Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Los Padres del desierto ( III )

ReL

De la humildad

1 El abad Antonio escrutaba la profundidad de los juicios de Dios, y preguntó: «Señor, ¿por qué algunos mueren después de una vida corta, mientras otros alcanzan una prolongada ancianidad? ¿Por qué unos carecen de todo y otros nadan en la abundancia? ¿Por qué los malos viven en la opulencia y los justos padecen extrema pobreza?». Y vino una voz que le dijo: «Antonio, ocúpate de ti mismo. Así son los juicios de Dios y no te conviene conocerlos».

* Decía el abad Antonio: «He visto tendidos sobre la tierra todos los lazos del enemigo, y gimiendo he dicho: "¿Quién podrá escapar de todos ellos?". Y oí una voz que respondía: "La humildad"».

* Un día vinieron unos ancianos a ver al abad Antonio. Entre ellos se encontraba el abad José. El abad Antonio quiso ponerles a prueba y les presentó un pasaje de la Escritura. Y empezando por los más jóvenes les preguntaba por el sentido del mismo. Cada uno contestaba lo que podía, pero él les decía: «No, no lo has encontrado todavía». En último lugar se dirigió al abad José y le preguntó: «¿Qué crees tú que significan esas palabras?». El respondió: «No lo sé». Y el abad Antonio le dijo: «Tan sólo el abad José ha encontrado el camino al responder que no lo sabía».

* Uno vio que un día el abad Arsenio consultaba sobre sus propios pensamientos a un anciano de Egipto y le dijo: «¿Cómo tú, abad Arsenio, que tienes una cultura y una erudición tan elevada en textos latinos y griegos, vienes a consultar a este rústico?». Y él respondió: «Aprendí cultura latina y griega para el mundo, pero todavía no he podido aprender el alfabeto de este rústico».

* Contó el abad Daniel que había en Babilonia un hombre principal cuya hija estaba poseída del demonio. El padre tenía en gran estima a cierto monje, y éste le dijo: «Nadie puede curar a tu hija, fuera de unos anacoretas que yo conozco. Pero si vas donde ellos no accederán a hacerlo por humildad. Vamos a hacer esto: cuando vengan a vender las cosas que fabrican, diles que quieres comprar alguna cosa, y cuando entren en tu casa para recibir el dinero, les diremos que hagan oración, y creo que así se salvará tu hija». Salieron a la plaza, pero sólo encontraron a un discípulo de los ancianos, que estaba vendiendo cestos. Lo llevaron con ellos a casa, como si fuesen a fijar el precio de las cestas, pero en cuanto entró en la casa, vino la joven posesa y dio una bofetada al monje. Este se volvió y le puso la otra mejilla, de acuerdo con el precepto divino, y entonces el demonio, desarmado, empezó a gritar: «¡Oh violencia!, los mandamientos de Jesucristo me expulsan de aquí». Y al punto quedó curada la joven. Cuando llegaron los ancianos les contaron lo sucedido y dieron gloria a Dios, diciendo: «La soberbia del demonio se viene abajo habitualmente ante la humildad de los mandatos de Cristo Jesús».

* Decía el abad Evagrio: «El comienzo de la salvación es condenarse a si mismo».

*  El abad Serapión decía: «He padecido muchos más trabajos corporales que mi hijo Zacarías, y no he llegado tan alto como él en la humildad ni en el silencio».

*  El abad Moisés dijo al hermano Zacarías: «¿Dime qué debo hacer». Al oírle, se echó a sus pies y le dijo: «Padre, ¿tú me lo preguntas a mí?». El anciano la contestó: «Créeme, Zacarías, hijo mío, he visto que descendía sobre ti el Espíritu Santo y esto es lo que me impulsa a preguntarte». Entonces, Zacarías se quitó el capuchón, lo puso bajo sus pies y mientras lo pisaba decía: «Si el hombre no es pisoteado de esta manera, no puede ser monje».

