Martes, 05 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Elogio de la desobediencia


La ley injusta no obliga en conciencia, no es ley, es una corrupción de ley, como lo es el cadáver humano respecto del hombre vivo, materia sin forma.

por José Luis Bazán

Opinión

Quiere el gobierno tratarnos como a carne y sangre, como diría Thoreau, el gran desobediente. Pretende abolir la conciencia de la persona, «el don más divino que ha concedido Dios al hombre», en palabras de Cicerón. Y de paso, arrinconar sus dictados hasta ahogarlos en atmósfera irrespirable. Los piratas de la ley inicua apartan constituciones, incumplen su parte en el contrato y nos exigen, a pesar de ello, que demos prestación, sin que los supremos tribunales enderecen lo torcido.
 
En la noche oscurecida de la conciencia, los hackers del alma ocultan con sus triquiñuelas goebbelsianas la luz de la naturaleza humana, y promulgan sus tropelías exigiendo sometimiento por deber de ciudadanía. La ciudadanía, dicen, es una condición moral del hombre. Con ello nos han despojado de nuestra supremacía ética: no significa otra cosa la condición de persona. Nos han arrancado nuestro rostro, que es nuestra identidad. Nunca, decía Tomás de Aquino, la persona puede someterse en cuanto tal a la comunidad, como parte al todo, ya que la persona no tiene razón de parte sino de todo, un todo moral insometible. Y sin embargo, quienes nos gobiernan, quieren hurtarnos nuestra personalidad y reducirnos exclusivamente a la condición de ciudadanos.
 
Hay quien se emociona y ensalza la ciudadanía por sus ventajas y derechos. Pero no repara en que el ciudadano es para el poder estatal solo un sujeto de derechos y obligaciones, esto es, un súbdito que posee los derechos que el Estado quiera reconocerle y las obligaciones que quiera imponerle. El ciudadano es considerado parte del todo -sujeto y objeto al mismo tiempo- de la voluntad estatal plasmada en sus mandatos legales. La ciudadanía que se nos intenta imponer no admite reservas morales. Sin embargo, la persona no se reduce a su individualidad y su pertenencia a una comunidad: no está sujetado en su ser y condición a poder humano: sólo su obrar puede ser objeto de regulación. Posee un irreductible núcleo incomunicable que está fuera del ámbito de la potestad humana. La potestad pública solamente puede ordenar sobre la conducta humana en la medida en que ello sea preciso para el bien común, pero nada tiene que decir sobre la interioridad del hombre, sobre la que no tiene competencia. No debemos al Estado ni nuestros sentimientos, ni nuestras emociones y menos aún nuestra conciencia. Bien habló Calderón de la Barca por boca de Pedro Crespo, alcalde de Zalamea: «El honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios». Verdad a repetir por doquier sin permiso de la SGAE.
 
Al Estado el pone nervioso el Sócrates que afirma: «Yo atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios más que a vosotros». Echa tierra sobre la conducta piadosa de la Antígona, el personaje de Sófocles, que prefirió obedecer «las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses» esas que «no son de hoy, ni de ayer, sino de siempre». Desautoriza al Cristo que exigió dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No escucha a los filósofos del Derecho que casi unánimemente ven en la desobediencia a la ley injusta una forma de mejorar el orden social, un antídoto contra la falta de equidad. Ciego y sordo es ese Estado que usa su brutal coacción contra las personas que quieren conservar la integridad de su alma y promover el bien común. Ese Estado dispuesto a prevalerse del mal llamado interés «público» (que es un interés particular privilegiado del Estado) para dinamitar el bien común (que es el bien de la comunidad a la que se debe el Estado).
 
Al negar espacio público a la conciencia recta de una persona por la injusticia de sus leyes, el Estado le fuerza a elegir entre ser ciudadano y súbdito moral de sus mandatos, o ser persona libre y éticamente íntegra, responsable y consciente de sus deberes hacia la comunidad, pero enfrentada a una autoridad despótica. La ley injusta no obliga en conciencia, no es ley, es una corrupción de ley, como lo es el cadáver humano respecto del hombre vivo, materia sin forma.
 
Decía Thoreau que «todos los hombres aceptan el derecho a negar lealtad y a resistir al Gobierno cuando su tiranía o su ineficacia son grandes e intolerables. Pero casi todos dicen que éste aún no es el caso». En esas estamos. ¿No estamos ante una grave situación? ¿Cien mil niños asesinados al año no son suficientes? ¿Las leyes que se apoderan de la patria potestad de los padres y de su derecho a la educación moral y religiosa de sus hijos, tampoco? ¿Y las que restringen la libertad religiosa y pretenden abrogar la conciencia moral personal? ¿Acaso, sumadas a aquellas, las que precipitarán la muerte involuntaria de ancianos y enfermos, envuelta en una falsa dulzura y dignidad, serán suficientes para poner en cuestión la injusticia de este Estado? Desobedecer tales leyes no ha de ser tachado de ignominioso, sino una honra que ha de llenar de orgullo a quienes den tal testimonio, porque negar la negación es afirmar, y quien desobedece la injusticia, rinde homenaje a la justicia.
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