Gracias, Broncano y Lalachus, por avivar los corazones de los fieles
Considerando que sólo Dios puede aprovechar un mal para extraer de él un bien, le doy las gracias a Broncano, Lalachus y a toda la disecada cohorte -que no corte- de bufones por instigar a los fieles a amar y defender a Cristo, por despertarles de su letargo, para adherirse en espíritu a los actos de desagravio. Se lo agradezco de corazón, y nunca mejor dicho.
Como explica el sacerdote y eximio teólogo Jacques Philippe en sus libros La paz interior y La libertad interior, Dios permite el mal con el objetivo de que saquemos un bien mayor de la caída. Evidentemente, ni lo provoca, ni lo acepta como algo bueno, ni desea que se produzca, pero deja que suceda con la máxima de que nos demos cuenta de nuestra debilidad, para que depositemos nuestra confianza en Él, en vez de en nosotros mismos. En palabras de San Juan Pablo II, “las caídas te mantienen humilde”.
Es más, Jacques Philippe señala lo siguiente en su opúsculo La paz interior: “En efecto, marcados por el pecado original, tenemos una tendencia tan enraizada a la soberbia, que nos es difícil, incluso inevitable, hacer algún bien sin apropiárnoslo, ¡sin atribuirlo al menos en parte a nuestras aptitudes, a nuestros méritos y a nuestra santidad! Si el Señor no permitiera que de vez en cuando actuemos mal, que cometamos errores, ¡correríamos un peligro enorme! Caeríamos inmediatamente en la vanidad, en el desprecio hacia el prójimo, y nos olvidaríamos de que todo nos viene de Dios gratuitamente”.
De hecho, Adán y Eva, cuando disfrutaban de su perfección humana en el Paraíso, fueron tentados por el demonio a ser como dioses; al no ver tacha de pecado en ellos, les tentó con la soberbia de poder alcanzar un estatus divino, lo que provocó que fuesen expulsados de este límpido e inmaculado Edén.
Por algo, los católicos no le decimos a Dios “endurece nuestra voluntad”, sino “hágase en mí tu voluntad”; y por alguna razón, María pronunció estas palabras: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”; porque la humildad es la única virtud que nos permite confiar y abandonarnos con desembarazo en el Altísimo, gesto que implicar dejar de depositar la esperanza en nuestras propias fuerzas. Ya brotó de los labios de Jesús el consabido “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), para lo que es indispensable la confianza y el abandono en el Señor.
En base a todo esto, empecé a comprender qué quería decir realmente G.K. Chesterton con aquello de que “los ángeles pueden volar, porque se toman a sí mismos a la ligera”; que los pájaros lo hacen debido a que la fragilidad es fuerza; y que los grandes santos han brillado por su levedad, y no por su poder de levitación.
Al hilo de lo expuesto, le doy encarecidamente las gracias a Lalachus, a Broncano y a sus correligionarios por avivar el fuego espiritual de los corazones adormecidos, por hacernos ver las mefistofélicas, grotescas y macabras consecuencias de tener al Señor abandonado, de no empaparnos de su amor lo suficiente; y, sobre todo, de lo terriblemente necesitados que estamos de su auxilio, amparo y protección.
Por algo tuvo que venir Jesucristo al mundo y dejarse crucificar por nosotros; porque, si no tocamos fondo, no somos capaces de apercibirnos de que, sin Él, no podemos hacer nada; porque, si no vemos con claridad el alcance de nuestro pecado, de nuestra miseria, de nuestra debilidad, nos olvidamos de que estamos desesperadamente necesitados de la gracia de Dios.
La sequía espiritual en la que estamos inmersos, al final, será aprovechada por Dios para que tengamos la necesidad de volver la mirada hacia Él. De hecho, el vacío en el que nos encontramos ya ha empezado a ser ocupado por una ola de conversiones y reconversiones. El aluvión de testimonios constata que la nueva evangelización ha comenzado a dar sus frutos, y que es una marea que todavía tiene un largo camino por recorrer. Cada vez, veo a más personas renovadas y entusiasmadas después de haber asistido a un retiro de Effetá o Emaús.
Si los intelectuales anticristianos utilizaron el relativismo para alejar a la sociedad del cristianismo y después ocupar ese vacío con una moral sin alma, ahora está teniendo lugar, en mi opinión, el efecto contrario: el desencanto con los valores imperantes está provocando que las ovejas descarriadas tengan una acuciante necesidad de volver al redil. Justo lo mismo que le sucedió al hijo pródigo de las Sagradas Escrituras: le acabó compensando más retornar a casa de su padre que pulular por el mundo a la deriva y a la desbandada.
Nietzsche y Sartre, por ejemplo, se mostraron partidarios de abrazar la nada, con el objetivo de apear a las gentes de la espiritualidad y moral cristiana, para, una vez vaciadas, ofrecerles una moralidad alternativa con la que ocupar tal vacío. Ahora, muchos, al haberse caído del guindo con la moral descristianizada imperante, se están viendo en la necesidad de ocupar esa silla vacía, para acomodarse en el trono de Dios, el cual es mucho más hermoso y confortable que un sillón de plástico reciclado atornillado por Lalachus y Broncano.
Como colofón, le vuelvo a dar las gracias a sendos personajes por convertir a Cristo y a su Iglesia, otra vez, en los protagonistas de los grandes acontecimientos. Algo que, por cierto, contribuye decisivamente a despejar las dudas de fe que, de vez en cuando, me asaltan, porque me demuestra que buena parte de la humanidad, por muy alejada que se encuentre de Dios, no ha caído en la indiferencia, sino que siente una persistente preocupación e inquietud por aquel credo que aborrece.
Que Cristo siga siendo el protagonista de la historia en el presente, tanto para ser infamado (en los Juegos Olímpicos) como adorado (en Notre Dame), fortalece mi fe hasta límites que no conocen órbita…
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