Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La posverdad, Aristóteles y el periodismo

Un hombre lee un periódico que arde.
La era de la posverdad y la desvinculación está siendo letal para el periodismo, preocupado más por la manipulación de las emociones y el interés económico del medio que por los hechos y el respeto a la realidad. Foto: Marek Pospisil / Unsplash.

por Josep Miró i Ardèvol

Opinión

El periodismo, como práctica, siempre ha sido difícil y casi nunca ha recibido una buena valoración por parte de la sociedad. Pero ahora, bajo el imperio de la posverdad, todavía resulta más complicado resolver bien la papeleta, entre otras cosas porque la polarización y la bandera partidista se reflejan en exceso en la profesión.

Literalmente, posverdad significa "después de la verdad" y expresa el equivalente a la famosa obra de Alasdair MacIntyre Tras la Virtud: lo que sucede cuando ésta desaparece. Aquella noción implica que las emociones, las creencias y los intereses, cómo no, pueden tener más influencia en el ámbito político y mediático y en la formación de la opinión pública que los hechos objetivos.

Se podría conectar la generalización de este fenómeno con la posmodernidad -otro “pos”- y el desarrollo del llamado pensamiento débil, que renegó de los grandes relatos y, con ellos, de la búsqueda de la Verdad para sustituirlas por acomodaticias verdades.

'Posverdad' fue seleccionada como la Palabra del Año en 2016 por el diccionario Oxford, lo que reflejaba su creciente importancia en el discurso público. No obstante, no fue acuñada en aquel año, sino mucho antes. Creo que fue usada por vez primera por el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich en 1992, en un artículo publicado en la revista The Nation, que aplicó el término para describir una situación en la que la verdad es menos importante que las emociones y las creencias personales. Y en eso estamos.

Detrás de este desastre, anida la causa común a todas las crisis de nuestro tiempo: la cultura dominante, que ha construido en Occidente la "sociedad desvinculada", la liquidación ilustrada del marco de referencia común basado en la razón objetiva y su sustitución, primero por la razón instrumental, superada después por la preferencia del emotivismo: el bien, lo justo, es aquello que prefiero. El resultado es el lodazal de la realidad en el que vivimos.

Y eso que la cuestión estaba clara desde hace mucho tiempo. Desde Aristóteles, que en sus obras De Anima y Ética a Nicómaco argumenta que la verdad es la conformidad del intelecto con la realidad externa. La verdad se encuentra en la adecuación entre el pensamiento y los hechos. A él le debemos la definición de dos tipos de verdad: la teórica o epistémica, como correspondencia entre el pensamiento y la realidad objetiva, y la verdad práctica o ética, que consiste en la conformidad entre la acción y el bien moral.

Pero resulta que en una sociedad donde el bien, como he escrito más arriba, es una simple preferencia, la verdad forzosamente debe quedar malparada. Un ejemplo de libro lo encontramos en el tratamiento de El País de la cuestión de la pederastia en la Iglesia, y su ya famoso cálculo sobre 440.000 casos de los que ella sería responsable, proyectados a partir de una encuesta con una muestra de 8013 entrevistas y 91 respuestas afirmativas de presuntas víctimas (en realidad 90, después del primer desmentido), que atribuyen la fechoría a una persona ordenada o que sin serlo está vinculada a una instancia eclesial.

Esta cifra fue reproducida sin verificación alguna por muchos periódicos, olvidando así un primer principio del periodismo -y de toda práctica virtuosa-: la confirmación de los hechos. Pasado un primer momento, se desencadenó una oleada de cartas de protesta dirigidas a aquel periódico y, sobre todo, a la Defensora del Lector, Soledad Alcaide, que, de entrada, optó por el silencio hasta que la presión de los mensajes fue tal que abordó el tema el domingo 3 de diciembre.

La respuesta fue un homenaje de Alcaide (y El País) a la posverdad, porque no respondió a ninguna de las cuestiones planteadas y se limitó a buscar relatos favorables al “sostenella y no enmendalla” tan férreamente castellano. Tanto que ya aparece en una obra de inicios del siglo XVII de Guillén de Castro, Las Mocedades del Cid. Hay que admirar este espíritu de la “raza” en Soledad Alcaide. Mantiene el despropósito de los 440.000, con el silencio cómplice de los demás medios que le siguieron, a pesar de que el director de la encuesta que utiliza de referencia y máximo responsable de la empresa demoscópica GAD-3, Narciso Michavila, declaró públicamente que se trataba de un “delirio estadístico”.

Con eso solo debía producirse la rectificación de dicha posverdad, pero es que además se dan otros argumentos muy concretos:

-El propio informe del Defensor del Pueblo que contiene la encuesta señala en su página 36: “Señalar que la comisión considera que no ha formado parte de su cometido hacer un cálculo del número de personas afectadas por abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica. Ni siquiera se ha propuesto realizar una aproximación a esta cantidad”. Más claro, el agua. Muchas de las cartas dirigidas a Alcaide pedían que el periódico publicara esa advertencia. En su respuesta, Alcaide ignora la cuestión.

-La magnitud de las respuestas y el margen de error de la encuesta. Tal como están formuladas las preguntas, obtienen dos respuestas distintas: una se refiere a los sacerdotes y religiosos, y la otra al personal vinculado a instituciones religiosas. El 0,63% de entrevistados que dicen haber sido abusados directamente a manos de sacerdotes o religiosos; es decir, solo tienen 50 personas de un total de 8.000 de la muestra y un 0,5% de personas laicas relacionadas con estas instituciones, y por tanto solo 40 representadas en dicha muestra. En los dos casos, las respuestas se sitúan muy por debajo del margen de error, del +/-1%, y esto significa que el resultado carece de significación. Pero Alcaide omite esta obviedad.

-Lo que hace El País es agregar las dos respuestas en una sola y así obtiene una cifra ligeramente mayor al 1%, pero tampoco habilita el resultado. El margen de error es un rango de valores (+/- 1% en este caso), por lo que es posible que el resultado real se encuentre fuera de ese rango. El resultado de la agrupación de las respuestas después de sumar a sacerdotes y laicos será en la gran parte de las posibilidades del rango inferior 1% (desde 0,13 hasta alcanzar el 1%). En este primer caso, carecería de significación. En el segundo, las víctimas podrían llegar a ser el doble de las señaladas. Es evidente que este abanico de resultados no permite decir nada real. Solo una muestra más grande, de 16.000 entrevistas en lugar de 8.000, tendría un margen de error aplicable del 0,5%, en el supuesto de mantener las respuestas en órdenes de magnitud equiparables.

-Y además, subyace el valor de las respuestas. A posteriori y por declaración del propio autor, que deliberadamente realizó una denuncia falsa, ha quedado claro que el procedimiento seguido por El País para recabar casos y establecer víctimas no controlaba las falsedades. Lo mismo sucede con el Defensor del Pueblo y todavía más en el caso de la encuesta. Es obvio que el anonimato no es probatorio de nada y menos de un delito.

Todo esto es muy evidente, pero claro que ¿cómo podía esperarse que una empleada del periódico aceptara cuestionar de raíz los datos de una costosa campaña que inició hace cinco años con un equipo de investigación fijo y la divulgación de un teléfono para practicar denuncias anónimas? En realidad, detrás de la opulenta posverdad hay en muchos casos dos razones marxistas. Una, la de Groucho, la del delirio estadístico. La otra de Don Carlos: la defensa de la razón económica del periódico.

Publicado en La Vanguardia.

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