«En la casa de mi Padre»
La roca que sostiene la familia es la relación con Dios de cada uno de sus miembros, encabezada y dirigida por los padres
por Manuel A. Serra
A veces se pregunta uno cuál es el fundamento de una familia, es decir, la roca en donde sujetarse unos y otros, padres, hijos, hermanos. Ante todo una importante clave es darse cuenta de que la familia está constituida sustancialmente por relaciones; y estas relaciones alcanzan a cada uno de sus miembros sin excepción incluyéndose en sus respectivos roles. Las relaciones son: esponsalidad, que es la relación originaria; paternidad y maternidad, un nivel destacado y fundante; filiación y fraternidad, en último lugar. Estas relaciones son solidarias unas de otras, esencialmente inseparables. Tanto es así, que de hecho unas dependen de las otras, en todos los sentidos, positivos y negativos.
¿Hemos dicho ya el fundamento último de la familia? No. La familia no se sustenta a sí misma por sí misma. Aquí está el quid de esta Fiesta sagrada. La familia que prescinde de ese fundamento último va a la deriva, si no en este mundo en el que viene. ¿Cuál es, entonces?
Hemos hablado de sustanciales relaciones como constitutivo básico. Entonces, el fundamento radical y último de la familia no podría ser otra cosa que una relación. ¿Cuál? La relación con Dios. El episodio evangélico nos describe a Jesús diciendo a sus padres que Él tenía que estar en la casa de Su Padre. Esta relación con Su Padre es lo que fundamentó la vida y la misión de Cristo. La propia Sagrada Familia en conjunto estuvo fundamentada en la relación de cada uno de sus miembros en particular, y de todos ellos en conjunto, con Dios.
Vayamos poco a poco aplicando esta verdad. ¿Qué sucede en una familia en la que el padre es ajeno a la relación con Dios? Cuando un padre de familia no está unido a Dios, pueden pasar dos cosas. Pensemos en el caso de un hombre que sin culpa suya o por ignorancia no conoce a Dios y vive ajeno a esta fundamental relación. Incluso en este caso, la familia sin duda se resiente, pues le falta el fundamento, el horizonte, el espíritu, la verdad desde la que tiene que vivir, enseñar y con la cual él debe empujar a todos. Pero el segundo caso, el caso en que el padre no está unido a Dios y se destruye por el pecado, por los vicios o placeres desenfrenados, en ese caso la familia no sólo se resiente del fundamento sino además padece terribles vejaciones y desgracias que, aún sin ellos saberlo, tienen su origen en la defección del padre, alejado de Dios y complaciente con el diablo. Decía el santo Cura de Ars que en una casa donde no había piedad era un continuo milagro que un rayo no la consumiera -entendiendo la falta de piedad como la no culpable y seguida de graves desórdenes por parte de los miembros, se entiende-. Pero es que, además, el padre es el representante de Dios en la casa. Aquí me desmarco de todo igualitarismo insustancial que ve en la igualdad mera la fuente de la justicia. Es una diversidad de roles, de lo que yo intento hablar, no de poderes ni privilegios o cosas por el estilo. El padre es la cabeza de la familia, y su poder sobre la casa es tan abrumador, que en algunos casos sería más deseable que las cosas fueran de otra manera. El poder de equilibrar, de conducir al bien, de proteger la paz y los valores está, radicalmente hablando, en el padre. El padre posee un poder espiritual (bien entendido) sobre todo. La bendición constante de un padre sobre sus hijos es poderosísima. La oración de un padre por un hijo, igual. Es bueno que los padres sepan esto para llamarlos a ejercer con caridad y dilegencia esta gran responsabilidad. De igual manera, pero al contrario, la defección del padre es devastadora en una familia. La maldición de un padre sobre un hijo es casi imposible de liberar.
En esto francamente debo decir que no me baso en testimonios conocidos directamente, pero sí en la experiencia de sacerdotes exorcistas que han comprobado cómo una vejación demoníaca fruto de la maldición de un padre es dificilísima de hacer desaparecer por completo. Los vicios, los pecados, los desórdenes morales -especialmente los sexuales- de un padre son un terremoto, una calamidad, una entrada directa del diablo y de toda clase de males en la familia.
