Año Nuevo: ¿virtudes o retos superficiales?
Estamos en los primeros días de un nuevo año. En ese tiempo en el cual prevalecen los buenos deseos, los rectos propósitos y esa pueril ilusión que cada nuevo ciclo logra despertar en nosotros. Y, a pesar de que presentimos que este año traerá considerables retos, nos atrevemos a formular una serie de proyectos con la esperanza de alcanzar aquello que todos deseamos, la felicidad.
Desafortunadamente, nuestra narcisista sociedad confunde la felicidad con el desarrollo personal, el éxito y el reconocimiento social, conceptos que, en el mejor de los casos, solo ofrecen una alegría pasajera y superficial. Sin embargo, hemos llegado a creer, de tanto escucharlo, que somos los dueños absolutos de nuestro destino, capaces de lograr todo lo que nos propongamos seriamente. No obstante, sabemos que el hombre, aun el mejor dotado, es limitado y vulnerable a innumerables factores que escapan a su control. Y que aun muchos de los hombres que el mundo considera “afortunados” admiten no haber alcanzado la tan anhelada felicidad, a pesar de su aparente éxito. Bien lo expresó San Agustín: “Nos creaste, Señor, para Ti; y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”.
Así, mientras intentamos saciar nuestros anhelos más profundos con bienes materiales, placeres efímeros y afectos desordenados e imperfectos, nuestro corazón sigue suspirando por el Sumo Bien. Pues sólo Cristo puede llenar ese vacío y darnos la felicidad que tanto buscamos.
Solo cuando ponemos a Dios en el centro de nuestras vidas podemos experimentar, incluso en medio del sufrimiento y las pruebas diarias, la alegría de la esperanza, por la cual confiamos alcanzar, por la gracia de Dios, la felicidad eterna: “Sabed que nadie esperó en el Señor que fuera confundido. ¿Quién que permaneciera fiel a sus mandamientos habrá sido abandonado por Él, o quién que le hubiere invocado habrá sido por Él despreciado? Porque el Señor tiene piedad y misericordia” (Eclesiástico 2, 11-12).
El cristiano no puede contentarse con vivir según los dictados del mundo. Por eso, debemos priorizar las virtudes cristianas sobre los propósitos de “superación personal”; el sacrificio y la abnegación por encima del placer y la comodidad y la vida de gracia sobre el éxito mundano. El camino es difícil pero no insuperable. Cristo nos asegura que lo que es imposible para el hombre es posible para Dios (Lucas 18, 27). Basta con reconocer nuestra total dependencia de Él y repetir con San Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Filipenses 4, 13).
Aprovechemos este año y todos los que nos queden de vida para conocer, amar y servir a Dios. Estudiemos los dogmas y enseñanzas perennes de la Santa Iglesia para poder profesarlos y practicarlos. Recuperemos las tradiciones piadosas que nos acercan a Dios, como la lectura de la vida de los santos, la meditación de las Escrituras y el rezo del santo rosario. Defendamos la verdad y mantengamos intacta la fe recibida de nuestros mayores evitando y eliminando todo aquello que la amenace: programas, modas, ideologías y distracciones que nos alejan de Él. Elevemos constantemente nuestras oraciones al cielo, recordando que, como decía Santa Teresa: “Dios está entre los calderos”. Pues que no hay tarea, por humilde que sea, que no podamos encomendar y ofrecer a Dios. Amemos a Dios sobre todas las cosas y busquemos agradarlo a Él antes que a los hombres, pues solo así podremos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Sustituyamos el fariseísmo -henchido de orgullo por logros superficiales- que impera en nuestra sociedad por la humildad del publicano, quien, golpeándose el pecho y sin atreverse a levantar los ojos al cielo, suplica: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador” (cf. Lc 18, 13). Confiemos plenamente en Aquel que nunca se muda y siempre cumple Sus promesas. Solo Cristo salva, y sólo Su gracia puede transformarnos realmente.
Que este año nos llene de alegría, pero no con el gozo pasajero y superficial que ofrece el mundo, sino con la alegría que, parafraseando a Santo Tomás de Aquino, nace de la caridad, es iluminada por la fe y se sostiene por la esperanza cristiana. Deseemos para nuestros seres queridos y para toda la humanidad la felicidad eterna que solo Dios puede ofrecernos, siguiendo el consejo del Padre Pío: “Clavemos, este año y siempre, nuestra mirada en Aquel que nos guía y en la patria celeste a la que nos conduce”.