Los espectáculos del mundo
por Jorge Piñol, ICR
Llegan noticias del éxito de una famosa cantante de vida pública degenerada, quien recientemente dio un "concierto" en Río de Janeiro frente a una enorme multitud entusiasmada. También se ha celebrado en estos días un famoso festival de canciones con representantes "oficiales" de toda Europa y de más allá, en el que abundaron letras, vestuarios y gestos depravados y repugnantes para cualquier persona honesta, todavía no muy "trabajada" por los grandes medios de comunicación. Los espectadores del espectáculo se cuentan por millones.
El 4 de mayo, Madonna ofreció un concierto en la playa de Copacabana ante un millón y medio de personas.
Podemos suponer que entre los millones de personas que han disfrutado de estos eventos hay muchas que están bautizadas, han recibido al menos cierta formación católica y todavía se sienten afiliados a la Iglesia.
Esto da ocasión para preguntarnos:
¿Puede un católico dedicar tiempo, ojos, oídos, imaginación, inteligencia, afectividad, en suma, toda su persona a estos espectáculos y a otros parecidos?
¿Puede un católico entregar su propia persona, y tal vez su familia, a esas manifestaciones "culturales", que imprimen en cualquiera un mensaje claramente envilecedor, provocador y seductor para las más bajas pasiones?
¿Puede un católico someterse tranquilamente a este "tratamiento invasivo", que rebaja intencionadamente la dignidad humana promoviendo todos los vicios?
Y podemos precisar más:
¿No es verdadera complicidad dar nuestro tiempo y nuestra atención complaciente (y quizás también dinero) a un espectáculo de ese nivel?
¿No es dejar profanar nuestra dignidad cristiana (y humana) permanecer "encantado" ante imágenes tan cargadas de vicio y bajeza?
Y por último, esas complicidades y esos "encantamientos" ¿no tienen mucho que ver con la flojera y la cobardía de unos cuantos "católicos" a la hora de vivir y dar testimonio de la Verdad en la familia y en la esfera social?
Las preguntas podrían referirse también, en buena parte, a toda persona de cualquier creencia, pero me parece particularmente apremiante ahora la cuestión de los católicos.
¿Todavía tiene sentido lo que dice el Nuevo Testamento en numerosos lugares sobre el "mundo" en cuanto persistente atmósfera de pecado (cf. Jn 17, 9, 14-16; 1 Jn 2, 15-17, 1 Jn 5, 5; Sant 4, 4), que "yace en poder del Maligno" (1 Jn 5, 19)?
Lo que, por ejemplo, escribe San Pablo en Rm 1 sobre las costumbres de los paganos de entonces, ¿no tiene nada que ver con las costumbres que se nos quieren imponer desde los grandes espectáculos de nuestro tiempo?
Lo que se lee en varios lugares del Apocalipsis (2, 20; 9, 20-21; 17, 3-6; 18, 2-5), "Todo el mundo, admirado, seguía a la bestia" (Ap 13, 3), por ejemplo, ¿no nos hace pensar en ciertos ídolos exitosos de hoy en día?
Cuando los Padres de la Iglesia -y tantos santos pastores de todos los tiempos- advertían a los fieles sobre los graves peligros de las diversiones de los paganos, ¿no nos daban indicaciones válidas para nuestro hoy?
En los primeros siglos del cristianismo se comprendía en gran medida la trascendencia del bautismo. Los catecúmenos se preparaban para una vida radicalmente nueva. Los recién bautizados habían renunciado a Satanás y a sus "pompas", precisamente para seguir a Cristo. Sin embargo, el temor de las persecuciones o la atracción de los ídolos, las modas y los espectáculos del mundo ejercían mucha fuerza. También en aquellos primeros siglos -y así a través de todos los tiempos- los cristianos podían sentirse arrastrados a "disfrutar la vida" en contra de Cristo y de la propia dignidad.
No tenemos estadísticas, pero ciertamente un gran número de cristianos fueron honestos y fieles a su bautismo. Los más consecuentes de entre ellos fueron hombres y mujeres capaces de afrontar el ridículo, la postergación, la soledad y el mismo martirio cruento; es decir, fueron capaces de "perder" su vida "para salvarla" y dieron testimonio in extremis de Cristo Resucitado.
Con testigos de tal calidad se extendió por el mundo la fe en el Crucificado, el Viviente (Ap 1, 18). Así crecía realmente la Iglesia y anunciaba de modo convincente a todos los pueblos la divina novedad del Evangelio.
Lo que vivían (y viven) los cristianos fieles se puede expresar así: tomaban en serio la Palabra de Dios y el testimonio de los mártires que ya los habían precedido.
Sabían que el divino Salvador, con su Muerte y su Resurrección, nos comunica una vida nueva: "Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo" (2 Co 5, 17).
Con razón encontramos en el Nuevo Testamento exhortaciones como esta: "La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz... Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos" (Rm 13, 12-14). Y tantas otras en esa misma línea: Rm 8, 6, 13; 1 Co 2, 12-16; 1 Co 6, 18-20; Ef 2, 1-7; 4, 17-24...
El bautismo tiene consecuencias gloriosas y exigencias concretas. Vale sobre todo aquí aquello de "Nobleza obliga".
A la luz de estas verdades siempre nuevas volvemos a las cuestiones del comienzo.
Para las cuales se presentan a veces algunas objeciones "pastorales".
Recomiendan algunos hablar "en positivo". Y creo entender la importancia que esto tiene.
Pero luego se acentúa que impugnar actos tan populares -aunque sean blasfemos y envenenen las conciencias- sería dar la impresión de una Iglesia "cerrada", "farisaica", "retrógrada"... Sería mejor, dicen algunos con cierto sentido dialéctico, ver lo positivo en todo. Lo importante es la misericordia, la fraternidad, la inclusión y otros temas. Señalar "el pecado del mundo" no sería saludable y trae problemas, especialmente cuando se trata de ciertos pecados.
Sí, claro, es verdad. La caridad es lo más importante. El primer mandamiento es más importante que el quinto o el sexto. Pero precisamente por eso, porque es lo más importante, hay que ejercitar todas las dimensiones de la caridad: el primer mandamiento y todos los demás, porque la caridad no disuelve, sino que supone y perfecciona todos los mandamientos divinos (cf. Mt 5).
También es caridad evangélica ayudar a discernir y exhortar a evitar el pecado. Por eso mismo, se hace muy difícil pensar que son actitudes "neutras" ciertos silencios complacientes, ciertas sonrisas y ciertos ojos "entregados" a ver lo que envilece mortalmente a las almas de niños y grandes.
También nosotros hoy, tanto o más que los primeros cristianos, necesitamos escuchar la exhortación del Apóstol: "No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto" (Rm 12, 2).