S. S. León XIII
LA PRÁCTICA DE LA HUMILDAD ( I )
Es una verdad incontrovertible que no habrá misericordia para los soberbios, que para ellos permanecerán cerradas las puertas de los cielos, y que el Señor sólo las abrirá a los humildes.
Para convencerse, basta abrir las Sagradas Escrituras, que continuamente nos enseñan que Dios resiste a los orgullosos, que humilla a los que se ensalzan, que hay que hacerse semejantes a los niños para entrar en su gloria, que quien a ellos no se asemeje será excluido, y, por último, que Dios sólo otorga su gracia a los humildes.
Nunca estaremos bastante convencidos de lo importante que es para los cristianos, y especialmente para los que han emprendido la carrera eclesiástica, el esforzarse en practicar la humildad y el arrojar del espíritu toda presunción, toda vanidad, todo orgullo. No hay que ahorrar esfuerzo ni fatiga para salir airosos en una empresa tan santa; y como es cosa que no se puede lograr sin la gracia de Dios, hay que pedirlo insistentemente, sin cansarse nunca.
Todo cristiano ha contraído en el bautismo la obligación de seguir las huellas de Jesucristo, que es el modelo al que debemos conformar nuestra vida. Ahora bien, este divino Salvador ha vivido la humildad hasta el extremo de hacerse el oprobio de la tierra, para abajar lo más elevado y curar la llaga de nuestro orgullo, enseñándonos con su ejemplo el único camino que lleva al cielo. Esta es, para hablar con propiedad, la lección más importante del Salvador: Discite a me.
Tú, pues, oh discípulo de este divino Maestro, si quieres adquirir esta perla preciosa, que es la prenda más segura de santidad y la señal más cierta de predestinación, recibe dócilmente los avisos que te voy a dar y ponlos fielmente en práctica.
I
Abre los ojos de tu alma, y considera que no tienes nada tuyo de que gloriarte. Tuyo sólo tienes el pecado, la debilidad y la miseria; y, en cuanto a los dones de naturaleza y de gracia que hay en tí, solamente a Dios, de quien los has recibido como principio de tu ser, pertenece la gloria.
II
Concibe un profundo sentimiento de tu nada y hazlo crecer continuamente en tu corazón a despecho del orgullo que te domina. Persuádete en lo más íntimo de ti mismo que no hay en el mundo cosa más vana y ridícula que querer ser estimado por dotes que has recibido en préstamo de la gratuita liberalidad del Creador; puesto que, como dice el Apóstol, si las has recibido, ¿Por qué te glorías como si no las hubieses recibido?
III
Piensa a menudo en tu debilidad, en tu ceguera, en tu bajeza, en tu dureza de corazón, en tu sensualidad, en la insensibilidad por Dios, en tu apego a las criaturas y en tantas otras inclinaciones viciosas que nacen en tu naturaleza corrompida; y que esto te lleve a abismarte de continuo en tu nada y a ser muy pequeño y muy bajo a tus ojos
IV
Imprime en tu espíritu el recuerdo de los pecados de tu vida pasada; persuádete de que el pecado de soberbia es un mal tan abominable, que cualquier otro en la tierra y en el infierno es muy pequeño en comparación con él; este pecado fue el que hizo prevaricar a los ángeles en el cielo y los precipitó a los abismos; el que corrompió a todo el género humano y desencadenó sobre la tierra la multitud infinita de males que durarán lo que dure el mundo, lo que dure la eternidad. Por otra parte, un alma cargada de pecados es sólo digna de odio, de desprecio, de tormento; mira, pues, qué estima puedes tener de tí mismo, después de tantos pecados de que te has hecho culpable.
V
Considera, además, que no hay delito. por enorme y detestable que sea, al que no se incline tu malvada naturaleza y del que no puedas hacerte reo; y que sólo por la misericordia de Dios y por el auxilio de su gracia te has librado hasta el presente de cometerlo (según aquella sentencia de San Agustín, que no hay pecado en el mundo que el hombre no pueda cometer si la mano que hizo al hombre dejara de sostenerlo) Lamenta interiormente un estado tan deplorable y resuelve firmemente reputarte entre los más indignos pecadores.
VI
Piensa a menudo que más pronto o más tarde has de morir, y que tu cuerpo se pudrirá en la sepultura; ten siempre ante los ojos el tribunal inexorable de Jesucristo, ante el cual todos necesariamente hemos de comparecer; medita en los eternos dolores que esperan a los malos en el infierno, y especialmente a los imitadores de Satanás, que son los soberbios. Considera seriamente que el velo impenetrable que esconde al ojo mortal los juicios divinos te impide saber si serás o no del número de los réprobos, que en compañía de los demonios serán arrojados eternamente a aquel lugar de tormentos para ser víctima eterna de un fuego encendido por el soplo de la ira divina. Esta incertidumbre te servirá para mantenerte en una extrema humildad y para inspirarte un saludable temor.
VII
No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio a ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti mismo el reino del amor propio, ese terreno abominable donde germinan todos los vicios y donde se alinean y crecen a placer tu orgullo y presunción.
VIII
Mientras te sea posible, mantente en silencio y recogimiento; mas que esto no sea con perjuicio del prójimo, y cuando tengas que hablar hazlo con contención, con modestia y con sencillez. Y si sucediera que no te escuchan, por desprecio o por otra causa, no des muestras de disgusto; acepta esta humillación y súfrela con resignación y con ánimo tranquilo.
IX
Evita con todo cuidado las palabras altaneras, orgullosas o que indiquen pretensiones de superioridad; evita también las frases estudiadas y las palabras irónicas; calla todo lo que pueda darte fama de persona graciosa y digna de estimación. En una palabra, no hables nunca sin justo motivo de ti mismo y evita todo aquello que pueda cosecharte honras y alabanzas.
X
En las conversaciones no te mofes ni zahieras a los demás con palabras y sarcasmos; huye de todo lo que huela a espíritu del mundo. De las cosas espirituales no hables como un maestro que da lecciones, a no ser que tu cargo o la caridad te lo impongan; conténtate con preguntar a persona avisada que pueda aconsejarte; porque el querer dárselas de maestro sin necesidad es echar leña al fuego de nuestra alma, que se consume ya en humo de soberbia.