La alegría es divina
Que la felicidad es algo que todo el mundo desea es una obviedad. Lo que no está tan claro ni es obvio es cómo y dónde encontrarla.
La felicidad es un estado de nuestro yo, de nuestra autopercepción, por el cual estamos en armonía con la realidad que nos rodea. Aunque otros piensan que debería ser al contrario: la adecuación de la realidad al ser humano, para así vivir en felicidad, o lo que es lo mismo, sin problemas. Ante este dilema, los primeros posiblemente la conseguirán y los segundos seguro que no. Porque el peligro de equivocarse existe, especialmente cuando buscamos la felicidad sólo en la naturaleza humana, en aquella naturaleza recibida de nuestros padres, y nos olvidamos de quiénes somos y cuál es nuestro destino.
En todo caso, la felicidad es una esperanza que nos gustaría conseguir en presente y de forma definitiva, pero que siendo esquiva, está amenazada por el futuro mientras que permanezcamos en la tierra. Si nos preguntaran "¿Cuánto estás dispuesto a pagar por ser feliz?", casi seguro que todos pagaríamos un alto precio, pero si nos preguntan "¿Para ti qué es ser feliz?" las respuestas serán de lo más variadas, llegando a la conclusión de que no podemos ponernos de acuerdo, excepto en que podríamos dividirlas en dos grupos: los que entienden que su felicidad está en el tener y los que piensan que está en el ser.
Los que piensan que la felicidad está en el tener ponen todo su empeño en ello. Sin embargo, sabemos por experiencia que cuando nuestro esfuerzo y nuestra esperanza está más que en el tener en el ser, entonces, esa felicidad tiende a perpetuarse y a crecer. Es la felicidad de los niños y la de los santos, que, no teniendo nada, son felices.
La humanidad postmoderna tiene como meta ser felices en esta tierra, en el hoy, ahora ,y ponen todo su empeño en ello. Piensan que dentro de poco podremos habitar en otro planeta y que, al estar fuera de la influencia de las leyes de la tierra, comenzará la nueva humanidad diseñada por el hombre. La utopía de la felicidad completa. Sin embargo, es la sociedad más pesimista y triste de la historia, que tiene como señas de identidad el suicidio, la eutanasia y la matanza de inocentes.
Llegados a este punto parece congruente traer a este escenario la alegría y plantearse si felicidad y alegría son lo mismo, distintas o van juntas.
Como acabamos de ver, la felicidad tiene un fuerte componente esencial, mientras que la alegría es otra cosa. Según Leonardo Polo, “la alegría trascendental es propia, sin duda, de la generación del Hijo. Se puede decir incluso que Dios es el inventor de la alegría en tanto que la extiende a la creación, sobre todo en cuanto que la vida creada es también generativa. No cabe alegría mayor que la generación eterna del Hijo” (Epistemología, Creación y Divinidad).
La alegría, pues, está ligada a la vida, a la aparición de un nuevo ser, pero también a la cercanía con el Creador, porque Él es la Vida. Nuestro Padre Dios nos ofrece la alegría como un don de la vida. Vivir es alegre si vivimos como hijos de Dios, dar vida en el matrimonio es alegre si aceptamos la alegría de la generación y acercar a los demás a la Vida es alegre si aceptamos que servir es alegre.
Siendo esto así, parece evidente que María, al aceptar ser madre de Jesús, fue el prototipo de alegría del género humano. Esa alegría de María fue doblemente plena: como Mujer (la Mujer del Génesis y del Apocalipsis) y como Madre, al ser la verdadera madre del Salvador.
María fue alegría desde el instante de su Inmaculada Concepción, porque desde ese instante Ella es hija de Dios Padre, aunque sólo lo podrá manifestar plenamente cuando su naturaleza haya madurado. Ese instante en el que pronuncia ese 'sí' desde la libertad trascendental y que adquiere un sentido pleno de eternidad. La joven Miriam rebosa alegría.
Pero María no solamente fue alegría durante toda su vida, sino que además la donó a todo el género humano cuando Ella, al pie de la Cruz, recibió de su Hijo la Iglesia como un don por el que Ella, al aceptarlo, nos aceptó en la Iglesia como hijos suyos. Por lo tanto, comunica esa alegría a todos los miembros de la Iglesia. La Iglesia es alegría.
La alegría es algo que debemos aceptar, custodiar y donar. Es lo más profundamente cristiano y en lo que nos invita a participar el Espíritu Santo a todos: griegos, partos, medos y elamitas…
A los primeros cristianos les cambió la vida. Ya no pensaron en la felicidad del tener sino en la alegría del ser. Y cambiaron la faz de la tierra.
Por contraste, hay un momento que Jesucristo nos sorprende cuando en el Monte de los Olivos les dice a sus discípulos: “Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo” (Mt 26, 38). Cabe entonces preguntarnos si la persona de Cristo estuvo triste en ese momento. No, la persona de Cristo es divina y por lo tanto no pudo estar triste, por ser Él el Ser increado y Creador del cielo y de la tierra, pero el Verbo encarnado sí sufrió en su alma, en su yo, la tristeza del pecado, la tristeza que, purificada en la sangre del crucificado, nos devolvió la vida a la humanidad caída.
Para entender mejor este suceso, tenemos que tener en cuenta que el alma para los judíos era inferior al espíritu, como nos lo mostró la Virgen María ante su pariente Isabel cuando exclamó: “Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1, 46-47). Jesucristo no sufrió en su Espíritu, no podía, pero sí podía sufrir en su naturaleza humana y sufrió mucho, tanto como pudo. Para eso se encarnó en María.
Lo contrario de la alegría no es la soledad, ni el dolor, ni la falta de medios, ni la enfermedad. Lo contrario es la tristeza. Es considerarnos a nosotros como la causa de nuestra alegría y entonces ésta desaparece.
Sólo la felicidad de vivir con Él produce esa alegría que el mundo no puede quitarnos. La Virgen María participó de la vida de su Hijo en grado sumo y por eso es la causa de nuestra alegría.
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