y de la sociedad e instauran una suerte de 'disociedad' de gentes sin ataduras ni vínculos que actúan como diosecillos soberanos dotados de una libertad omnímoda. Es, como diría Maritain, la "tragedia del libre albedrío tomado como fin en sí mismo" que convierte la 'conciencia del yo' en la base de la organización social y consagra la subjetividad del bien.

La libertad, desde ese momento, se entiende como facultad de obrar sin restricciones ni obstáculos, sin más limitaciones que la libertad de los otros; pues se juzga que todo lo que el individuo elige o decide es bueno. Así que la ley tiene que favorecer la espontaneidad o 'autenticidad' del individuo, protegiendo sus caprichos más egoístas con tal de que no interfieran con los caprichos egoístas de los demás; y la misión de las instituciones se reduce a asegurar que unos egoísmos no se impongan sobre otros. En un principio, estos egoísmos tenían que acatar una serie de normas morales; pero este sometimiento se fue diluyendo progresivamente, a medida que el liberalismo se desprendió de viejas rémoras cristianas, hasta consagrar un indiferentismo sobre la naturaleza moral de las acciones y preocuparse tan sólo de que la acción pueda realizarse. Así el interés individual (que en las ideologías izquierdistas se disfraza de interés social, antaño mediante el concepto de 'clase' y hoy mediante identitarismos sexuales, raciales, de género, etcétera) desplaza la noción de bien común, hasta hacerla desaparecer por completo, o convirtiéndola en una mera agregación de intereses individuales. Y así se instaura el llamado 'pluralismo', que en realidad es un eufemismo que oculta la rápida tendencia de este tipo de 'disociedades' a la disgregación, como siempre ocurre allá donde se han disuelto los vínculos comunitarios. Inevitablemente, estas 'disociedades' viven, en términos espirituales, en una guerra civil constante (a esto lo llaman ahora 'polarización') que exige la prohibición de la verdad; pues cada quisque tiene su verdad particular (o sea, su conveniencia propia). Y como de este modo, a la larga, es imposible mantener un orden social, termina resultando inevitable el resurgimiento del Leviatán hobbesiano, que hoy asoma bajo la máscara amable del ordenancismo o autoritarismo blando en las llamadas 'democracias liberales'.

Contra este destino de servidumbre sólo se alza el pensamiento tradicional, que tiene la clarividencia de señalar las raíces del mal, en lugar de entretenerse en conflictos intestinos, como hacen las ideologías en liza, para retroalimentarse y enviscar a las gentes.

Publicado en XL Semanal.

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