Elegía por un amigo muy querido: Miguel Conesa
Miguel, servidor humilde de la Viña del Señor, esclavo amante de María Reina de los corazones y Auxilio de los cristianos, con lágrimas en los ojos mientras esto escribo te digo, "entra en el descanso de tu Señor"
por Manuel A. Serra
Presa mi alma aun por la conmoción y el dolor quisiera escribir unas letras acerca del muy querido para mí sacerdote y hermano Miguel Conesa, con quien he tenido el privilegio y el gozo de compartir muchos y muy buenos momentos de mi vida.
Miguel era un sacerdote querido y apreciado por todos. Como toda persona que viene a este mundo tenía una idiosincrasia particular fruto de su fisonomía interior, su ambiente y su entorno espiritual. Pero, amén de las particularidades obvias de cada persona y entorno, quisiera escribir las cosas que yo he visto extraordinarias en él.
Lo primero que me viene en mente como algo destacable de su persona es su magnanimidad. En tantos años que le he conocido y tratado jamás le he visto desanimado, triste, cabizbajo, cabreado. En cuanto era partícipe de una discusión zanjaba rápidamente todo atisbo de enfrentamiento o disputa. Era enemigo frontal de la división y la pelea. No tengo conciencia de vivir con él lo que se conoce como una discusión. Él escuchaba, decía su parecer, y si le contradecían o atacaban, “recogía velas” y dejaba todo en cordialidad. En casos más difíciles invitaba a la oración, al sosiego, a la prudencia. Tampoco le vi en ocasión alguna encender la ira de nadie alimentando malos sentimientos, venganzas, iras, rencores. Para todos estos casos tenía un solo remedio: el perdón, la reconciliación, la oración.
Lo segundo que puedo destacar es su alegría. Sé que le gustaba mucho y resaltaba a menudo la frase de uno de los salmos invitatorios que rezamos en el Oficio divino: “Servid al Señor con alegría”. Señalaba lo que veía importantísimo en la vida cristiana, y eso que señalaba, lo vivía. Hay varias dimensiones de su alegría. Aunque pudiera parecer banal, quiero recordar su risa… Muchos de los que leerán estas descripciones sabrán a qué me estoy refiriendo. Estos días en la oración caía en la cuenta con cierta melancolía de cuánto voy a echar de menos su risa, tan contagiosa y tan saludable. Los que conocen el mundo de la psicología profunda saben que una risa expresa el equilibrio de una persona y su mundo interior. La forma de reír de Miguel era transparente, sin miedos, sin reticencias, sin inquietud. Al mismo tiempo, esta risa agarraba de su mano a la alegría, vista ya desde un punto de vista más hondo. Entonces pasamos de la risa a la sonrisa. ¿Cómo saludaba Miguel a las personas que se encontraba por la calle? No con un simple “hola” aséptico o educado. Su saludo venía incorporado siempre de una SONRISA. ¡Qué signo tan sencillo pero tan PURO para gritar calladamente la presencia de Dios entre nosotros! ¿Por qué lo hacía? Su vida no conocía más que un objetivo: acercar a los hombres a Dios. Su tiempo, su esfuerzo, el sentido de su existir no tenía otra razón que esta. Si se esforzaba en sonreír y ser amable con TODOS (fueran cristianos, alejados o quien fuese) era para acercarles al Rostro bondadoso de Jesús y de María. Se lo inculcaron, pero le salía del alma y del amor a su misión sacerdotal. El grado a que llegó la práctica de estas virtudes doy fe de que puede ser considerado heroico.
Un tercer rasgo de su alma es su humildad. Al ser su sola ambición Cristo y Su Reino, si debía “dar su brazo a torcer” para ceder la razón o quedar él en peor lugar no tenía empacho en hacerlo. Por amor hacia sí mismo no gastaba tiempo ni fuerzas, la dedicación a su persona no tenía lugar. Su persona, su tiempo, sus cualidades sólo tenían como destinatarios a los hombres a los que quería servirles como sacerdote.
