Ante el coronavirus: el testimonio cristiano (I)
Una de las grandes tesis que explican el éxito del cristianismo en el Imperio Romano lo relacionan en cómo hizo frente a las grandes “pestes” que diezmaron al mundo antiguo. Por esta causa el Imperio vivió periodos catastróficos, y el papel que el cristianismo jugó en ellos fue uno de los motivos de su popularidad y aceptación. Al tiempo que tales calamidades contribuyeron a relegar entre la población la significación y utilidad del paganismo y de las grandes escuelas filosóficas.
Dos de estas grandes catástrofes fueron epidemias, y el daño que causaron fue tan terrible que se encuentran en la raíz de la decadencia demográfica posterior, la progresiva penetración pacífica de los llamados bárbaros y, en definitiva, la caída del último emperador de Occidente.
En el año 165 d.C. se produjo la primera de las devastaciones. La causa presumible fue una epidemia de viruela que asoló por vez primera a Occidente, durante el reinado de Marco Aurelio. El propio emperador murió a causa de ella en Viena, en el año 180, el último de la desgracia. Duró, por tanto, quince años y mató a entre un 25% y un 30% de la población.
Sin tiempo para la recuperación demográfica, en el 251 d.C. se propagó otra segunda, tan exterminadora como la anterior. En esta ocasión, la causa más probable fue el sarampión. Éste, como la viruela y otras enfermedades infecciosas, posee una capacidad letal masiva cuando infecta a poblaciones por primera vez, o que sólo han entrado en contacto con el flagelo de manera muy limitada, sin poder crear un estado suficiente de inmunidad.
Estas catástrofes contribuyeron a la expansión cristiana. Esta era al menos la opinión de personajes destacados de aquella comunidad como Cipriano de Cartago, Dionisio de Alejandría y Eusebio de Cesarea. Las epidemias encasquillaron la capacidad de explicación del paganismo, y no sólo de él, también de la filosofía griega. Se enfangó el discurso y también el testimonio. La huida y la ausencia de solidaridad con los enfermos fue la conducta general. Los cristianos ofrecieron solidaridad real, una explicación y aportaron esperanza.
Ante una crisis vital la creencia fracasa si resulta inoperante ante el desastre, porque no ofrece un sentido a lo que está sucediendo. Esto es lo que acaeció a los paganos y a las escuelas filosóficas. Ante el hedor de la muerte o ante la perspectiva del aniquilamiento personal, surgen los interrogantes vitales. ¿Por qué ocurre? ¿Por qué ellos (o yo)? ¿Cuándo me tocará a mí? ¿Qué puedo hacer, qué podemos hacer?
Los sacerdotes paganos no podían aportar nada porque sus dioses no guardaban una relación de amor con el ser humano, sino de intercambio. Ni tan siquiera estaba claro que a ellos les importara demasiado lo que les ocurriera. Y consecuentes con este relato de indiferencia o incertidumbre, muchos sacerdotes huían de las ciudades para evitar el peligro, junto a los dirigentes. Y no sólo ellos. Galeno, el gran nombre de la medicina antigua, huyó con toda probabilidad a una villa en Asia Menor.
No corrió mejor suerte la vía filosófica. ¿Por qué abundaba la muerte y el sufrimiento? Si en último término sólo juega la fatalidad, la vida es pura predestinación, y si es la suerte, resulta trivial. Fatalismo o trivialidad no es un gran bagaje de respuesta cuando está en juego lo más decisivo que se tiene, la vida. La filosofía, como a menudo acaeció después en otras ocasiones a lo largo de la historia, carecía de respuestas para situaciones límite. Algunos filósofos intentaron una explicación sistemática buscando símiles con la evolución humana, presentando la epidemia como el agotamiento de un mundo que envejecía. Poca respuesta para tanto desastre. Algo parecido le sucedió a la modernidad y la pretendida moral de la razón al descubrir el gran mal encarnado en la burocracia de los campos de exterminio nazi y el Gulag comunista. Ante la gran tribulación, el paganismo y sus filósofos quedaron mudos y huyeron.
Los cristianos sí tenían un relato, un gran relato avalado por una razón de una fuerza avasalladora: su propio testimonio. La promesa de Jesucristo sobre la vida eterna y la convicción de reunirnos todos en ella, en la paz y alegría de Dios. Un Ser Supremo infinitamente bueno que nos ama en concreto a cada uno de nosotros. “Padre nuestro que estás en el cielo…”, empieza la oración que enseñó el propio Jesucristo. Un Dios que te ama como el padre bueno, y una vida, la de aquí, que es sobre todo un “pasar”, encarnado y vivido con intensidad, pero provisional. En este marco referencial, la adversidad cobra un sentido distinto. Se convierte en la ocasión de hacer el bien, de amar como Dios te ama.
Y este fue el gran atractivo cristiano. El amor. No el eros, sino la cáritas y el ágape, que se traducía en testimonios y en hechos, en una red de servicios y solidaridad que permitió acoger a los cristianos, dotarlos de una tasa menor de mortalidad. Pero como socorría también a los paganos, no era una asistencia corporativa ceñida a los que compartían la fe, sino humana, abierta a todos, el efecto fue muy grande. Y también su prestigio.
El cristianismo aparecía como algo viable en época de vicisitud, digno de confianza. Los cristianos estaban mental y organizativamente preparados para la catástrofe, y ello significó más supervivencia y más conversiones. Este último componente de la cuestión se vio favorecido porque la gran mortalidad dejó a mucha gente aislada y, por consiguiente, desvinculados de la socialización pagana. Así desaparecieron muchas barreras que disuadían del paso al cristianismo.
Resulta relevante cómo los cristianos abordaron aquella catástrofe leyendo lo que dijo Cipriano de Cartago, en el año 251, en la cita empleada por Rodney Stark: “¡Cuán adecuado, cuán necesario es que esta plaga contagiosa, que parece nefasta y mortal, ponga al descubierto la justicia de cada uno y examine las mentes de la raza humana!: dónde hay buen cuidado de los enfermos; dónde los parientes muestran el amor debido hacia los suyos, o bien si los amos muestran compasión por sus esclavos enfermos, o si los médicos no abandonan a los afligidos… Ha logrado especialmente una cosa para los cristianos y los servidores de Dios, a saber, que hayamos comenzado alegremente a buscar el martirio mientras aprendemos a no temer a la muerte. Éstas son pruebas y ejercicios para nosotros…; por el desprecio a la muerte tales pruebas nos preparan para la corona… no debemos llorar a nuestros hermanos que han sido liberados del mundo por la llamada del Señor, puesto que sabemos que no han desaparecido, sino que han sido enviados antes; en su partida ellos nos mostrarán el camino;… No debe darse a los paganos la ocasión de censurarnos merecida y justificadamente a causa de que lloramos por aquellos que, según nosotros, aún viven (Mortalidad, 15-20)" (Rodney Stark, La expansión del Cristianismo, págs. 80-81).
Publicado en Forum Libertas.
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