Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

La autocensura cristiana

Joven mujer oculta su rostro con una sábana.
Esconder la propia identidad es la antítesis del marketing, pero muchos estrategas cristianos siguen creyendo que invisibilizarse funciona. Foto (contextual): Yoann Boyer / Unsplash.

por Josep Miró i Ardèvol

Opinión

Existe una grave forma de censura que practican los católicos consigo mismos (autocensura cristiana) y que daña gravemente la posibilidad, y ahora ya la oportunidad, de situar la concepción cristiana como alternativa mejor a la crisis que vive nuestra sociedad. Una situación tan grave, que se acuñan nuevos conceptos para describirla.

Uno es el de permacrisis, el otro el de policrisis. Se parecen, pero no son lo mismo y es la suma de los dos lo que resume nuestro tiempo. El primero fue seleccionado dentro del grupo de palabras del año por el Diccionario Collins en 2022, el otro fue elegido precisamente como palabra de aquel año.

Permacrisis fue usada por la consultora inglesa The Signal en 2021 y definido como un "estado de crisis permanente". Se refiere a la sensación generalizada de que vivimos en un estado constante de incertidumbre, inestabilidad y desafíos múltiples, caracterizado por la superposición y acumulación de crisis interconectadas en diversos ámbitos, como el ambiental, social, político y económico.

Por su parte, policrisis se refiere a la concurrencia de múltiples crisis interrelacionadas que interactúan y se amplifican mutuamente, creando un escenario complejo y desafiante para la toma de decisiones y la acción colectiva.

En un caso se enfatiza la naturaleza constante de las crisis, mientras que la policrisis pone de relieve la interconexión y el efecto multiplicador que surge de la confluencia de diversos desafíos. Las crisis en un ámbito pueden exacerbar las existentes en otros, generando un efecto dominó que dificulta la búsqueda de soluciones.

El agregado de ambos conceptos nos dice que vivimos en un estado de crisis ramificadas y acumuladas, sin resolución, que se excitan mutuamente. Por todo ello, las soluciones son difíciles, improbables, si no contraproducentes. Véase por ejemplo cómo la transición energética para resolver la crisis climática está generando otras crisis de carácter social y económico, al tiempo que no consigue su fin.

Llegados a este punto, es obligado preguntarse por qué hemos llegado a este extremo.

La respuesta es que como consecuencia de otra acumulación: la que ha provocado la cultura dominante en el ámbito de las ideas que establecen los marcos de referencia dentro de los cuales funcionamos en Occidente en este siglo XXI, aunque su origen y desarrollo arranca en los años sesenta del siglo pasado: lo que en otras ocasiones he definido como cultura de la desvinculación y  su consecuencia, la sociedad desvinculada. Es la cultura de las elites políticas, económicas y mediáticas que dominan claramente en buena parte de Europa, en España, y tienen un peso decisivo en los Estados Unidos, y que políticamente se expresa como una alianza objetiva entre el liberalismo cosmopolita de la globalización y la progresía de género, que configuran lo que queda de la socialdemocracia en crisis y la post izquierda.

Esta cultura y su política es la responsable de la permacrisis y la policrisis. Y su modelo se está hundiendo a causa de los daños que genera, de sus contradicciones insuperables, de la destrucción del horizonte de sentido personal y colectivo, de la desesperanza que se extiende y enraíza, además del aumento de los costes públicos y privados de transacción y oportunidad a causa de los costes sociales que ocasiona.

A su vez, aquello que todavía funciona, lo que se salva en términos individuales y colectivos, es porque todavía en su trasfondo conserva un marco de referencia en el que se mantienen elementos importantes de la cultura cristiana: sus ideas, valores, actitudes, comportamientos, virtudes, son los propios de esta cultura. Esto es una obviedad empírica, tanto personal (lo experimentan las personas con su vida) como académica (fruto de diversos y variados estudios).

Ofrecer la cultura cristiana, sus valores y virtudes, su antropología y moral desde el punto de vista de la razón, de las soluciones surgidas de la concepción social cristiana, no solo es una oportunidad, ante tamaña crisis, de mostrar lo bueno y sacar al cristianismo de los márgenes donde lo han empujado y algunos se han recluido, sino que es una exigencia ética hacia todas las personas, piensen como piensen. Porque deben tener la oportunidad de conocer y dialogar sobre lo que es la respuesta al hundimiento de esta sociedad y al de muchas vidas individuales, sobre todo entre los más jóvenes.

Pero hete aquí que hay cristianos que todavía creen erróneamente que la referencia cristiana limita la acción de todo proyecto porque existen muchas personas que, desde sus creencias, pueden estar también de acuerdo con todo lo que se promueve pero que no es exclusivo del cristianismo, aunque sea ésta la forma que se adecua más al cambio de la sociedad que se pretende.

O sea, que lo mejor es esconder el concepto a pesar de ser el que mejor se adecua al cambio necesario. En lugar de trabajar para extenderlo, de mostrar a gente que no es cristiana de fe que éste es su marco de referencia por cultura, y en lugar de fortalecer la identidad cultural cristiana, ¡lo mejor es esconderla! Anómala y antihistórica forma de proceder, no ya porque los cristianos nunca quisieron vivir en las catacumbas, sino porque ningún grupo social quiere ser innombrable.

¿Quién se imagina que esta puede ser una buena receta para cualquier minoría? ¿Sería este un buen consejo para los gitanos, para los homosexuales, para los discapacitados de cualquier clase? ¿O más bien lo que persiguen es todo lo contrario? La respuesta es obvia. Excluir el nombre es optar por la inexistencia.

La autocensura cristiana solo conduce a la nada.

Publicado en Forum Libertas.

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