El escritor necesario
por Eduardo Gómez
Cuando asola una descomposición social aguda, lo más grave no es que alguien no sea profeta en su tierra, peor aún es que una tierra no escuche a sus profetas. Tarde o temprano, serán profetas en tierra quemada. No obstante, si un profeta goza del don de la ubicuidad y la fama le precede tendrá la oportunidad de ser escuchado aunque para ese entonces su pueblo ya esté hecho jirones.
En una homilía veraniega idónea para desperezar el alma, decía el presbítero que lo que resalta a los santos (y por extensión se podría decir lo mismo de los profetas) es tener el honor de ser incómodos para los hombres de su tiempo, en referencia a aquellos que han acolchado en sus vidas las consignas temporales y que, arrastrados por la molicie, se han doblegado gustosamente ante los demonios de su época, marginando cínicamente la conciencia. Hombres necesitados del flagelo literario del profeta al que presentan toda clase de obstrucciones y reparos. La herencia endémica del mal de las sociedades pide a gritos la voz del profeta inasequible al desaliento.
Oficio ingrato que se topará con territorios escarpados que le pondrán a prueba, su férula no puede dudar. Cuando Umberto Eco pronunció que la erudición estaba reservada a los perdedores, se olvidó del reverso del buen perdedor; el éxito es el mayor enemigo social de la verdad, pareja infiel que envanece y predispone a la deriva. La verdad, tan incómoda como sus divulgadores, le pide sacrificios al éxito que en ningún caso está dispuesto a aceptar.
El escritor Juan Manuel de Prada, aun perteneciendo a la alta nobleza de la literatura, a lo largo de su carrera ha saboreado tanto el éxito como los sinsabores. Prada, escritor premiado, columnista de gran tronío y azote sistemático del sistema y de las consignas de su era, decidió hacerse incomodísimo para su tiempo. En medio de un estilo acerado e indigesto para sus detractores, su pluma posee un látigo lleno de amor a Dios y a la universalidad del bien como don divino.
Atesora valentía y sagacidad para explicar la necesidad de volver a la tradición, lo hace a través de diferentes dialécticas y retóricas en medios y tertulias de muy diversa índole. En sus artículos se dignifica a los sojuzgados, se despierta a los adormecidos, se zarandea la silla de los aburguesados, se desgarra la vestidura de los impostores, se denuncia a los fariseos, se lanzan cubos de agua fría a los tibios, se abofetea a los estultos y se empequeñece a los prohombres y ególatras. No deja títere con cabeza y su tiempo no le perdona. Habrá quien le macule de ser un estricto superviviente, oportunista y cuidador celoso de sus emolumentos (haciendo así artimaña del dicterio economicista), pero su comportamiento es más propio del que es congruente con la bella munificencia de unos ideales y se sabe participe de una misión trascendente.
En pleno Siglo de Oro, el gran sabio jesuita Baltasar Gracián, al tratar sobre la grandeza exigida a los Reyes, decía algo esclarecedor: el entendimiento es la mayor prenda del héroe, fuente de toda grandeza, de tal modo que no podía haber “varón grande sin excesos de entendimiento“ ni tampoco “varón excesivamente entendido sin grandeza“, de modo que “el fondo de juicio y la elevación del ingenio forman un prodigio si se juntan”. Ambas presentes en la escritura de Prada: el fondo de análisis y el ingenio.
Lo que por definición es un honor, no deja de ser una obligación, son dos palabras unidas hasta la muerte y más allá, solo separadas por la traición. Prada no solo no ha cedido a adversidades y hostilidades, sino que su prosa flageladora, ducha en ingenio y rica en entendimiento, ha adquirido tal notoriedad que se ha hecho ya indefenestrable condena para los hombres postrados ante su tiempo. Sus escritos se distancian sideralmente de todos esos críticos con falta de crítica, renuentes de moda dados a la pataleta nihilista, al inconformismo de vodevil a la espera de un buen mecenas. Prada ayuda a entender que ser crítico parte, antes que nada, de aglutinar las proféticas cualidades de la sensatez, la honestidad y la justicia. Ángulo muy alejado de los afanes de notoriedad revolucionaria.
El receptáculo de sus críticas al hombre moderno contiene la triple obligación cristiana, moral y patriótica de hacer público su pensar y su pesar en los medios más variopintos y donde quiera que se le reclame. Más que una forma de ganarse la vida es un deber y él lo sabe. El hecho de estar en la primera línea de la literatura y de los medios de comunicación hace de la reivindicación del Evangelio, de la patria histórica y de la moral objetiva un deber ineluctable. En su trinchera da voz y arropa a muchos españoles y católicos, exiliados a los arrabales de la política, arrojados al basurero de la historia, arrinconados como leprosos, estigmatizados como portadores de ideas muertas, y apisonados por una nada rebañesca superior en número y fanatismo.
Prada asume la responsabilidad profética de hacer que hasta en los peores lodazales mediáticos se sepa que la conciencia histórica y metapolítica de los españoles de bien revive, y será la que un buen día haga resurgir de sus cenizas a ésta nuestra nación. La eficacia de su obra no se detiene ahí: los desnudos que pintan sus letras sobre una época tan desorejada despiertan no solo conciencias individuales aisladas, también la necesidad de una conciencia colectiva inspirada por el sentido común, los lazos con fuste y la buena voluntad.
Prada conoció muy joven las mieles del escritor triunfante y con el paso del tiempo advirtió que hay que pagar un precio alto por defender la verdad y “los derechos de Dios“ (así lo ha expresado él mismo). Entre ser escritor profético o literato que vende su alma al diablo, escogió lo primero. Impagable elección para un hombre necesario.
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