¡Revolución!
Seguro que ya te has tropezado con aquella tía buena creída de sí misma, ese tipo de persona que la manera que tiene de sentirse alguien es intentando excusar frente a sí misma y todo el vecindario su orgullo y mala disposición permanente con que va por el mundo. Y lo hace, como todos los manipuladores, falseando y tergiversando la realidad y tratando de imponerse a todo aquel que se cruza en la vida, para reafirmar su personalidad insegura. ¡Nada, como si toda la calle fuera suya!
Esa enfermedad del placer de sentirse el centro del mundo, atribuyéndose pretenciosamente el carácter patológico acomplejado del ser distinto por ser distinto como bueno, nos lleva a rechazar al que es distinto que yo, a quien debo machacar hasta que me acepte la cosa que yo digo y como yo la digo. “Soy distinta, no difícil”, repite a troche y moche a quien ose encarársele. ¿Hay algo más ridículo? ¡Pues cómo dificulta la convivencia e imposibilita el acuerdo esa calaña! Hay que evitarla y mantenerla a raya.
No me malinterpretes. Se da tanto en ellos como en ellas, jóvenes y mayores, guapos y feos, pero todos acomplejados. Sencillamente, me quejo de una realidad palpable y cada día más sufrida, porque es la enfermedad de hoy, que crece más y más bruscamente entre las nuevas generaciones y rompe más entre las más “maduras”. Pues sí, sufrida para ellos mismos y para todos. ¿Adónde vamos?
Veamos la observación a veces pícara y siempre oportuna y apropiada del Papa Francisco. En una reciente homilía en su misa diaria en Casa Santa Marta, afirmó que “el Señor quiere esa amplitud de la Iglesia, cada uno con su peculiaridad”. Se refería a que cada uno de nosotros tiene sus propios dones, con que el Creador de todos nos ha dotado. Si Dios nos los da, es ciertamente para que los administremos según su voluntad y mandato, para que “negociemos” con ellos tratando de hacerlos fructificar, como nos pide Jesús en la parábola de los talentos (Mt 25,14-30). ¿Con qué fin? “El signo que Dios quiere es este: que creáis en el que Él ha enviado, Jesucristo” (Jn 6,29). Por tanto, ese fin -nuestro fin- es, en definitiva, la Vida eterna.
Así es. “Cada uno con su peculiaridad”, que no con su imposición ni desgobierno. Ser distinto para, trabajando juntos, hacer crecer la planta de la fe en las almas cercanas y lejanas (Cfr. parábola de la semilla: Mc 4,26-29, y parábola del trigo y la cizaña: Mt 13,24-30.36-43). Y eso, en y para y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, construyendo la casa común sobre roca, para que resista los embates de las inclemencias que quieren derruirla (Cfr. parábola de la casa construida sobre roca: Mt 7,24-27). Eso es, para que dé fruto abundante de virtudes regentadas por el amor (Cfr. San Pablo en su Himno al Amor: 1 Cor 13,1-13).
Todos anhelamos un hogar acogedor. Por eso es necesario batir tormentas y montañas para asegurarnos vivir en esa casa común que nos asegure alimento, seguridad y una convivencia pacífica, sembrando, cosechando y descansando al tiempo que alimentando nuestra alma con los frutos de nuestro trabajo y de nuestra vida de fe. Todos ellos son supuestos necesarios e implícitos en toda obra buena, que, si no van unidos, generan discordia y nos encaminan al abismo.
En la actualidad, la vana inconsistencia banal de nuestro comportamiento nos amenaza con derruir nuestra lábil casa de todos, que tiene tres vertientes o esferas implícitas ineludibles: la ecológica ambiental, la social temporal y la espiritual eterna. Ambas pasan por la Iglesia, hogar de Dios en la Tierra. Por ello debemos defenderla. Entre todos, para todos y con todos: por fin unidos. “¡Revolución!”, se oye. -Visto así, ¿no es eso el ir contracorriente?
Seguiremos profundizando.
* * *
Continuamos con nuestra reflexión sobre la enfermedad del ser distinto frente a la peculiaridad querida por el Papa en la Iglesia. Pues, ciertamente, la peculiaridad, ya presente en la Naturaleza, es querida y creada por Dios.
Por eso el Papa continuó destacando y defendiendo la diversidad en la Iglesia tomando el incidente de San Pedro que narraba la primera lectura litúrgica de la misa del día. En ella se narra cómo a los apóstoles en Jerusalén les llegó la noticia de que Pedro había conseguido que muchos paganos en Judea aceptaran la palabra de Dios (Hch 11,1-18).
