Miércoles, 27 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Eta, Dios y conciencia


La diferencia entre buenas y malas personas, entre personas honradas y sinvergüenzas, no es creer o no creer en Dios, sino fundamentalmente en seguir o no seguir mi conciencia; en hacerle caso a Dios o no, aunque con frecuencia se nos presenta bajo la apariencia de Verdad, Justicia o un valor absoluto.

por Pedro Trevijano

Ante la noticia de que una vez más la banda terrorista Eta ha vuelto a cometer un asesinato en la persona del Policía Nacional don Eduardo Puelles, es evidente que lamentamos y condenamos este enésimo crimen, pero a la vez no puedo por menos de pensar en las consecuencias que la existencia o no existencia de Dios tiene para estos hechos. Hay bastante gente que piensa que cómo es posible que Dios exista, si permite y tolera estos horribles sucesos. Voy por el contrario a sacar las consecuencias que a mí me parecen lógicas si Dios no existiese. Está claro que si Dios no existe, todo termina con la muerte. Y si la muerte es el final de todo, ¿quién creen Vds. que ha ganado, don Eduardo Puelles o sus asesinos? Hay una cosa clara, para don Eduardo Puelles todo se ha terminado, para su familia, empieza una larga serie de días de amargura y dolor, y para sus asesinos, probablemente lo estarán celebrando en alguna parte. En principio, yo mismo preferiría estar en el bando de los etarras, tanto más cuanto que el propio San Pablo nos dice: «Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe» (1 Corintios 15,14) y «si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Cor. 15,32). Y sin embargo para mí hay algo evidente: si yo terminase este artículo en el párrafo anterior, estoy seguro que muchísimos no creyentes se sentirían tremendamente agraviados porque pensarían que acabo de ofenderles gravemente. Me dirían que faltaría más, que ellos están contra Eta, que se consideran personas decentes y que desde luego creen en valores como Libertad, Democracia y España. Recuerdo también lo que me decía una persona hasta cierto punto no creyente, y que posiblemente estaba en el punto de mira de los asesinos: «Pienso que tengo que cumplir con mi deber. Si a mí Eta me mata por haber defendido a España y los valores en los que creo, en el supuesto que Dios exista, creo que no me presento ante Él en malas condiciones». Me parece que éste es el auténtico meollo del problema: la diferencia entre buenas y malas personas, entre personas honradas y sinvergüenzas, no pasa por creer o no creer en Dios, sino fundamentalmente en seguir o no seguir mi conciencia, es decir en hacerle caso a Dios o no, aunque con frecuencia se nos presenta bajo la apariencia de Verdad, Justicia o cualquier valor absoluto. Nuestro modo de seguir a Dios es seguir nuestra conciencia, sobre la que el Concilio Vaticano II nos dice que es la voz de Dios que resuena en nuestro interior y además expresó espléndidamente su papel en nuestra vida: «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado» (Gaudium et Spes nº 16). Está claro que el creyente lo tiene más fácil: si Jesucristo es Camino, Verdad, Vida y Luz de los hombres, el discípulo sincero de Cristo intentará que su conciencia sea recta, y encontrar el Camino no le tiene que ser demasiado difícil; para el no creyente no le resulta tan fácil, y además carece de algunos medios, como puede ser el sacramento de la Penitencia, cuando nota que se ha desviado del buen camino y quiere volver a él; a su vez la conciencia del terrorista se va progresivamente entenebreciendo y encanallando, si bien siempre es posible, como les sucedió al buen ladrón o a san Pablo el encuentro con la gracia y su aceptación.
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