Pongamos que hablo del diablo
Despersonalizar el mal es un ejercicio de irresponsabilidad que impide atribuir a cada quién la culpa del acto maligno. Desconocer que en el origen del mal, el hombre no está solo, es una necedad.
por José Luis Bazán
La lengua inglesa nos ofrece un interesante paralelismo terminológico entre good-God (bien-Dios) y evil-devil (mal-diablo). La dialéctica good-evil es tremendamente abstracta, tanto que deja enorme margen de interpretación, de fácil reducción a mera discusión retórica (o sofística) sobre lo correcto o incorrecto. Y es que lo impersonal (lenguaje o realidad) no compromete a la persona. Cuestión distinta es la personalización del bien y del mal, esto es, el good en el God y el evil en el devil, del Bien en Dios y del mal en el diablo. Ahí ya entramos en ámbitos incómodos para la mayoría aquellos a los que les gusta navegar por el mar de la especulación, sumergirse en la corrección social o crearse un mundo humano sin trascendencia.
El bien y el mal son esencialmente realidades personales: nacidas de personas, cuyos efectos y resultados disfrutan o padecen las personas, y cuya promoción o disolución tiene su origen en ellas. Dios es Trinidad de Personas, el diablo es ser personal, y los hombres –por mucho que queramos desterrar nuestra condición de imago Dei, somos igualmente personas. El juego es entre personas y no se trata esencialmente de una cuestión de estructuras ni de vagas abstracciones desligadas de la realidad moral.
Despersonalizar el mal es un ejercicio de irresponsabilidad que impide atribuir a cada quién la culpa del acto maligno. Desconocer que en el origen del mal, el hombre no está solo, es una necedad. Podemos vivir como si el enemigo no existiera. Podemos evitar nombrarlo, dejar de hablar de él, relegarlo a la ficción, cuando no a la superstición. Pero desde el principio de los tiempos, el hombre ha sabido que la lucha entre el bien y el mal es una cuestión personal, no un debate de ideas ni una batalla en la que el hombre es el único protagonista. El diablo no es un mero personaje simbólico que represente el mal, como Dios no es el símbolo del bien y lo bueno. Ni uno ni Otro son símbolos, sino realidades existentes. Reducirlos a símbolos es mitología, y la religión trata de lo sobrenatural existente.
Los tiempos que corren en las sociedades que algunos llaman postcristianas son endiabladamente contradictorias. La experiencia común muestra que quien abandona la fe en la existencia de Dios y del diablo, se aventura a recorrer un desierto de falsas creencias que le llevarán a creer en cualquier cosa. En esos yermos páramos del alma humana encuentran cobijo fácil la superstición, fuerzas y dioses paganos, espiritualismos difusos y humanismos ateos. Crecen las sectas y la desorientación moral en la sociedad a medida que Dios (y el diablo) son arrinconados del espacio público y de la vida doméstica. El escepticismo ante la verdad, nos abre la puerta de sus sucedáneos. Muchos se llenan de pavor ante un exorcismo de película y se carcajean ante cualquier insinuación de la existencia del diablo.
En Cartas del diablo a su sobrino, de C. S. Lewis, el diablo Escrutopo enfatiza a Orugario: «El hecho de que los “diablos” sean predominantemente figuras cómicas en la imaginación moderna te ayudará. Si la más leve sospecha de tu existencia empieza a surgir en su mente, insinúale una imagen de algo con mallas rojas, y persuádele de que puesto que no puede creer en eso (…) no puede en consecuencia creer en ti». ¡Qué conocimiento del alma humana, y de la mentalidad actual! Tanta es la fuerza de la cultura de la corrección y la opresión mediática que nos acosa que incluso, entre creyentes, anida la idea de que el diablo es una metáfora del mal, un modo de representar la realidad maligna, muy alejada del «medievalismo oscurantista» que propagaba el terror de su existencia sin fundamento. Esta perspectiva, no poco influenciada por un cierta visión ilustrada de la religión, choca frontalmente, sin embargo, contra las fuentes de la doctrina cristiana: tanto la Escritura como la Tradición de la Iglesia ven en él un ángel caído, llamado Satán o diablo, esa voz seductora, opuesta a Dios que, por envidia, hace caer al hombre en la muerte, que es homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira.
El mundo impregnado por la cultura del escepticismo ante la verdad, se ha construido su torre del conocimiento, negando la existencia de todo aquello que queda fuera de ella o no puede alcanzar con su corta mirada, preocupantemente cegada. Le resulta del todo incomprensible la experiencia mística y se niega a aceptar que hay curaciones científicamente inexplicables, reduciéndolas a poderosas autosugestiones. En esta visión perturbada de la gnoseología de la realidad, ¿cómo esperar de tal retina profundamente dañada una aceptación de lo que no puede ver? La mofa que acompaña a la ceguera es penoso autoengaño. La ridícula autopercepción de los negacionistas que se erigen en modelos de la racionalidad adulta se parece demasiado a los fanfarrones adolescentes que creen que todo saben y pueden. Es por ello urgente recuperar la perspectiva de la personalidad del bien y del mal, deshaciéndonos de toda tentación de diluirla o difuminarla en un mundo conceptual alejado de la experiencia, que es el ámbito real de juego de las personas, humanas y sobrehumanas.
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