Descubriendo la paternidad en el matrimonio
Acabado ya el Sínodo de la Sinodalidad, me parece oportuno hacer una reflexión filosófica sobre el mismo. El Sínodo ha supuesto un esfuerzo muy valioso para avanzar en la búsqueda de lo que estaba escondido desde hace siglos y que el Concilio Vaticano II quiso sacar a la luz, rompiendo con una dinámica de los últimos siglos que había ido creciendo en el cumplimento de preceptos como forma de santidad.
Así, antes del Concilio estaba muy extendida la práctica religiosa y se consideraba que la santidad era a imitación de los sacerdotes y religiosos. Por lo tanto, el centro de la santidad giraba alrededor de las parroquias, que con su pastoral abastecían de doctrina a los distintos colectivos que vivían alrededor de ella.
Cuando acabó el Concilio hubo muchas celebraciones al reconocer que los laicos tenían un gran papel que realizar dentro de la Iglesia. Algunos pensaron que así los sacerdotes llegarían a más personas, pero si volvemos la mirada a los tiempos de los primeros cristianos, vemos que a los apóstoles, cuando están saturados de predicar, les parece oportuno que unos colaboradores laicos realicen las labores sociales, para que ellos puedan dedicarse a predicar y administrar los sacramentos. En definitiva, hubo una división de funciones.
Así transcurrieron los años hasta que, después de “la paz de Constantino”, la Iglesia puede dedicarse a predicar en paz la buena noticia. Crecen los seminarios y la sociedad mantiene una cultura cristiana, que conserva unos principios como innegociables: la verdad, el bien común (sociedad) y la vida. Pero en esta ecuación aparece en el siglo XIX una nueva variable que es la filosofía de Hegel, el cual propone un nuevo método filosófico, llamado dialéctica (tesis, antítesis y síntesis), que niega como verdadero y científico todo lo que no sea racionalizado por el hombre. Se culmina así el itinerario de la razón, según el propio Hegel y sus seguidores, que convierte al hombre en el único ser constructor del universo y de sí mismo.
Los frutos de este pensamiento son conocidos de sobra: marxismo, nihilismo, relativismo, etc. que han calado muy a fondo en la sociedad actual y a los que no basta con responder con la filosofía tomista.
Así llegamos al siglo XX en el que el Papa San Juan XXIII convoca el Concilio Vaticano II y que es clausurado por otro santo (mártir) como fue San Pablo VI. Quienes tienen la responsabilidad de “poner en marcha” este nuevo enfoque de la vida cristiana son sus sucesores, San Juan Pablo II y Benedicto XVI, que tienen en común un concepto del hombre que se ha llamado “personalista”, por el que conciben al hombre como un ser espiritual, lo que contradice de plano a las filosofías reinantes, excepto a la filosofía del Aquinate, que es en la que se ha fundamentado la teología católica en todo este período.
Esta “peculiaridad” de coincidir ambos, junto con el largo pontificado de San Juan Pablo II y la brillantez del teólogo Benedicto XVI, llevan a plantearse si esta coincidencia es una “casualidad” o si, como ocurrió con el encuentro de Pablo con la cultura griega, no es una casualidad sino una causalidad. Por eso la interpretación genuina del Concilio Vaticano II la tienen estos dos actores del mismo y, por lo tanto, sólo cabe remitirse a estos dos grandes Papas y a su teología personalista, como método para profundizar en esos grandes misterios que nos ha propuesto el último Concilio.
Este paso “a lo nuevo” requiere de una profunda purificación, tanto de las personas como de las instituciones, y así lo afirmó Benedicto XVI. No se trata, como hace la postmodernidad, de despreciar todo lo anterior, sino al revés, de partir de la Tradición para que, utilizando la inteligencia y el corazón, iluminar a toda la humanidad con una nueva filosofía trascendente y no sustituir a la fe por la razón.
Algo evidente, pero no sencillo de entender, es la propia identidad de la Iglesia como realidad salvadora. La Iglesia es el “don” de Jesús a María, es el encargo a la madre, antes de subir al cielo, para que cuide a los hijos que deja en la tierra. Ese encargo se resume en una frase que escuché a otro santo del siglo XX, San Josemaría, que dijo que con el Concilio “se han abierto los caminos divinos de la tierra”. La Iglesia, así percibida, es la barca que nos reúne a todas las personas humanas, los nacidos de mujer, para salvarnos a todos. La salvación se realiza en la comunidad de la Iglesia, pero es personal.
La santidad no está en hacer más novenas, que buenas son, ni en sustituir al sacerdote en la predicación de la palabra, aunque la erudición del laico sea superior a la de ese sacerdote, sino en el trato personal con la Santísima Trinidad, a la que puede y debe tener cada uno de nosotros presente continuamente, en lo más variopinto de nuestro quehacer diario y por supuesto en el matrimonio, que es la piedra angular del vivir humano.