Una cuarta característica que le describe bien es su amor al sacerdocio, a los sacerdotes y a los seminaristas. Este celo fue heredado por uno de sus maestros, el sacerdote murciano Don Dámaso Eslava, de quien fue hijo predilecto junto a otros. El día que fue ordenado diácono, cuando me acerqué a darle la enhorabuena, le pregunté: “¿Estás contento?”. A lo que él me respondió, con el rostro deslumbrante de gozo: “¡Cómo no voy a estarlo, si es lo que he deseado toda mi vida!”-. Esto fue al recibir el diaconado, ¡qué pasaría por su alma el día de la Ordenación sacerdotal! Tanto veneraba y admiraba el sacerdocio que me dijo una vez comentando los desgraciados casos de defecciones morales de sacerdotes: “A la Virgen le he pedido muchas veces que antes de cometer algo así que me lleve”. En la infinita sabiduría de Dios también por razones de virtud puede el Señor consentir que un alma limpia salga joven de este mundo.
Dentro del apartado del sacerdocio se podrían añadir más cosas. Una que es justo mencionar es su atención a los sacerdotes. Lo hacía con respeto y prudencia. Hasta donde le dejaban. Pero me consta que sufría y oraba por los sacerdotes sobre todo aquellos que le eran muy queridos. Los atendía como hermanos con una llamada de teléfono, con una visita a casa, con una invitación a la parroquia. Para él sólo excusas para encontrarse y estar con sus ellos. Se dejaba edificar por todo ejemplo de virtud o sapienza que le pudiera acercar más a Dios. Si un sacerdote podía aportarle algo, o al contrario necesitaban de él, no había espera. Tomó al pie de la letra la recomendación de San Juan XXIII: “Si un sacerdote o una religiosa te requieren deja cualquier cosa y atiéndele inmediatamente”. Esto se lo inculcó otro sacerdote que tanto ha hecho en su vida y para su formación, Don Juan Sánchez Díaz, otro modelo sacerdotal con que ha sido bendecida la Diócesis de Cartagena. De éste último ha aprendido a corroborar las enseñanzas de los santos patronos sacerdotales y también a encontrar el equilibrio entre la vida ascética y la mística. De don Juan ha aprendido a poner siempre la disciplina al servicio de la misericordia, y nunca al revés.
La quinta nota que describe a Miguel es su gran caridad pastoral. Tampoco aquí conoció el límite humano. Los niños, los jóvenes, los adultos, los ancianos, pero especialmente los enfermos y los necesitados de cualquier tipo fueron objeto de su más tierna y delicada atención. Quiero aquí subrayar con fuerza una virtud muy sobresaliente en su vida que también ha caracterizado como era: DETALLISTA. Uno de mis hermanos, que le conoce al igual que toda mi familia por mi estrecha relación con él, me decía el día de su muerte que nunca dejó de mandarle un mensaje de felicitación el día de su santo. Lo extraordinario de esto no es la cosa en sí, sino la circunstancia, pues resulta que este hermano mío vive lejos de Murcia y quizá se habrán visto dos veces en un montón de años. Pero no es esto una excepción. Con todas las personas, especialmente con los que pueden considerarse más necesitados de conocer la cercanía y el amor de Cristo, Miguel tenía detalles excepcionales que huelen a la Caridad del Buen Pastor.
Por último, dejándome otras cosas que mis hermanos en el sacerdocio completarán con sus propios testimonios, voy a decir lo que más caracterizaba a Miguel. Después de un amor y un celo extraordinario a Dios en Su Hijo Jesucristo y al sacerdocio con que fue ungido, está María. Por la Virgen creía poder alcanzarlo todo. No había súplica o reto de su vida personal y sacerdotal (en él, una sola cosa) que no pasara por las manos de María. Oírle hablar de María era un espectáculo. La llevaba profundamente dentro de su corazón, se sentía y de hecho vivía como hijo y esclavo de la Madre de Dios. Con María, compartí con él la devoción al Santo Cura de Ars de quien somos ardientes admiradores, junto con otros hermanos, y con su existencia bien puede considerarse fiel imitador de ellos. Igual devoción y emulación vivió con San Juan de Ávila, todo por amor al sacerdocio.
Miguel, servidor humilde de la Viña del Señor, esclavo amante de María Reina de los corazones y Auxilio de los cristianos, con lágrimas en los ojos mientras esto escribo te digo, “entra en el descanso de tu Señor”. Ora, intercede y acompaña desde el Cielo a tus amigos, a tus hijos, a la Iglesia; a tus padres, a tu abuelo y a tu hermano, que tan necesitados están de sentirte que estás con ellos y que seguirás acompañándoles siempre.
