Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

La concepción cristiana de la sexualidad


Hay que afirmar sin embargo que el ser humano es más que sexualidad. La vida no es sólo sexo, aunque el mismo sexo se vive mejor cuanto más armoniosamente se integra en el desarrollo personal.

por Pedro Trevijano

El cristianismo nos ayuda a vivir como personas, especialmente en lo referente a la sexualidad. En la concepción cristiana la sexualidad humana, querida por Dios, está intrínsecamente vinculada con la vida de la persona y de la sociedad. Es un elemento plenamente positivo de la personalidad, que se entronca en la perspectiva del amor creador y fiel, del desarrollo de la persona y de la sociedad. Está llamada a expresar con la ayuda de la gracia el amor, que es el elemento fundamental de nuestra existencia, pudiendo hacerlo tanto en la virginidad como en el matrimonio, e incluso en la continencia involuntaria, además de servir a otros valores con sus correspondientes exigencias morales. La sexualidad es una fuerza que no sólo favorece la unión entre los sexos y la reproducción, haciendo que un hombre y una mujer conozcan el gozo de unirse en un gran gesto de amor, lleno de cariño y de ternura, sino que además es un estímulo poderoso que lleva al individuo a independizarse de sus padres, a crear su propia familia y a la vida de adulto. El fenómeno humano del matrimonio surge del impulso sexual, que orientado hacia el diálogo interpersonal, contribuye a la maduración integral del ser humano abriéndole al don de sí en el amor y respeto mutuo del hombre y de la mujer, lo que conlleva la fidelidad; está también vinculado a la fecundidad y transmisión de la vida; amor y fecundidad son significados y valores de la sexualidad que se incluyen y reclaman mutuamente. La sexualidad humana tiene su adecuado desarrollo en el marco del matrimonio entendido como relación interpersonal, amorosa y estable, entre varón y mujer, y supone el amor a una persona concreta, a la que se quiere por sí misma. Incluso cuando, como sucede en el celibato, no se actúa la dimensión genital, la sexualidad sigue siendo una dimensión global de la persona y posee un dinamismo que se dirige hacia la entrega propia y la acogida del otro. Sus valores positivos fundamentados en lazos naturales como los familiares, facilitan la construcción de la personalidad; ese conjunto amplio de características que constituye nuestro modo de ser y nos diferencia de los demás. Dios es amor, y como estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, el amor es el criterio básico y decisivo en el sentido de la existencia y en la valoración moral, por lo que una auténtica formación sexual debe proponerse como objetivo educar en el amor. Pero si los seres humanos somos seres sexuados, nuestra sexualidad toma en cada uno de nosotros formas peculiares, según nuestra edad y estado de vida, pues aunque todos debemos abrirnos a los demás, el modo de esta apertura y las condiciones que se realiza son distintas en las diversas personas, estando nuestra respuesta influida por el sentido que damos a nuestra vida y el modo concreto con el que tratamos de realizarla y así no es lo mismo vivir nuestra sexualidad en clave vocacional de matrimonio o de vida religiosa consagrada, o bien simplemente dejándonos llevar por las circunstancias. Aunque la sociedad sea pluralista y haya divergencias en las valoraciones éticas del comportamiento sexual, hay que mantener los principios de integridad personal, de consideración mutua y de igualdad entre los sexos. Pero la sexualidad humana se ve influida por el ambiente que le rodea. Los papeles sexuales son complementarios, de acuerdo con la naturaleza complementaria de los talentos o dones ligados al sexo. Los aspectos socioculturales como los convencionalismos y las normas sociales de conducta influyen en las relaciones entre personas del mismo o distinto sexo según los diferentes roles que desempeñan dentro del ámbito familiar y social. Estas relaciones pueden ser muy variables según las diversas civilizaciones y culturas. La sexualidad abre caminos para una mejor comprensión del amor, pero es éste el que da sentido a las exigencias sexuales. Todos hemos sido llamados a la castidad en nuestra vida y sea cual sea nuestro estado, porque ello no es ni rechazo de la sexualidad ni desconfianza del placer, sino su integración en un compromiso de amor en el seguimiento de Cristo. El amor es mucho más que el simple deseo sexual. Dios no ha hecho el hombre para que esté solo (Gén 2,18) y no podemos alcanzar nuestra plenitud biológica sin entrega mutua, ni el instinto sexual se desarrolla adecuadamente sin el amor, es decir sin que participe todo el ser humano, en lo espiritual y en lo corporal. El amor es un don de Dios que se expresa habitualmente en el encuentro entre un hombre y una mujer, alcanzando la sexualidad su pleno significado cuando se mueve en un plano superior al meramente biológico, instintivo o placentero y se convierte así en una relación de amor e intimidad, expresión de la mutua donación personal del hombre y de la mujer hasta la muerte, y que hace que ambos avancen juntos por el camino de la madurez y la realización personal. Hay que afirmar sin embargo que el ser humano es más que sexualidad. La vida no es sólo sexo, aunque el mismo sexo se vive mejor cuanto más armoniosamente se integra en el desarrollo personal. Sin madurez afectiva, psicológica, humana, tampoco hay madurez sexual. Pero existen otras dimensiones como la cultural, la artística, la social y la religiosa, consistiendo nuestra mayor dignidad en ser hijos de Dios (Jn 1,12; Rom 8,1417; Gál 4,5-7; Ef 1,5).
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