Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Del pontificado de Pablo VI la gran deserción (y III)


Pablo VI tuvo que ver con amargura que todo ello ocurría delante de sus narices, sin poder hacer nada por evitarlo, traicionado por sus hijos predilectos que previamente habían traicionado a su propio carisma.

por Vicente Alejandro Guillamón

Pablo VI inició su pontificado apoyándose, como antes habían hecho otros muchos papas, en el fidelísimo y aguerrido ejército ignaciano, “brazo armado” de la Iglesia, fuerza de choque y bastión defensivo de la roca petrina frente a los constantes ataque de los enemigos que desde la reforma protestante han sido. El papa Montini prefirió escudarse en esta “caballería ligera del papado”, como la definió el propio capitán de Loyola, antes que en otros institutos eclesiales, con los que mantuvo las distancias, tal fue el caso del Opus Dei. Pero los siempre leales y peleones profesos del cuarto voto, los nuevos monjes-soldados de los tiempos modernos, llegó un tiempo en que buena parte de ellos, no simplemente desertaron en pleno combate, que también los hubo y en gran cantidad, sino que volvieron grupas contra su comandante en jefe, traicionando la fidelidad a la que se debían y uniéndose al adversario. El 5 de octubre de 1964 moría el prepósito general de la compañía, padre Juan Bautista Janssens, belga flamenco, tras un largo y brillante generalato de profundo espíritu ignaciano, que condujo la orden a uno de los períodos más florecientes de su historia. No obstante, bajo este esplendor habían comenzado ya su trabajo de carcoma las termitas. De ese modo, la XXXI Congregación General celebrada el año siguiente para la elección de un nuevo general con su gobierno correspondiente, escogió como “papa negro” al español Pedro Arrupe, provincial del Japón, hombre piadoso pero desorientado, dubitativo y débil, sin dotes de gobierno para dirigir una institución tan compleja y vasta, extendida a lo largo de los cinco continentes. Pero lo peor fue que los padres asambleístas eligieron a un equipo de asistentes, la mayoría de ellos de clara significación izquierdista, dando a este término su justo carácter político, que llevaron a la compañía al desastre. La cúpula de los jesuitas pasó, de mantener una firme actitud anticomunista, como demandaba la guerra fría y el beligerante y opresor ateísmo soviético, a un espíritu de “comprensión” y aún colaboración con el marxismo, ya que dieron en creer que en la confrontación por le hegemonía planetaria, el comunismo terminaría alzándose con el triunfo final, imponiendo su modelo en todo el mundo. Puesto que ello era inevitable, según el determinismo de la lógica o dialéctica marxista, lo inteligente era prepararse para la situación que se avecinaba, iniciando el diálogo con quienes, hasta la víspera, representaban el mal, que ahora ya era el bien. Esa visión claudicante, ciertamente no muy profética como se vio con el tiempo, la contagiaron a las altas esferas de la Roma pontificia, y según la cual, el cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado del Vaticano, se olvidó de repente de la machacada “Iglesia perseguida” en los países del Este, que fue marginada, y se inició un diálogo amistoso con cuantos jerarcas comunistas se ponían a tiro. Hubo más. Aparte de pasarse con armas y bagajes al enemigo, los jesuitas emprendieron un loca carrera de demolición de sus obras apostólicas y sociales. Personalmente presencié estupefacto, como espectador de primera fila, el muerte súbita, hacia finales de los años sesenta, de todos sus centros de apostolado seglar: la enorme sede de las Congregaciones marianas en el viejo caserón de la calle Zorrilla núm. 3 de Madrid (a espaldas del Congreso); el Hogar de Trabajo, sito primero en la calle de Recoletos y luego en la calle de Campanar, cerca de la plaza de Manuel Becerra, donde tenían su asiento las Vanguardias Obreras; el Hogar del Empleado que fundó el padre Morales, en la calle de Cadarso; las Vanguardias Juveniles de las escuelas profesionales de Aranjuez, los “luises obreros” de Navarra y las tres provincias vascongadas, etc. Toda esa gran red de evangelización, paralela o incluso enfrente de la “oficial” de la Jerarquía, a lo que tan aficionados han sido siempre los jesuitas, fue cerrada de la noche a la mañana, pero sus miembros no quedaron en la calle, a la intemperie, sino que debidamente reconducidos por sus consiliarios, al final todos secularizados, recalaron en las posiciones extremas más extremistas, o sea, en el maoísmo, mediante la creación de la ORT (Organización Revolucionaria del Trabajo). Aún recuerdo a mis viejos amigos del Hogar del Trabajo, colegas de intrigas sindicales, entrar o salir de la modestísima y semi-oculta embajada inicial de la República Popular China en Madrid, sita en la calle Trafalgar. En resumen, desde un anticomunismo un tanto visceral, ciertos jesuitas españoles, con su infantería, emigraron hacia el comunismo más extremoso. La lección de este desastre es evidente (sin contar los muchos y tristísimos dramas personales y familiares que sufrieron los desertores): cuando la Iglesia o sus instituciones se mundanizan o politizan, pierden su identidad, se desnaturalizan y, finalmente, se descomponen, porque si malo es que los seglares se clericalicen, aún mucho peor es que los clérigos se secularicen, cuelguen o no los hábitos. Pablo VI tuvo que ver con amargura que todo ello ocurría delante de sus narices, sin poder hacer nada por evitarlo, traicionado por sus hijos predilectos que previamente habían traicionado a su propio carisma. Una muy dolorosa pero extraordinaria lección histórica, que algunos de los “nuestros” se empeñan en repetir, cambiando marxismo por laicismo radical, tan nefasto para la fe como el anterior. Vicente Alejandro Guillamón Del pontificado de Pablo VI y la gran deserción (I) Del pontificado de Pablo VI y la gran deserción (II)
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