Hasta el Cielo, muy querido hermano.
Miguel era un sacerdote querido y apreciado por todos. Como toda persona que viene a este mundo tenía una idiosincrasia particular fruto de su fisonomía interior, su ambiente y su entorno espiritual. Pero, amén de las particularidades obvias de cada persona y entorno, quisiera escribir las cosas que yo he visto extraordinarias en él.
Lo primero que me viene en mente como algo destacable de su persona es su magnanimidad. En tantos años que le he conocido y tratado jamás le he visto desanimado, triste, cabizbajo, cabreado. En cuanto era partícipe de una discusión zanjaba rápidamente todo atisbo de enfrentamiento o disputa. Era enemigo frontal de la división y la pelea. No tengo conciencia de vivir con él lo que se conoce como una discusión. Él escuchaba, decía su parecer, y si le contradecían o atacaban, “recogía velas” y dejaba todo en cordialidad. En casos más difíciles invitaba a la oración, al sosiego, a la prudencia. Tampoco le vi en ocasión alguna encender la ira de nadie alimentando malos sentimientos, venganzas, iras, rencores. Para todos estos casos tenía un solo remedio: el perdón, la reconciliación, la oración.
Lo segundo que puedo destacar es su alegría. Sé que le gustaba mucho y resaltaba a menudo la frase de uno de los salmos invitatorios que rezamos en el Oficio divino: “Servid al Señor con alegría”. Señalaba lo que veía importantísimo en la vida cristiana, y eso que señalaba, lo vivía. Hay varias dimensiones de su alegría. Aunque pudiera parecer banal, quiero recordar su risa… Muchos de los que leerán estas descripciones sabrán a qué me estoy refiriendo. Estos días en la oración caía en la cuenta con cierta melancolía de cuánto voy a echar de menos su risa, tan contagiosa y tan saludable. Los que conocen el mundo de la psicología profunda saben que una risa expresa el equilibrio de una persona y su mundo interior. La forma de reír de Miguel era transparente, sin miedos, sin reticencias, sin inquietud. Al mismo tiempo, esta risa agarraba de su mano a la alegría, vista ya desde un punto de vista más hondo. Entonces pasamos de la risa a la sonrisa. ¿Cómo saludaba Miguel a las personas que se encontraba por la calle? No con un simple “hola” aséptico o educado. Su saludo venía incorporado siempre de una SONRISA. ¡Qué signo tan sencillo pero tan PURO para gritar calladamente la presencia de Dios entre nosotros! ¿Por qué lo hacía? Su vida no conocía más que un objetivo: acercar a los hombres a Dios. Su tiempo, su esfuerzo, el sentido de su existir no tenía otra razón que esta. Si se esforzaba en sonreír y ser amable con TODOS (fueran cristianos, alejados o quien fuese) era para acercarles al Rostro bondadoso de Jesús y de María. Se lo inculcaron, pero le salía del alma y del amor a su misión sacerdotal. El grado a que llegó la práctica de estas virtudes doy fe de que puede ser considerado heroico.
Un tercer rasgo de su alma es su humildad. Al ser su sola ambición Cristo y Su Reino, si debía “dar su brazo a torcer” para ceder la razón o quedar él en peor lugar no tenía empacho en hacerlo. Por amor hacia sí mismo no gastaba tiempo ni fuerzas, la dedicación a su persona no tenía lugar. Su persona, su tiempo, sus cualidades sólo tenían como destinatarios a los hombres a los que quería servirles como sacerdote.
Una cuarta característica que le describe bien es su amor al sacerdocio, a los sacerdotes y a los seminaristas. Este celo fue heredado por uno de sus maestros, el sacerdote murciano Don Dámaso Eslava, de quien fue hijo predilecto junto a otros. El día que fue ordenado diácono, cuando me acerqué a darle la enhorabuena, le pregunté: “¿Estás contento?”. A lo que él me respondió, con el rostro deslumbrante de gozo: “¡Cómo no voy a estarlo, si es lo que he deseado toda mi vida!”-. Esto fue al recibir el diaconado, ¡qué pasaría por su alma el día de la Ordenación sacerdotal! Tanto veneraba y admiraba el sacerdocio que me dijo una vez comentando los desgraciados casos de defecciones morales de sacerdotes: “A la Virgen le he pedido muchas veces que antes de cometer algo así que me lleve”. En la infinita sabiduría de Dios también por razones de virtud puede el Señor consentir que un alma limpia salga joven de este mundo.