En otro orden de cosas, la atención justa y debida que el padre debe a sus hijos es igualmente benefactora como perniciosa en su polo opuesto. Y bien digo justa, porque también la excesiva es muy negativa. Que un padre acaricie a sus hijos, los bese, los mire a los ojos, les hable, les haga caso, se siente a hablar con ellos para preocuparse por sus necesidades, problemas, dificultades, cómo les va la vida, a lo largo de todas sus etapas, especialmente hasta la madurez o juventud, esto es importantísimo porque condiciona el equilibrio emocional, moral, afectivo y espiritual de sus hijos. Los padres muy ocupados en sus trabajos que no tienen tiempo para estar con sus hijos porque llegan cansados; que no juegan ni hablan con ellos porque no tienen tiempo; que se excusan de esto porque “están ganando el sustento de ellos”, pero que luego sí tienen tiempo para estar delante del televisor porque necesitan descansar; y por supuesto no les faltan tiempo para sus vicios, sus placeres, sus escaramuzas, esos padres están cometiendo un pecado mortal de necesidad, sembrando un mal tan grande que ni siquiera pueden imaginar. Hay a veces casos en los que los padres se atreven a decir a los hijos que toda esa ausencia es para que “vivan mejor”. Esto es una falsedad que incluso en algunos casos esconde otras razones como son la ambición, el tener más, el lujo, el confort y otra clase de bienes que disfrutan todos, sí pero, lo que los hijos desean y necesitan no es lujo, confort y buena vida que sustituya lo que más lujo, placer y bien puede darles que es ellos mismos, sus caricias, su atención, jugar con ellos, que les hablen, que les enseñen la virtud, las cosas de esta vida, que les hablen de Dios.
Esta reflexión, por importante, nos lleva demasiado lejos. Con el padre, la madre ocupa junto con él un rol fundante y básico en la familia. La madre, junto con el padre, son la cabeza y la autoridad, la referencia de los hijos. El calor y el cariño de una madre, su presencia, acompañarlos en sus diversas etapas es absolutamente necesario para la salud integral de ellos. La constante bendición de una madre tiene un poder igualmente poderosísimo. La oración de una madre por sus hijos tiene suficiente fuerza para mover el corazón de nuestro Padre del Cielo. Es célebre en este capítulo la conversión de San Agustín a cargo de las lágrimas y oraciones constantes de Santa Mónica, su madre, y también de su esposo, en el lecho de muerte. Lo que el padre no siembra o descuida o deshace, una buena madre todo lo puede reconvertir. La fuerza moral y espiritual del corazón de una buena madre arrastra y purifica todo tipo de venenos introducidos por el pecado.
Lo que una mujer está llamada a aportar en una familia sólo ella puede aportarlo. Ella tiene una gracia especial que el padre no tiene ni puede suplantar ni sustituir. Su presencia, su virtud estrictamente femenina está llamada a sostener y alimentar con dulzor los cimientos de una casa. Al igual que el padre, la ausencia, el pecado, el vicio, la defección o la maldición de una madre recorre hasta las entrañas más profundas de los hijos dejando heridas que muy difícilmente pueden sosegarse. La droga, el juego, la perversión sexual etc… esos pecados de los que todos nos escandalizamos y lamentamos son en muchísimas ocasiones fruto de los pecados y las negligencias de un padre, una madre o ambos. Igualmente la relación entre hermanos está condicionada por cómo jueguen los padres su papel con todos y con cada uno de ellos; pues cada hijo es un santuario diferente donde Dios habita, y no existen recetas iguales para todos.
A modo de conclusión. Volviendo al argumento principal, la roca que sostiene la familia es la relación con Dios de cada uno de sus miembros, encabezada y dirigida por los padres. Unos padres que no se relacionan con Dios, que no tienen vida cristiana plena, sincera no pueden sostener una familia, y en el mejor de los casos, si ni siquiera en su comportamiento están abiertos al misterio de Dios, les faltará el fundamento y el horizonte del bien último y fundante de todo bien aquí en este mundo.
¿Cómo amarse rechazando o ignorando a Quien es en Sí el Amor mismo? ¿Cómo enseñar el amor rechazando o ignorando a Quien es la escuela del Amor? Dios se ha revelado como misterio de comunión en el Amor, la Santísima Trinidad. Ella es el fundamento de toda familia, el origen y el quid de toda relación en este mundo. Si una familia, sus miembros no se abren al misterio trinitario les faltará la casa que la sustente, la roca que la sostenga, la luz que les ilumine, la fuerza que les anime y aliente en toda lucha. La familia se sostiene en la escucha atenta de la Palabra del Dios que está con nosotros y que junto a nosotros camina. Se sustenta en la relación personal y unida de sus miembros con el Altísimo, el Bondadoso Señor y Salvador que se ha encarnado en Jesucristo. No cambiemos el Niño que hay en el pesebre de Belén por ningún ídolo, vicio o desorden porque ello comportaría la destrucción de la familia.
