Sábado, 23 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Delibes en la última vuelta del camino


Miguel Delibes fue un eterno enamorado. Cuando murió su mujer, el mundo se le vino abajo, dejó de ser el mismo. Ella era su pasión, su musa, su confidente, su correctora.

por José Joaquín Iriarte

Opinión

Miguel Delibes reposa desde el pasado sábado en el Panteón de Hombres Ilustres de Valladolid, junto a las tumbas de Rosa Chacel y de José Zorrilla. Delibes puso la condición, para ser enterrado allí, de que trasladaran los restos de su mujer, Ángeles Castro, que falleció en 1974, a los 50 años de edad. «Señora de rojo sobre fondo gris» es el llanto del escritor por la esposa muerta.
«El cazador que escribe», como él se definía, explicaba a su biógrafo y periodista, Ramón García Domínguez, que quería encontrar al final de su camino la fe convertida en evidencia. «Quiero acabar mis días –decía- con mis creencias de niño. Seguir creyendo lo que me enseñaron en lo fundamental, y la esperanza soberbia de poder encontrar a Cristo en la última curva del camino. Esa es mi posición, que me da una cierta serenidad, y una cierta tranquilidad».
 
Antes que la literatura, Delibes conoció los rigores del calor y del frío en el campo castellano, las lluvias y el rocío, el «crepitar de la tierra». De la naturaleza (su padre le enseñó a amar el campo y la caza) saltó al periodismo y a la literatura. Es curioso cómo germinó su vocación de escritor: leyendo un libro de texto de Derecho Mercantil, del profesor Joaquín Garrigues y Díaz Cañabate. Lo estudió con minuciosidad, admirado de la riqueza de vocabulario, de las metáforas y de la precisión del lenguaje del catedrático.
La vida de Miguel Delibes fue lineal y coherente. Desde temprana edad, el vuelo de la perdiz, las madrigueras, las rastrojeras, los cerros eran para él tan familiares como los libros de aventuras. Era recio, castellano de aspecto y de psicología, algo triste («Yo soy triste», confesaba) y su economía de gestos, su estoicismo los llevó a la prosa. Dos palabras mejor que cuatro. No era amigo de hipérboles ni de imágenes, salvo las indispensables. Parecía que escribiera al pie de un roble centenario. Manuel Leguineche, uno de sus ahijados en la profesión periodística, dijo de él: «Es un árbol que siempre da sombra».
 
Además de Leguineche, se criaron a su sombra Francisco Umbral y José Luis Martín Descalzo. El periodismo («borrador de la literatura») le produjo sinsabores y censuras. Cristiano viejo –en el buen sentido de la palabra «viejo»-, siguió con gran interés el Concilio Vaticano II, de suerte que si dividiéramos (con esa división reduccionista) a los cristianos en progresistas y conservadores, Delibes podría pertenecer al elenco de los primeros. Era, según la expresión de Juan XXIII, un cristiano «aggiornado».
 
En una entrevista de Juan Cruz en «El País», publicada el 9 de diciembre de 2007, hablan entrevistador y entrevistado de la muerte de Ángeles. Se interesa el periodista por la situación de una persona cuando siente el trallazo del dolor, cuando el dolor se presenta en la vida sin pedir permiso. Y le inquiere si Dios ayuda en esos momentos. Delibes contesta: «A veces, Dios ayuda. Ayuda a mucha gente que lo reconoce así. Los evangelios de Cristo son estimulantes a este respecto. Cuando murió mi mujer, Dios me ayudó sin duda. Tuve esta sensación durante varios años, hasta que logré salir del pozo». Y a renglón seguido, Cruz le pregunta cómo cambia Dios a medida que pasa el tiempo, qué va siendo la fe, ¿cambia Dios o cambian los creyentes su concepto de Dios? Delibes responde: «A un jesuita no le gustó nada cuando le dije que echaba en falta mi ciega fe de niño. Él prefería una fe más razonada y adulta. Mi opinión es que en este punto no nos es dado elegir. El ateo listo no menciona a Dios apenas, pero cuando lo hace es con un sutilísimo deje de superioridad, algo así como el del españolísimo desplante del Rey a Chávez, que me hizo reír tanto».
 
Delibes añoraba su «fe ciega de niño» como una vivencia entrañable de la que nunca quiso desprenderse. En los Evangelios, tan «estimulantes» según el escritor, san Marcos narra la curación de un ciego en Betsaida. Jesús, tomando de la mano al ciego, lo sacó fuera de la aldea, le puso saliva en los ojos, e imponiéndole las manos le preguntó: «¿Ves algo?». Y mirando decía: «Veo hombres… como árboles que andan». Eso era Delibes. Un árbol que andaba, pensaba y amaba. Un tronco robusto por el que circula la savia fecunda. Y arriba, las ramas y copa frondosa, que dan buena sombra.
 
Su opera prima, con la que obtuvo el Premio Nadal, fue «La sombra del ciprés es alargada». Y entre sus restantes obras, aparecen muchos títulos con términos que hablan de la naturaleza: «El camino», «Diario de un cazador», «Siestas con viento sur», «Aún es de día», «La hoja roja» (se refiere, sin embargo, al papel para liar cigarrillos), «Con la escopeta al hombro», «Mis amigas las truchas», «Mi vida al aire libre», «El conejo», «25 años de escopeta y pluma», «La tierra herida», etc.
 
Miguel Delibes fue un eterno enamorado. Conoció a su mujer a los 16 años y enseguida se hicieron novios. Fue la única novia que tuvo. Del matrimonio nacieron siete hijos y más de treinta nietos. Por eso, cuando ella murió, el mundo se le vino abajo, dejó de ser el mismo. Era su pasión, su musa, su confidente, su alter ego: «Con su sola presencia aligeraba la pesadumbre del vivir».
 
Esa pesadumbre se acabó a las siete de la mañana del viernes, 12 de marzo. A los 89 años, cansado de vivir, cerró los ojos en su Valladolid del alma y se dispuso con serenidad a dar la última curva del camino.
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