Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

España, ante su drama

'La Iglesia de San Juan de los Reyes de Toledo', grabado de Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854).
En España, la comunidad política se articuló históricamente en torno a la fe. 'La Iglesia de San Juan de los Reyes de Toledo', grabado de Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854).

por Eduardo Gómez

Opinión

España se constituyó por la vía del catolicismo y ahora se descompone por la vía hegeliana más leguleya, la del Estado-contrato. Si, como apuntaba Aristóteles, la constitución es la base del gobierno, la constitución española es sin duda católica: por el carácter universalista, cristiano y metapolítico que ha inspirado nuestra forma de entender la vida. Tal vez San Juan Pablo II (como algunos dicen) fuera algo bisoño en política, pero su extraordinaria santidad le proporcionó una sencillez filosófica muy esclarecedora. En su obra Persona y acción, escrita cuando todavía era cardenal, señaló que es la unidad la que produce la comunidad y no viceversa: son los eternos lazos relacionales y no los intereses pasajeros, los que lanzan a los hombres a forjar una verdadera comunidad. El principio de la unidad es aquello que da sentido a la comunidad, su razón de ser.

Millones de españoles andan soliviantados con las felonías de un tirano para mantenerse en el poder. Con no poca razón se manifiestan constantemente frente a los esquiroles empeñados en romper la nación. Pero todos esos españoles tienen el deber de preguntarse qué nación quieren salvar. Porque España ya era una nación esclerótica antes de las perfidias de un tirano desaprensivo. En la medida en que los pueblos creen en la fraternidad política de los contratos constitutivos, se suicidan con un veneno mortífero. Dios castiga a los soberbios por ingenuos y a los ingenuos por soberbios. Al patriotismo forjado en la sensatez constitucionalista de última hora le convendría una excursión al pasado en busca de los ancestros que dejó de escuchar. Corría el año 1866, cuando Juan Pedro Abarrátegui y Abarrátegui, gobernante navarro de aquellos entonces, en un discurso se pronunciaba en los siguientes términos: "Suprimid la idea religiosa y no comprenderéis la existencia de la sociedad, de la familia, del individuo; la ignorancia en toda su horrible deformidad, las pasiones dominándolo todo, el espíritu del mal árbitro del mundo".

No hay contrato alguno capaz de explicar el ser nacional de un pueblo, ni texto constitucional inmune a las debilidades de los hombres vueltos de espaldas a la fe. Fue la falsa dicha de las constituciones negociadas la que anegó en un foso la tradición política española. En certeza, la constitución de un pueblo es el principio de toda unión y el alma de su gobierno. Hasta ahí, de acuerdo, pero asunto de tal enjundia no le corresponde a un contrato social muñido a la conveniencia de unos y otros, más a la verdad de ninguno. Los españoles de bien no lastrados por la confusión que genera el constitucionalismo no llenan las calles para defender ni la Constitución, ni la democracia, ni el Estado de derecho, ni la igualdad, ni otras monsergas institucionales, han salido a denunciar la demolición de su hogar histórico-político. España no es un pacto de no agresión entre asociados, ni se reduce a una categoría ideológica de nación o imperio. Es el reino de muchas Españas que forman una y múltiple cuyo principio unitivo es monárquico, cristiano, y regionalista. Los demás aditamentos históricos son importaciones ulteriores, extranjerizantes y oscurecedoras de nuestro ser político, envenenadoras de una conciencia histórica de tradición cristiana y aristotélica.

Dícese bien, porque las palabras de Abarrategui fueron refrendadas mucho tiempo atrás por Aristóteles. quien afirmaba que el bien último generador de la unidad y la felicidad de un pueblo lo proporcionan las costumbres, la filosofía y las leyes, en España todas ellas de raigambre católica antes de adentrarse en el drama constitucional que supuso la sustracción definitiva de la religión a la unidad; nuestra conciencia nacional alcanzó su máxima esclerosis, con los consabidos frutos: discordia para el pueblo, tiranía para el gobierno y secesión para el Estado. La nación española gravitaba trágicamente desde un Estado aristotélico que se sometía a Dios a otro hegeliano que pasaba a ser el dios de las Españas. La mencionada subversión, en el plano operativo, envolvió al pueblo en los tejemanejes de una oligocracia de bandarras, que ha dejado al pueblo español en estado de división permanente.

Son las constituciones negociadas las que han ido validando el divorcio entre cónyuges, entre padres e hijos, entre profesores y alumnos, entre el derecho y lo justo, entre la razón y las pasiones, entre la verdad y el bien, entre la Iglesia y el Estado, entre Cristo y los españoles, entre lo humano y lo divino; y ahora resulta que en un ademán de sensatez constitucionalista de última hora, sus partidarios aferrados a un espíritu náufrago se niegan a aceptar el divorcio entre españoles de distintas regiones, o bien que un tirano venda al mejor postor un puñado de jirones de las Españas. Quienes desdeñaron el fin último del bien no pueden más que ignorar el principio de todo mal, el mal que antes de romper en pedazos las naciones las vuelve escleróticas: esa enfermedad política dispuesta a arrogarse el carácter de costumbre, filosofía y ley de un pueblo. La unidad no se forja en un contrato; es la comunión íntima del pueblo la que dotó a los españoles de un mismo estar en el mundo. Detrás de toda constitución que no sea constitutiva del ser histórico-político de un pueblo  y referencia para el buen gobierno, están la impostura y la arbitrariedad que fulminan toda nación. 

En España aún quedan muchos miles de hombres que rezan a las puertas de la casa del tirano, por su conversión. Es la conciencia histórica que se resiste a sucumbir al drama constitucional.

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