Que la Sagrada Familia nos sostenga y proteja en el combate espiritual que estamos librando.
¿Hemos dicho ya el fundamento último de la familia? No. La familia no se sustenta a sí misma por sí misma. Aquí está el quid de esta Fiesta sagrada. La familia que prescinde de ese fundamento último va a la deriva, si no en este mundo en el que viene. ¿Cuál es, entonces?
Hemos hablado de sustanciales relaciones como constitutivo básico. Entonces, el fundamento radical y último de la familia no podría ser otra cosa que una relación. ¿Cuál? La relación con Dios. El episodio evangélico nos describe a Jesús diciendo a sus padres que Él tenía que estar en la casa de Su Padre. Esta relación con Su Padre es lo que fundamentó la vida y la misión de Cristo. La propia Sagrada Familia en conjunto estuvo fundamentada en la relación de cada uno de sus miembros en particular, y de todos ellos en conjunto, con Dios.
Vayamos poco a poco aplicando esta verdad. ¿Qué sucede en una familia en la que el padre es ajeno a la relación con Dios? Cuando un padre de familia no está unido a Dios, pueden pasar dos cosas. Pensemos en el caso de un hombre que sin culpa suya o por ignorancia no conoce a Dios y vive ajeno a esta fundamental relación. Incluso en este caso, la familia sin duda se resiente, pues le falta el fundamento, el horizonte, el espíritu, la verdad desde la que tiene que vivir, enseñar y con la cual él debe empujar a todos. Pero el segundo caso, el caso en que el padre no está unido a Dios y se destruye por el pecado, por los vicios o placeres desenfrenados, en ese caso la familia no sólo se resiente del fundamento sino además padece terribles vejaciones y desgracias que, aún sin ellos saberlo, tienen su origen en la defección del padre, alejado de Dios y complaciente con el diablo. Decía el santo Cura de Ars que en una casa donde no había piedad era un continuo milagro que un rayo no la consumiera -entendiendo la falta de piedad como la no culpable y seguida de graves desórdenes por parte de los miembros, se entiende-. Pero es que, además, el padre es el representante de Dios en la casa. Aquí me desmarco de todo igualitarismo insustancial que ve en la igualdad mera la fuente de la justicia. Es una diversidad de roles, de lo que yo intento hablar, no de poderes ni privilegios o cosas por el estilo. El padre es la cabeza de la familia, y su poder sobre la casa es tan abrumador, que en algunos casos sería más deseable que las cosas fueran de otra manera. El poder de equilibrar, de conducir al bien, de proteger la paz y los valores está, radicalmente hablando, en el padre. El padre posee un poder espiritual (bien entendido) sobre todo. La bendición constante de un padre sobre sus hijos es poderosísima. La oración de un padre por un hijo, igual. Es bueno que los padres sepan esto para llamarlos a ejercer con caridad y dilegencia esta gran responsabilidad. De igual manera, pero al contrario, la defección del padre es devastadora en una familia. La maldición de un padre sobre un hijo es casi imposible de liberar.
En esto francamente debo decir que no me baso en testimonios conocidos directamente, pero sí en la experiencia de sacerdotes exorcistas que han comprobado cómo una vejación demoníaca fruto de la maldición de un padre es dificilísima de hacer desaparecer por completo. Los vicios, los pecados, los desórdenes morales -especialmente los sexuales- de un padre son un terremoto, una calamidad, una entrada directa del diablo y de toda clase de males en la familia.
