¿Por qué perdonar lo imperdonable?
El cristianismo ha sido, es y será la religión del perdón radical, signo indudable de su divinidad, porque el perdón no tiene origen humano.
por José Luis Bazán
Nunca antes nadie hizo de la rotundidad del perdón baluarte del obrar humano: hasta setenta veces siete. ¿Cómo puede ser posible trascender nuestro arraigado espíritu retributivo que clama, en buena justicia, penalidad para el causante de nuestro mal? ¿No es, acaso, un imposible moral que niega nuestra natural condición incluso pensar en ello? ¿Qué clase de locura es ver en el enemigo un hermano? Parece un ejercicio arbitrario de alquimia moral, una sinrazón violenta, un «encorderamiento» del hombre, despojo de su dignidad que reclama respeto y exige un trato debido. No otra cosa cabe, con ojo humano, afirmar ante el mal padecido. Y sin embargo, setenta veces siete.
Solamente la Omnipotencia es raíz y causa del perdón. Siendo un imperativo cristiano no es una apelación a la naturaleza, que se resiste, sino a lo que por encima de ella puede impulsarla más allá de sus límites. Carece en otro caso de sentido el perdón ante el mal padecido, salvo por interés psicológico, como instrumento de equilibrio psicosomático. Podría tenerlo por mera resignación, ese encajar los acontecimientos que de uno no dependen, por virtud de la necesidad o conveniencia de continuar lo más digna y saludablemente a través del camino de la vida. Sin el sobrehumano poder que tiende la mano al hombre para alzarse sobre sí mismo, se impone el implacable talión.
El Cristianismo ha sido, es y será la religión del perdón radical, signo indudable de su divinidad, porque el perdón no tiene origen humano. Diviniza al hombre al fertilizar el alma en la aridez del dolor, y sana el alma a pesar de lo irreparable del daño. El perdón, orgullosa bandera del cristianismo, distingue a la religión cristiana del resto, especialmente del judaísmo y el mahometanismo, en las que el sentido de la justicia natural (incluso, el talión) se encuentra profundamente arraigado y es fuente en muchas ocasiones de espiral sinfín de violencia, al exigir uno permanente reparación ajena y legitimar retribución por cada acto del otro considerado injusto. No pocas realidades sociopolíticas son explicadas por tal perspectiva del mal padecido en ciertas religiones.
En tales casos, solamente el perdón es el único posible muro de contención de las aguas turbias de rivalidades incluso sangrientas, que pugnan por desbordarse precipitadamente. Es, por ello, el acto de trascendencia del mal, que lo detiene, diluye y transforma, originando un inesperado poder liberador en la víctima e incluso en el verdugo, incluso psicológicamente verificable. Es, sin duda, una de las grandes virtudes y aportaciones sociales de la religión del Crucificado, a Quien tribunales y parlamentos europeos ningunean y quieren enterrar en el cajón del pasado.
La Ética sin religión, esa moda inventada por proxenetas del bien común, es –pese a su apariencia- una fuente de violencia y rencillas, al pretender excluir el cristianismo, la religión del perdón, del espacio público. Ni de lejos podrá esa ínfima ética mínima, por su propia naturaleza, aportar la solución del perdón a los dramas y traumas que en la vida social suceden a cada instante, ni será salvífica para quienes sufran tales tragedias, porque tiene la misma virtud médica que una aspirina para la cura del cáncer. Son reglas humanas sin vida, tan artificiosas como el esperanto, que solamente pueden ser asumidas generalmente por el hombre cuando se imponen por la fuerza de la educación obligatoria (véase Educación para la ciudadanía), con la ayuda de los medios de comunicación que colaboran con sus promotores ideológicos, y de un entorno cultural que vive de la protección del cacique municipal, autonómico o nacional. En esa ética «razonable» apartada de lo «racional», diseñada por una minoría de vocación ingenieril, no cabe el alma humana, demasiado grande para el horizonte de un humanismo inmanente. No pueden vincular la conciencia humana, donde el hombre vive la radicalidad del bien y del mal, porque la raíz de toda obligación real y efectiva es religiosa y no humana. Toda ob-ligatio procede de un re-ligare: la ligazón moral y jurídica es posible porque hay una primera, radical e ineludible ligazón incondicional que nace de nuestra condición creatural respecto del Creador. La ética sin religión es una componenda alejada de la instalación vital en los principios del ser del hombre que acoge e impulsa sus más íntimos deseos de verdad, bien y belleza. Nada pueden decir sobre el perdón auténtico y radical unas normas de ínfima consistencia, basadas en consensos y conveniencias, alejadas tantas veces de las auténticas tendencias y aspiraciones a la trascendencia de todo ser humano.
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