«Terminator»: el milagro de John Connor
por Eduardo Gómez
Decía Philip K. Dick que no se podía equiparar la ciencia ficción a la fantasía, ya que la ciencia ficción es la desfiguración conceptual de algo que ya existe en dirección hacia algo que aún no existe pero que bajo ciertas circunstancias podría hacerse realidad.
El hombre no crea nada, sin embargo, le sobra capacidad para idear monstruos, manufactura de su lado más oscuro. Llegó el día en que el racionalismo le ensoberbeció más de la cuenta y subestimó elementos con los que el buen sentido tiene que contar. Fue entonces cuando se le ocurrió que la técnica le ayudaría poco a poco a apoderarse del mundo y sus designios. Se las compuso para creer que podía llegar a ser todopoderoso y hacer de la finalidad algo abstracto digno de su propia cosecha. Haciendo filosofía y uso del carácter funcional de las cosas, su nueva razón industrial y pretendidamente gnóstica le iba a suministrar una libertad inaudita por medio de un conocimiento técnico supuestamente infinito.
Había encontrado una llave maestra pero también había reeditado la desfiguración conceptual de la libertad que le expulsó del Paraíso, esta vez por medio de la técnica. Olvidó que tales aspiraciones podían ser causa de su destrucción. Capaz ha sido hasta de inventarse toda clase de artilugios idóneos para la pereza de espíritu que han ido apartándolo del sufrimiento necesario para mantener la alerta vital y no caer en una decadencia civilizatoria sin precedentes. Ahora (dicen) estamos entrando en la inquietante era de la Inteligencia Artificial.
Una de las potencias de la ciencia ficción ha sido siempre evidenciar el viejo problema de las nuevas tecnologías. En ese capítulo, Terminator fue obra maestra barruntadora de los grandes peligros del poder desnudo de las máquinas. La afamada cinta de James Cameron dejó asomar una paradoja aterradora: la creación puede terminar con su creador. Analógicamente a su creador, las máquinas adquieren el poder de desvincularse de la finalidad asignada y se dirigen a exterminar a su arquitecto (el hombre).
Lo mismo que ha intentado hacer el hombre para acabar con la hegemonía universal de su Creador, de quien reniega ostentosamente sumido en una euforia cientifista. En ese afán por reemplazarle y dominar el orbe produce aparatejos cada vez más sofisticados en la omnisciencia y la omnipotencia, dotados de una autonomía creciente y de cierta deliberación que un día se tornará descontrolada. Estiletes de un progreso ciego e ilimitado, sin más horizonte que el prometeico.
Terminator mandó en su momento un mensaje inequívoco: si dotamos a la tecnología de la funcionalidad de un dios, de la voracidad de un animal y de la deliberación de un humano, al sueño liberal de la autodeterminación le sucederá la pesadilla de unas máquinas autodeterminadas en pos de la exterminación de los humanos. Que en la era de la oxímora Inteligencia Artificial llegue a suceder está por ver, pero la narrativa de Terminator es perfectamente creíble a la luz de la ciencia ficción definida por Philip K. Dick.
Ahora bien, junto a la potencia destructiva del creacionismo técnico, Terminator antepone la necesidad imperiosa de la humanidad de volver a la condición de humilis [humilde], derivado de humus [tierra]: la necesidad del hombre de recuperar su conciencia de ser terrenal, el hecho de saberse pequeño para poder afrontar grandes desafíos.
En la obra de Cameron, el cíborg ejecutor obliga a los hombres a volver a sus orígenes primigenios, en los cuales, para sobrevivir, necesitan entender la existencia como una obra común, donde además será necesaria la entrega absoluta por amor. La narrativa de Terminator cuenta cómo es la cooperación y la entrega, mas no la técnica ni el cientifismo, lo que hace que las comunidades humanas prevalezcan.
En el Edén particular del desarrollismo tecnológico, progresar equivale a desaparecer, a encargar a las máquinas nuestra propia extinción, algo a lo que no podrán negarse. Cooperar, en cambio, significa pervivir a pesar de las máquinas. Mucho se ha teorizado sobre la indeterminación en el actuar, pero la perfección técnica que goza de autonomía es ciencia ficción hecha realidad, es la desfiguración conceptual de una tecnología que amenaza la existencia del hombre en caso de poder llegar a ser soberana. Todos los teóricos de la libertad indeterminada, todos sus desfiguradores conceptuales se quedarían petrificados si tuvieran que contemplar el tan tecnificado refinamiento de su obra: la muerte vestida de robot armado hasta los dientes listo para aniquilarles sin contemplaciones. ¿No será que en el guion de aquella indeterminación solo estaba el uso de los medios para alcanzar unos fines de suyo correctos?
El convencionalismo mistificante según el cual la revolución tecnológica no es ni buena ni mala, sino que depende del uso que se le dé, se da de bruces con la etopeya filmada por James Cameron cuando Sarah Connor y su acompañante Kyle Reese huyen de un demonio convertido en máquina de precisión lista para ejecutar por encargo y cambiar así el curso de la historia: un cíborg capaz de modificar el presente que condicionará la esperanza de la especie humana de sobrevivir a un apocalipsis tecnológico cuyo juicio último es la devastación.
Desatada la tragedia de tener enfrente un ejército de máquinas exterminadoras, solo queda emboscarse para resistir, otra paradoja: la vuelta a los orígenes del ser humano. Pero también un regreso primitivo al amor, la entrega, la abnegación, la perseverancia y el valor. Kyle Reese ha venido desde el futuro a entregar su vida por Sarah y por el ser o no ser de la Humanidad en un futuro.
Estén ciertos de que la capacidad pedagógica de la ciencia ficción despega exactamente ahí. En Terminator se produce una suerte de revelación inversa: John Connor, líder de la resistencia frente a las máquinas, envía a su futuro padre (Kyle Reese) al pasado para salvar del exterminio a la que un día será su madre (Sarah Connor).
Esa idea de revelación a la inversa entre humanos, atravesando el tiempo, es todo un prodigio de la ciencia ficción, pero no una fantasía, pues el hombre está siempre necesitado de la Revelación para salvarse. Esta vez no es el Padre el que envía a su Hijo amado a la tierra a salvar a los hombres, lo sobrenatural no es tarea del hombre. Es el hijo quien envía a aquel que en su peregrinar al pasado acabará convirtiéndose en su padre y en holocausto para salvar a su madre. Madre de todos los hombres de la resistencia al exterminio.
Tras el holocausto de Kyle, cuyo viaje al pasado sería solo de ida, Sarah acabará llevando en su seno al líder de la lucha contra las máquinas. Una revelación sobrenatural a la inversa sería un absurdo, una fantasía. Pero la ciencia ficción contempla la posibilidad de que el hombre se valga de las semejanzas que Dios le concedió para prevalecer y sobrevivir. Una joya del cine como Terminator revela cómo la única forma que tiene el hombre de redimirse ante los intentos descabellados de algunos sacrílegos por reemplazar a Dios es imitarle humildemente desde su pequeñez y condición de ser mortal. En honor a tan portentosa obra de ciencia ficción, llamemos a esto 'el milagro de John Connor'.
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