Recientemente nos hemos fijado mucho en el papel de la mujer en la Iglesia y nos hemos olvidado de un hecho que en el evangelio se menciona dos veces y que se ha interpretado en ocasiones de forma reduccionista:
-“Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo” (Mt 1, 16).
-“En el sexto mes fue envido el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María” (Lc 1, 26-27).
Esta es la realidad que nos debería llevar a pensar que la vocación primaria de María y de José fue al matrimonio, no al convento ni al sacerdocio, y que su unión en el Espíritu Santo hizo posible que Jesús naciese en el nuevo matrimonio, aquel que sus padres habían inaugurado. La vocación de las dos personas humanas más santas, las que escogió Dios Padre para que fueran padres de su Hijo Jesucristo (Dios y hombre verdadero), fue al matrimonio.
Todos tenemos claro que el modelo de feminidad es María: mujer, novia enamorada, casada y madre. Sin embargo, los varones no tenemos el modelo de masculinidad, porque Jesucristo no es modelo de masculinidad ni de paternidad, sino que es Hijo. Si fuese modelo de masculinidad no podría ser modelo para las mujeres. Jesucristo es modelo de humanidad tanto para varones como para mujeres, porque como dice Leonardo Polo, la esencia humana no se agota ni en la feminidad ni en la masculinidad, sino que se complementa en ambos, mientras que en Cristo “se ha de destacar que la humanidad de Jesucristo es perfecta, santísima” (Epistemología, creación y divinidad, capítulo VII, La humanidad de Cristo y la unión hipostática, pág. 219). Por lo tanto, la humanidad de Cristo es el camino y el modelo para llegar al Padre y al Espíritu Santo, y lo es para todos los humanos. También es el modelo de Belleza, que nos muestra al Padre, para todos los humanos.
¿Es cierto que a los varones nos han dejado sin modelo de masculinidad? Algunos expertos en matrimonio, como María Calvo, afirman que esta crisis del matrimonio es de paternidad y es cierto. Otro tema es que nosotros no hayamos aceptado al modelo como tal. El modelo de paternidad terrenal es José, que es la “réplica” de María. José es el varón que, enamorado de María y casado con ella, pudo escuchar cómo Jesús le llamaba papá, por ser justo: “José, su esposo, como era justo” (Mt, 1, 19). María recibe el anuncio de su maternidad de un ángel y José el de su paternidad de otro ángel: “Y le pondrás por nombre Jesús” (Mt, 1, 21)
No dar importancia al matrimonio de María y José o dejarlo como el subproducto de la santidad, tiene consecuencias nefastas para la Iglesia. Porque entonces se propondrán como los modelos más altos de santidad el sacerdocio y la vida consagrada, clericalizando la Iglesia, justo lo contrario de la propuesta del Concilio Vaticano II. Es la realidad de la historia la que pone esto blanco sobre negro. ¡Qué pocos laicos canonizados hay en la Iglesia, fuera de los mártires, frente a tantos clérigos y religiosos!
Benedicto XVI define el matrimonio como el futuro que se hace presente, “el "sí" personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este "sí" personal no puede por menos de ser un "sí" también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad” (Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, 6 de junio de 2005).
Esta purificación necesaria de la Iglesia no pasa por que los católicos colaboremos más en los ritos sagrados, que son exclusivos del sacerdote por decisión de Jesús, sino en que seamos coherentes con nuestra vocación personal, con el querer que para cado uno de nosotros derrama continuamente nuestro Padre Dios. Todo un universo por hacer, por renovar, por redimir, no se puede resumir en resolver un problema teórico de participación en la función ministerial sacerdotal.
Pequeño empoderamiento queremos para la mujer cuando la Mujer por excelencia, que descendía de la tribu sacerdotal de Leví, no reclamó para Ella la función de sus antepasados sacerdotes, sino que nos entregó el verdadero matrimonio, aquel en el que Jesucristo fue aceptado como el Salvador.
No es el estado de clérigo, religioso o laico, la fuente de la santidad, sino aquella relación personal que establecemos como personas redimidas, llamadas personalmente por Él, la que nos hace libres. Son los méritos de un Dios que se abajó tomando la forma de siervo los que nos salvarán, si no le decimos que no a su requerimiento paternal.
Benedicto XVI nos dejó su visión de la Iglesia del futuro, una nueva concepción de la misma: una Iglesia atomizada, como la sal en la tierra. Él la llamó una Iglesia de minorías y ese es al camino. La familia cristiana es la realidad más profunda de la Iglesia.
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