Los “distinguidos” de siempre, que aguan todas las fiestas, se oponen a aceptar otra cosa que no sea la suya, como cuando le reprochan a Pedro que había entrado en casa de incircuncisos y comido con ellos. “Eso no se podía”, explicó el Papa, “era pecado. La puridad de la Ley no permitía eso”. Pero el cabeza de los Apóstoles, como ahora destaca su sucesor, acudió a ellos “porque era el Espíritu el que lo llevaba allí”.
Ese incidente sufrido por San Pedro nos lo encontramos a menudo en nuestro trasiego cotidiano, y seguiremos encontrándonoslo, si nuestra sociedad sigue abocándonos a creer firmemente en esa pseudocreencia de que estamos en este mundo para gozar y fruir de todo sin concierto ni medida, para lo que debemos imponer siempre nuestra voluntad a fin de conseguirlo. Empiezan por ahí, sean amas de casa o empresarios, creyentes o no creyentes, laicos o cardenales, y acaban pretendiendo hacer un mundo y una Iglesia encorsetados a su medida, porque su orgullo les incapacita para aceptar un mundo distinto de su propia voluntad.
“No quiero”, “No me gusta lo que has hecho”, “Yo soy así”, “Me ofendes”, “La Iglesia es para los hombres y las mujeres de hoy, y por eso debemos cambiarla”. ¿No te suenan estas demandas? Pues ve acostumbrándote, porque la crisis del coronavirus es poco ante el virus del egotismo, que ya está aquí para quedarse. Solo se disipará cuando amanezca en los corazones destrozados tras las guerras intestinas del individualismo acérrimo que sufrimos, y las que aún nos esperan en los recovecos.
No obstante, con la pandemia, ¿hemos aprendido ya que todos tenemos la misma dignidad como hijos de Dios, y que todos somos necesarios? Desde el no nacido al discapacitado o el anciano, desde el taxista a Su Excelencia el Presidente. A ver si los prepotentes bajan de su borrica y reconocen la realidad como es. Si no, lo van a pasar mal, y nosotros peor. Porque el virus ataca, y la moraleja es, para sus contrarios, “o todos o nada”. He ahí la réplica del orgullo humano. Entérate: tras el coronavirus, de vuelta a “la normalidad”, nada. En todo caso, será “otra normalidad”, que de normal no tendrá nada.
Atención, pues, que ni lo uno ni lo otro, porque el “todo o nada” tampoco vale. De hecho, ambas son caras de la misma moneda, y eso es la revolución. Esperemos que sea pacífica, porque todos tenemos parte en ella. Abre los ojos: aquí la tenemos, ¡ya ha llegado! “Cámara, luces, ¡acción!”.
¿Estás preparado?
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Muchos, bienintencionados ellos o papagayos, se empeñan en repetir que el mundo ha cambiado con la pandemia, como si la tormenta hubiera pasado y hubiésemos reconquistado ya el Jardín del Edén. Por el contrario, es más algo así como un deseo amoroso, condescendiente y paternalista, dirigido a ciudadanos de a pie, en realidad hecho de pavor hacia un mundo que se daba por poderoso y ahora ven destrozado por un microbio microscópico, así, ¡plas!, como quien dice en dos días. Querrían, bien seguro, que no fuera a provocarnos un daño psicológico a todos (si no nos lo ha provocado ya). En todo caso, ahora, tras advertir unas leves lucecitas que señalan el cambio (más tenues que suficientes), ya dan por hecho que el cambio está aquí, que llegó la ansiada “nueva normalidad”. ¡Y nada más lejos de la realidad, esa que imaginan!
Desde una óptica totalmente diferente, el Papa Francisco manifiesta prudencia cuando nos plantea que el mundo “está despertando un poco” (homilía de la misa del Día de Oración por la Humanidad). El Papa no esconde ni ignora nada (¡como tantos!) y proclama desde sus inicios como sacerdote, insistentemente y de muy diversas maneras, algo que ese día sintetizó aduciendo que en el mundo tenemos “otras pandemias que hacen morir a las personas y no nos damos cuenta, miramos a otro lado”. Se refiere a “hambres y guerras” y puntos suspensivos, que de haberlos, haylos.
