El Rey en la encrucijada
El Rey podría regalarnos un gesto que vale más que un trono: no firmar una sentencia de muerte para cientos de miles de españoles
El Rey de España cumple hoy 72 años. Salvo que se oculte –que no sería lógico- alguna «gotera» en su salud, el aspecto que ofrece es el de un hombre maduro que conserva su lozanía, su vigor de siempre y su buena estampa. Han pasado, sin embargo, 72 años, desde aquél cinco de enero de 1938 en que vino al mundo en Roma, en un piso del número 122 de Viale Parioli. El bautizo se celebró en la capilla de la Orden de Malta. Ofició en la ceremonia el Secretario de Estado (segunda autoridad en el Vaticano), cardenal Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII. Allí se juntaron una criatura que, con el tiempo, ceñiría la corona de España y el llamado a ceñir la tiara del último Papa-Rey, como se le ha llamado al Venerable Eugenio Pacelli. La perspicacia del cardenal no sería tanta como para intuir que el niño que recibía las aguas bautismales estaba destinado a ocupar el vértice del Estado español, cuando todavía Franco empleaba todo su tiempo en la táctica y estrategia de la guerra civil.
El pequeño príncipe, ya descaradamente rubio, de ojos azules y mirada triste, según algunos observadores, llega a los diez años con un recorrido vital diferente a los muchachos de su edad. Poco a poco ha oído hablar en Villa Giralda (Estoril) de España, de Franco, de la guerra. A su padre se le escapa algún exabrupto dirigido a Franco y que quizá el hijo no entiende bien. Porque el epistolario que cruzan Franco y Don Juan, y que recogió en un libro Gil Robles, es una pieza única. Por una parte, el Conde de Barcelona le dirige los piropos más encendidos al general Franco y, por otra, reivindica el trono con cierta aspereza. Los oídos de Juanito –apelativo con el que le llama la familia- acusan la incoherencia.
A pesar del pulso entre el Conde Barcelona y Franco, llegan a un acuerdo: el príncipe cursará estudios en España. Antes de cumplir los once años viaja por primera vez a nuestro país. El Lusitania-Expréss se detiene en la estación de Villaverde. De allí al Cerro de los Ángeles. Sus anfitriones le entregan un papel para que lea las mismas palabras con las que su abuelo, Alfonso XIII, había consagrado España al Corazón de Jesús. El Rey aún recuerda el frío que pasó aquel día de noviembre de 1948.
Comienza sus estudios, Franco y el Conde de Barcelona se ponen de acuerdo sobre las materias que ha de cursar. Le nombran preceptores. Pasan los años, conoce la vida de la milicia en las tres academias, estudia en la Universidad, anuda amistades, siente el hormigueo del corazón, conoce a la princesa Sofía, se casa en Atenas, Franco le designa sucesor a título de Rey, muere Franco, jura los principios del Movimiento, se enfrían las relaciones entre el Conde de Barcelona y su hijo que, erre que erre, no ceja en su empeño de reinar. Franco nunca quiso esa sucesión, la tenía bien pensada, atada y bien atada, y ni el círculo familiar del general logra doblegarle. No hay un referéndum que consagre la forma de Estado, pero en la Constitución de 1978 se incluye la legitimidad de Juan Carlos I de Borbón para ejercer la jefatura de la Casa Real y la del Estado en una monarquía parlamentaria.
Los felices 80. Después del trago del 23-F, le faltaba al Rey el «paso» por la izquierda para cimentar la monarquía en un país que no tenía monárquicos. Después de Suárez, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, parece que el «feeling» del Rey con la izquierda ha sido mayor en tiempo y en complicidad. Sin embargo, en los 34 años de reinado nunca ha dejado de ser un monarca católico.
Por estas fechas, en 1977, el Rey, acompañado de la Reina –que va elegantísima con peineta y vestido blancos- realiza la visita de Estado a la Ciudad del Vaticano. Pablo VI les abre los brazos y, al final de su discurso, lanza un «¡Arriba España!» que el Santo Padre no podía imaginar que tuviera connotaciones falangistas.
Aparte de esta visita singular, la presencia del Rey en el Vaticano ha sido en años sucesivos la propia de un jefe de Estado: en funerales de Papas, en inauguraciones de pontificados y en alguna otra ocasión. Fue especialmente llamativo el afecto con que los Reyes despidieron a Juan Pablo II en su última estancia en España.
Ha habido algunas celebraciones en la Plaza de San Pedro, sin embargo, a las que el Rey no ha asistido. Por ejemplo, a las canonizaciones de los mártires de la guerra civil y, en general, a todos los actos que significaran algo más que el estricto cumplimiento del protocolo. Quizá convenía que la Corona se alejase moderadamente de la Iglesia en una interpretación laicista de los nuevos tiempos. Todo se puede comprender, no todo se debe justificar.
Por fin, ha llegado el momento, quizá dentro de unos días, en que el Rey tendrá que optar por una de estas dos decisiones: firmar la ley del aborto libre sin la cual no puede entrar en vigor o estudiar alguna fórmula jurídica que evite este trámite.
En la fiesta de su cumpleaños, se podría invertir la costumbre y en vez de regalar al Rey algo valioso como agradecimiento por su entrega de estos treinta y cuatro años, el Rey podría regalarnos un gesto que vale más que un trono: no firmar una sentencia de muerte para cientos de miles de españoles. Que la Constitución no anda con estos distingos entre conciencia y obligaciones, ya lo sé, pero hay veces en que conviene más oír la voz de la conciencia que cumplir los deberes que marca la ley. No hay más que leer la vida de Tomás Moro.
Comentarios