Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La crisis de la izquierda y del liberalismo de género a causa del caso Errejón

Íñigo Errejón.
Íñigo Errejón ha sido uno de los referentes de la izquierda española en los últimos diez años, a través de Podemos, Más Madrid, Más España o Sumar. En la imagen, durante un mítin de este año en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago de Compostela.

por Josep Miró i Ardèvol

Opinión

Cuando Rita Maestre, ex pareja de Errejón y ahora una de las dirigentes de Más Madrid, se dedicaba casi tres lustros atrás a “derribar” el sistema al enseñar sus apéndices mamarios en una iglesia, nunca imaginó que pasaría el aciago trago de tener que dar explicaciones sobre un presunto encubrimiento, o al menos indiferencia culpable, hacia los desmanes sexuales, presuntos o reales, de su anterior compañero de piso y cama.

Su intervención en esta ceremonia de la excusa de Más Madrid ejemplifica cómo el feminismo de género concibe el mundo: “Un político de primera línea nacional ha caído. Sin que nadie ponga excusas y hable de la presunción de inocencia. Eso es lo que ha hecho el feminismo en nuestro país”. Una de las grandes aportaciones de este feminismo es la liquidación de uno de los puntales del Estado de derecho, la presunción de inocencia.

El País, con el contundente “Errejón ha caído, el feminismo avanza”, que tanto se asemeja a aquel otro enunciado épico de “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo…” Obsérvese la lógica de esta ideología: el avance no es porque la situación mejore, es decir, que haya menos violencias sexuales, sino porque hay castigo, punición. Al final, lo que les importa no son los derechos, sino las denuncias, las condenas, la cancelación, las dimisiones, el ostracismo. ¿Qué se puede construir con estas ideas?

Una concepción ahora hegemónica, convertida en ideología de Estado, tiene la característica no suficientemente advertida de ser ferozmente antagónica con la concepción cristiana, no ya de fe, sino cultural y de moralidad.

Nuestra sociedad occidental se ha edificado sobre un fundamento cristiano, que considera, como todas las otras grandes culturas del mundo, que el deseo y las pasiones que desencadena, en especial el deseo sexual, han de encauzarse, regularse o sublimarse. Esto forma parte de la ley natural compartida por la humanidad, que en nuestro caso se expresa en el sexto mandamiento, que Jesucristo desarrolla con mayor exigencia en Mateo 5, 27-30: “Oísteis que fue dicho: 'No cometerás adulterio'. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”.

Como advierte Romano Guardini en El Señor, la intención engendra la obra. El cristianismo manda expulsar el deseo ya en su forma incipiente de pensamiento, porque todo acto tiene sus preliminares, y en los de la violencia sexual contra la mujer estos empiezan en la fiesta pasada por alcohol, drogas y estimulantes. Cuando cede a la pasión incipiente, cada uno ya debe intervenir en su corazón, acudiendo a la virtud de la templanza y domando sus instintos mediante el respeto. Esto resulta incomprensible para demasiada gente, incluidas muchas mujeres.

La ideología feminista dominante también se conecta con una concepción de otra ola feminista previa, basada en la llamada liberación sexual, que se remonta a la década de 1960 en Estados Unidos. Las mujeres de clase media, cansadas de la soledad del hogar y de los roles asignados por la sociedad, adoptaron una versión del feminismo que abogaba por la libertad sexual sin miedo a las consecuencias del embarazo. Esto marcó el paso del feminismo de igualdad de derechos al de empoderamiento sexual. Creyeron descubrir, de la mano de algunas feministas, como Betty Friedan, que la respuesta a sus problemas era el feminismo de la liberación sexual. No el de la igualdad de derechos civiles y políticos, que ya tenían desde hacía años, sino el poder mantener relaciones sexuales sin miedo a las repercusiones del embarazo.

Desde entonces, el feminismo promueve la idea de que la emancipación de la mujer está ligada a la satisfacción de su deseo sexual sin restricciones. Este enfoque no solo ha contribuido a la promoción del aborto como garantía de esa libertad, sino que también ha llevado a la normalización de comportamientos promiscuos y a la pérdida de valores como el respeto, la consideración y la fidelidad, que son condiciones necesarias para construir vínculos sólidos y estables.

Aquella deriva arrinconó muchos factores culturales, morales y religiosos que protegían a la mujer, y el respeto se debilitó. Ya no era una imposición general, sino que dependía de la moralidad del hombre con el que la mujer se cruzaba. Esto, en determinadas profesiones, dio lugar a una situación de abuso sistemático, como en el cine, el teatro y los espectáculos, aunque no sea privativo de estos.

La reacción en una cultura de “cristianismo cero” fue tardía y se concretó en el Me Too, que ha desencadenado una oleada en sentido inverso, donde cualquier acto se percibe como una agresión sexual. El resultado de esta mentalidad es que los protocolos y leyes punitivas han evolucionado siempre en el eje del mayor castigo, de manera que actuaciones irrespetuosas o irresponsables, que hace una docena de años eran como mucho una falta en el ámbito de la justicia, se han convertido en delitos penados con cárcel. Como muestran los datos, esto no basta para controlar el impulso humano hacia el deseo, expresado incluso con violencia. Hombres y mujeres, alentados por la búsqueda del placer, se encuentran a menudo en situaciones que terminan mal. La concepción ilimitada del deseo, incentivada por el mercado y los medios de comunicación, termina llevando a comportamientos desordenados, incluso violentos.

La contradicción entre “liberación sexual” y su reacción lógica y excesiva del Me Too, mantenidas a la vez por el feminismo de género, es evidente, y el resultado es el fracaso de las actuales políticas iniciadas por Rodríguez Zapatero en 2004 con la ley integral contra la violencia de género, sus sucesivos desarrollos, pactos de Estado y aplicaciones penales.

Lo que en realidad muestra el caso Errejón es el fracaso de toda una ideología y toda una política, y por eso exhiben su impotencia para superar las contradicciones que a su vez ha generado el suceso. Los partidos feministas no protegen a la mujer agredida; la violencia no solo no cesa, sino que aumenta, y las leyes y el elevado número de hombres encarcelados -solo en 2023 hubo 2.324 condenas por esa causa- no reducen el problema.

La razón es evidente: en lugar de promover una cultura basada en el respeto, la prudencia y la templanza, en lugar de valorar como algo extraordinario las relaciones sexuales y situarlas como culminación de una relación afectivo-sexual vinculada a la vida, el feminismo ha optado por imitar la vía errónea del machismo verdadero, el que busca en el sexo la posesión y el propio disfrute sin más. Es la sociedad desvinculada, donde todo solo tiene sentido si sirve a la realización del propio deseo.

El resultado está a la vista: en el período 2013-2023, el número anual de víctimas ha pasado de 8.923 a 21.825, lo que significa un aumento del 144,6%, y ello a pesar de la reducción experimentada en 2020, el año de la covid-19. Entre los menores, han aumentado de 3.364 víctimas al año a 9.185, lo que supone un crecimiento del 173%. La conclusión es obvia: la violencia sexual en España ha aumentado considerablemente, y más aún la que afecta a los menores.

¿Qué más hace falta para mandar al olvido estas ideologías y políticas que están dañando a tantas personas y destruyendo la sociedad?

Publicado en Forum Libertas.

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