Ciertamente, el virus nos ha dejado noqueados, a algunos como anestesiados ante el general desconcierto. Sin embargo, la mayoría aletargada (como siempre) exuda voces y actitudes que parece que sí, que quieren un cambio, ahora más que nunca. A decir verdad, es un cambio que hace mucho que reclaman unos más fuerte que otros, dejándose llevar impotentes por el clamor de los hechos que ahora, de golpe, nos sorprenden a todos y nos dejan tiesos. Toca reconstruir. Pero, ¿serán capaces, por fin, los poderosos de la Tierra, de ceder el terreno que, hermanados durante siglos y con tesón, han ido acaparando, con falsedad y alevosía, para sí mismos y su programa de dominio?
Sea como fuere, abramos los ojos de una vez, desperecémonos, y veremos el campo con las espigas doradas, a muy poco del tiempo de la siega (Jn 4,35). Pero atención con los nubarrones que, allá por detrás de aquellas matas de siempre perdidas en el horizonte, acechan más que nunca. Ha habido entre nosotros otras circunstancias parecidas de guerras y crisis que han sido provocadas a voluntad en unos casos y por dejadez y oportunismo en otras. ¿Delirio? Más bien confabulación.
Por eso, ahora que todavía no sabemos con certeza si esta pandemia y la crisis que nos viene a consecuencia de ella han sido provocadas hábilmente en el laboratorio central del dominio planetario o en el de sus oponentes, debemos ser cautelosos antes de seguir a las voces de sirena que nos cantan y más nos cantarán, susurrándonos al oído o a gritos: “¡No les sigáis!, ¡son enemigos!”, “¡Seguidme a mí!, ¡soy vuestro amigo!” Eso nos abocaría peligrosamente a ver salvadores donde no hay más que cantamañanas.
Algo hay cierto, y es que estamos ante una nueva etapa que nos retará de lo lindo. De nosotros depende decidir si seguimos cada uno por su lado salvando su pellejo (o creyéndoselo), o si vamos todos juntos, arrimando unos más que otros el hombro, y aplicándonos a conciencia. Una conciencia que o despierta de su letargo o, como aseguró el Papa unos días después en otra de sus homilías diarias en Casa Santa Marta, “muchos tienen muchas cosas, pero falta el Padre”. Y ahí está el secreto, la única salida que hay y que debemos acertar a encauzar, so pena de terminar aplastados: amarrarnos a la Santa Madre Iglesia, el hogar de Dios en la Tierra, su cuerpo místico, establecida por su propia Palabra (Mt 16,18-19; Jn 1,9-14).
Por tanto, las enseñanzas de nuestra Santa Madre Iglesia nos señalan y abren la puerta (angosta) de entrada y de salida. Como nos asegura claro e insistente Jesucristo -nuestro Buen Pastor (Jn 10,11)-, nosotros, sus hermanos y hermanas, seremos las ovejas del rebaño por Él escogido, y podremos entrar y salir del redil y encontraremos pastos (Jn 10,7-10), si aceptamos humildemente nuestra indigencia.
Esto es lo más importante y determina todo nuestro actuar. Si no bajamos la cabeza y no aceptamos cada uno nuestro lugar en casa del Padre con humildad, las fuerzas del Mal nos esperan fuera y también dentro, personificadas en lobos feroces que nos dispersarán definitivamente y nos comerán devorándonos a placer. No obstante, será tan solo un soplo de locura idolátrica hasta que vuelva Jesucristo en su gloria (Mc 8,38 y otros) y separe sus ovejas de las cabras. Llegará sin demora la prometida liberación del pueblo elegido, y la llevará a término teniendo en cuenta a aquellos de nosotros que le hayamos permanecido fieles, y rechazará para siempre al Infierno eterno a sus adversarios (Mt 25,31-46).
Ese es el sendero angosto que lleva a la nueva Humanidad, a la Vida (Mt 7,13-14). “Me voy a prepararos sitio”, pero “volveré”, asegura nuestro Señor (Jn 14,1-4). Sin embargo, mientras nosotros tratamos de hacerle sitio a nuestro Rey, el demonio quiere destruirle su obra, con nosotros a veces haciéndole el juego. He ahí la gran tensión de los Últimos Tiempos (Mt 20,16): construir o destruir. La decisión es nuestra. Y eso es una revolución de revoluciones. La Gran Revolución.
Artículo publicado en Forum Libertas dividido en tres partes: una, dos y tres.
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