Y lloró amargamente
Siente su ingratitud. No hacía tanto que había dejado las redes, su casa y sus amores por seguir a un Hombre en el que, poco a poco, fue descubriendo su identidad, hasta confesarle sin titubeos: "Tú eres el Cristo de Dios"
Y lloró amargamente
Pedro de Galilea, autodestruido por negar a su Maestro y Señor, llora amargamente su cobardía. A su psicología sana, de hombre auténtico y sin dobleces, le corresponde esa manera de reaccionar. Es una reacción acorde con su personalidad. Sus lágrimas son de un dolor inmenso, no el resultado de una trepidación de su espíritu que acaba en llanto. Nunca había llorado así porque nunca se había sentido así, tan empequeñecido, despreciado por sí mismo. La negación, las tres negaciones le han hundido hasta las profundidades de su naturaleza. Ha renegado de su Cristo y al mismo tiempo ha renegado de su propia existencia. Se habría quitado la vida si no sintiera todavía la mirada poderosamente amable de Jesús. Aquella mirada le recordaba el brazo de su Maestro que un día no lejano le había agarrado la mano con poder sobrehumano para que no pereciera en el lago .Su mirada, como su brazo, le sostenía.
¿Por qué esta vez se había hundido sin agua que le cubriera el cuerpo? ¿Por qué se había hundido de otra manera? Entonces fue falta de fe. ¿Y ahora?
No acierta a comprender el motivo fútil que le ha llevado a negarle. No hay de por medio monedas de plata ni una recompensa de las autoridades judías que le llevaran a una monstruosidad semejante, a negar a su Dios y Señor, sin nada a cambio que no fuera la simple y llana cobardía.
Siente su ingratitud. No hacía tanto que había dejado las redes, su casa y sus amores por seguir a un Hombre en el que, poco a poco, fue descubriendo su identidad, hasta confesarle sin titubeos: «Tú eres el Cristo de Dios».
Tras la llamada apremiante y la respuesta afirmativa, después de tres años de hollar la tierra de Palestina para ir al paso de Dios-Hombre, tras comprobar con sus ojos que dos adultos y una niña regresaron de la muerte .que otros muchos sanaron de su ceguera, de su posesión diabólica, de su parálisis y, sobre todo, de sus descaminos: que muchedumbres enteras se apiñaban en las arenas de la playa o en las laderas de la montaña para escucharle con embeleso un mensaje de vida, de verdad y de amor, cuando ha tenido que afirmar: «Conozco a ese Hombre porque Le amo y el amor es la fuente del conocimiento más perfecto» (cfr. Juan Pablo II, cortile de San Dámaso- Semana Santa 1980)… «Cuando tenía que afirmar le ha negado». ¿Cómo Judas ¿Más que Judas?
Pasan por su memoria las palabras de estímulo de Jesús, sus reconvenciones, sus explicaciones de las parábolas…De no ser por las aclaraciones del Maestro, habría quedado sin conocer la doctrina salvadora y habría confundido la advertencia de que se guardara de la levadura de los fariseos con la falta de provisiones de pan.
Se mira las manos. Las tiene todavía con la piel curtida y ruda que le habían dejado los aparejos de la pesca. Destinadas a acariciar las llagas de los enfermos, los ojos de los ciegos, el desamor de los pecadores, sólo sirven para ocultar su rostro, el retrato más elocuente de su miseria. ¡Pobre iluso! Se había imaginado que, cuando fuera pilar de la nonata Iglesia, a su sombra los enfermos recobrarían la salud.
¡Pobre Pedro! No se atreve a ir a la Cruz, la cobardía le ha dejado secuelas que le impiden cualquier bravuconada de las suyas. Morir con Él, ¡qué fácilmente ha abandonado su arrogancia!
Todavía en el Pretorio, después del canto del gallo y de su felonía, cuando lo iban a llevar arrastras al lugar de la calavera, Jesús le ha mirado. No ha sido el de Jesús un gesto de decepción o de piedad. Ha sido una mirada de amor. De un amor insondable.
De pronto, con una de esas decisiones vehementes tan propias de su carácter, Pedro se ciñe la cintura y se lanza a encontrar el camino de regreso al Amor. Y de camino, piensa en que va a ser el Hijo Pródigo verdadero pòrque el primero había sido una parábola.
En el horizonte, Pedro ve el Gólgota y adivina a su Dios crucificado. Recuerda que les dijo a los Once. «Vosotros sois mis amigos». Y recurre a la amistad de los Apóstoles. Dirige sus pasos deprisa hacia la casa de Marcos, Allí donde el Señor les había entregado su propio Cuerpo y su propia Sangre.
Llama a la puerta. Nadie piensa que será su ángel –como ocurrirá después-, sino el propio Pedro a quien empezaban a echar en falta. Ahora la puerta se le abre. Y en la amistad con los suyos encuentra la comprensión, el apoyo, la firmeza y el ímpetu.
Todo vuelve a empezar.
Pasado mañana, al amanecer, irá corriendo con Juan al sepulcro. Juan, mucho más joven, llegará primero, pero, sabiendo que Pedro es la autoridad máxima del grupo, le cederá respetuosamente el paso para que levante acta de la Resurrección.
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