Dentro del apartado del sacerdocio se podrían añadir más cosas. Una que es justo mencionar es su atención a los sacerdotes. Lo hacía con respeto y prudencia. Hasta donde le dejaban. Pero me consta que sufría y oraba por los sacerdotes sobre todo aquellos que le eran muy queridos. Los atendía como hermanos con una llamada de teléfono, con una visita a casa, con una invitación a la parroquia. Para él sólo excusas para encontrarse y estar con sus ellos. Se dejaba edificar por todo ejemplo de virtud o sapienza que le pudiera acercar más a Dios. Si un sacerdote podía aportarle algo, o al contrario necesitaban de él, no había espera. Tomó al pie de la letra la recomendación de San Juan XXIII: “Si un sacerdote o una religiosa te requieren deja cualquier cosa y atiéndele inmediatamente”. Esto se lo inculcó otro sacerdote que tanto ha hecho en su vida y para su formación, Don Juan Sánchez Díaz, otro modelo sacerdotal con que ha sido bendecida la Diócesis de Cartagena. De éste último ha aprendido a corroborar las enseñanzas de los santos patronos sacerdotales y también a encontrar el equilibrio entre la vida ascética y la mística. De don Juan ha aprendido a poner siempre la disciplina al servicio de la misericordia, y nunca al revés.
La quinta nota que describe a Miguel es su gran caridad pastoral. Tampoco aquí conoció el límite humano. Los niños, los jóvenes, los adultos, los ancianos, pero especialmente los enfermos y los necesitados de cualquier tipo fueron objeto de su más tierna y delicada atención. Quiero aquí subrayar con fuerza una virtud muy sobresaliente en su vida que también ha caracterizado como era: DETALLISTA. Uno de mis hermanos, que le conoce al igual que toda mi familia por mi estrecha relación con él, me decía el día de su muerte que nunca dejó de mandarle un mensaje de felicitación el día de su santo. Lo extraordinario de esto no es la cosa en sí, sino la circunstancia, pues resulta que este hermano mío vive lejos de Murcia y quizá se habrán visto dos veces en un montón de años. Pero no es esto una excepción. Con todas las personas, especialmente con los que pueden considerarse más necesitados de conocer la cercanía y el amor de Cristo, Miguel tenía detalles excepcionales que huelen a la Caridad del Buen Pastor.
Por último, dejándome otras cosas que mis hermanos en el sacerdocio completarán con sus propios testimonios, voy a decir lo que más caracterizaba a Miguel. Después de un amor y un celo extraordinario a Dios en Su Hijo Jesucristo y al sacerdocio con que fue ungido, está María. Por la Virgen creía poder alcanzarlo todo. No había súplica o reto de su vida personal y sacerdotal (en él, una sola cosa) que no pasara por las manos de María. Oírle hablar de María era un espectáculo. La llevaba profundamente dentro de su corazón, se sentía y de hecho vivía como hijo y esclavo de la Madre de Dios. Con María, compartí con él la devoción al Santo Cura de Ars de quien somos ardientes admiradores, junto con otros hermanos, y con su existencia bien puede considerarse fiel imitador de ellos. Igual devoción y emulación vivió con San Juan de Ávila, todo por amor al sacerdocio.
Miguel, servidor humilde de la Viña del Señor, esclavo amante de María Reina de los corazones y Auxilio de los cristianos, con lágrimas en los ojos mientras esto escribo te digo, “entra en el descanso de tu Señor”. Ora, intercede y acompaña desde el Cielo a tus amigos, a tus hijos, a la Iglesia; a tus padres, a tu abuelo y a tu hermano, que tan necesitados están de sentirte que estás con ellos y que seguirás acompañándoles siempre.
Hasta el Cielo, muy querido hermano.
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