En otro orden de cosas, la atención justa y debida que el padre debe a sus hijos es igualmente benefactora como perniciosa en su polo opuesto. Y bien digo justa, porque también la excesiva es muy negativa. Que un padre acaricie a sus hijos, los bese, los mire a los ojos, les hable, les haga caso, se siente a hablar con ellos para preocuparse por sus necesidades, problemas, dificultades, cómo les va la vida, a lo largo de todas sus etapas, especialmente hasta la madurez o juventud, esto es importantísimo porque condiciona el equilibrio emocional, moral, afectivo y espiritual de sus hijos. Los padres muy ocupados en sus trabajos que no tienen tiempo para estar con sus hijos porque llegan cansados; que no juegan ni hablan con ellos porque no tienen tiempo; que se excusan de esto porque “están ganando el sustento de ellos”, pero que luego sí tienen tiempo para estar delante del televisor porque necesitan descansar; y por supuesto no les faltan tiempo para sus vicios, sus placeres, sus escaramuzas, esos padres están cometiendo un pecado mortal de necesidad, sembrando un mal tan grande que ni siquiera pueden imaginar. Hay a veces casos en los que los padres se atreven a decir a los hijos que toda esa ausencia es para que “vivan mejor”. Esto es una falsedad que incluso en algunos casos esconde otras razones como son la ambición, el tener más, el lujo, el confort y otra clase de bienes que disfrutan todos, sí pero, lo que los hijos desean y necesitan no es lujo, confort y buena vida que sustituya lo que más lujo, placer y bien puede darles que es ellos mismos, sus caricias, su atención, jugar con ellos, que les hablen, que les enseñen la virtud, las cosas de esta vida, que les hablen de Dios.
Esta reflexión, por importante, nos lleva demasiado lejos. Con el padre, la madre ocupa junto con él un rol fundante y básico en la familia. La madre, junto con el padre, son la cabeza y la autoridad, la referencia de los hijos. El calor y el cariño de una madre, su presencia, acompañarlos en sus diversas etapas es absolutamente necesario para la salud integral de ellos. La constante bendición de una madre tiene un poder igualmente poderosísimo. La oración de una madre por sus hijos tiene suficiente fuerza para mover el corazón de nuestro Padre del Cielo. Es célebre en este capítulo la conversión de San Agustín a cargo de las lágrimas y oraciones constantes de Santa Mónica, su madre, y también de su esposo, en el lecho de muerte. Lo que el padre no siembra o descuida o deshace, una buena madre todo lo puede reconvertir. La fuerza moral y espiritual del corazón de una buena madre arrastra y purifica todo tipo de venenos introducidos por el pecado.
Lo que una mujer está llamada a aportar en una familia sólo ella puede aportarlo. Ella tiene una gracia especial que el padre no tiene ni puede suplantar ni sustituir. Su presencia, su virtud estrictamente femenina está llamada a sostener y alimentar con dulzor los cimientos de una casa. Al igual que el padre, la ausencia, el pecado, el vicio, la defección o la maldición de una madre recorre hasta las entrañas más profundas de los hijos dejando heridas que muy difícilmente pueden sosegarse. La droga, el juego, la perversión sexual etc… esos pecados de los que todos nos escandalizamos y lamentamos son en muchísimas ocasiones fruto de los pecados y las negligencias de un padre, una madre o ambos. Igualmente la relación entre hermanos está condicionada por cómo jueguen los padres su papel con todos y con cada uno de ellos; pues cada hijo es un santuario diferente donde Dios habita, y no existen recetas iguales para todos.
A modo de conclusión. Volviendo al argumento principal, la roca que sostiene la familia es la relación con Dios de cada uno de sus miembros, encabezada y dirigida por los padres. Unos padres que no se relacionan con Dios, que no tienen vida cristiana plena, sincera no pueden sostener una familia, y en el mejor de los casos, si ni siquiera en su comportamiento están abiertos al misterio de Dios, les faltará el fundamento y el horizonte del bien último y fundante de todo bien aquí en este mundo.
¿Cómo amarse rechazando o ignorando a Quien es en Sí el Amor mismo? ¿Cómo enseñar el amor rechazando o ignorando a Quien es la escuela del Amor? Dios se ha revelado como misterio de comunión en el Amor, la Santísima Trinidad. Ella es el fundamento de toda familia, el origen y el quid de toda relación en este mundo. Si una familia, sus miembros no se abren al misterio trinitario les faltará la casa que la sustente, la roca que la sostenga, la luz que les ilumine, la fuerza que les anime y aliente en toda lucha. La familia se sostiene en la escucha atenta de la Palabra del Dios que está con nosotros y que junto a nosotros camina. Se sustenta en la relación personal y unida de sus miembros con el Altísimo, el Bondadoso Señor y Salvador que se ha encarnado en Jesucristo. No cambiemos el Niño que hay en el pesebre de Belén por ningún ídolo, vicio o desorden porque ello comportaría la destrucción de la familia.
Que la Sagrada Familia nos sostenga y proteja en el combate espiritual que estamos librando.
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