*  Contaba el abad Pastor que el abad Moisés preguntó al hermano Zacarías, cuando éste estaba a punto de morir: «¿Qué ves?». Y él contestó: «Veo que no hay nada mejor que callar, Padre». Y le respondió el abad: «Es verdad, hijo mío, guarda silencio». A la hora de su muerte, el abad Isidoro que estaba junto a él mirando al cielo, dijo: «Alégrate, hijo mío Zacarías, porque se han abierto para ti las puertas del Reino de los cielos».

* El obispo de Alejandría, Teófilo, de santa memoria, vino en cierta ocasión al monte Nitria, y el abad del monte vino a su encuentro. El obispo le preguntó: «¿Qué ventaja has encontrado en esta forma de vida, Padre?». Y el anciano respondió: «Acusarme y reprenderme a mí mismo sin cesar». «No hay otro camino más seguro», le dijo el obispo.

*  Dijo el abad Juan, el Enano: «La puerta de Dios es la humildad. Nuestros Padres tuvieron que sufrir muchas humillaciones y entraron alegres en la ciudad de Dios». Y añadió: «La humildad y el temor de Dios superan a todas las virtudes».

*  El abad Juan de Tebas decía: «Ante todo, el monje debe ser humilde, porque este es el primer mandato del Salvador, cuando dice: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». (Mt 5,3).  

*  Un día, el abad Macario volvía del pantano a su celda llevando palmas. Y salió a su encuentro el diablo con una guadaña. Intentó herirlo con la guadaña pero no pudo. Y entonces le dijo: «Macario, sufro mucho por tu causa, porque no te puedo vencer. Hago todo lo que tú haces: tú ayunas y yo no como, tú velas y yo no duermo nunca. Sólo hay una cosa en la que tú me superas». «¿Cuál es?», le preguntó el abad Macario. Y el demonio le respondió: «Tu humildad, que me impide el que pueda vencerte».

*  Decía el abad Matoés: «Cuanto más se acerca el hombre a Dios, más pecador se ve. Por eso, Isaías, al ver a Yahvé decía: "¡Ay de mí que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!"». (Is 6,5).

*  Cuando hicieron clérigo al abad Moisés y le pusieron el alba, el arzobispo le dijo: «Ahora has quedado totalmente blanco, abad Moisés». Pero este le respondió: «Externamente sí, señor obispo, pero ¿por dentro?». El obispo quiso ponerle a prueba, y dijo a los clérigos: «Cuando el abad Moisés se adelante hacia el altar, arrojadle fuera y seguidle, para que oigáis lo que dice». Lo echaron fuera diciéndole: «¡Vete de aquí, etíope!». Y él salió diciendo: «Te está bien empleado, negro asqueroso. Si no eres hombre, ¿por qué te has atrevido a aparecer entre los hombres?».

* El abad Pastor oyó, en una asamblea, hablar del abad Nisterós. Quiso verle y pidió al superior de Nisterós que se lo enviara. El superior no quiso que fuera solo y no le dijo nada. Pocos días después el ecónomo del monasterio pidió al abad permiso para ir a ver al abad Pastor y abrirle su alma. El abad le dio permiso y le dijo: «Lleva contigo a ese hermano, pues le ha mandado llamar el anciano y por no enviarlo solo he retrasado hasta hoy el enviárselo. Llegó el ecónomo al abad Pastor, le habló de sus cosas y quedó muy consolado con sus respuestas. Luego el anciano preguntó al hermano: «Abad Nisterós, ¿cómo has llegado a esa tan alta virtud que callas y no te entristeces cuando la tribulación castiga al monasterio?». Después de muchos ruegos del anciano, el hermano le dijo: «Perdóname, Padre, pero cuando entré en el monasterio me dije: "¡Tú y el burro una sola cosa! Se le golpea y no habla, se le injuria y no responde. Haz tú lo mismo". Es lo que se lee en el Salmo: "Una bestia era ante ti, pero a mi, sin cesar, junto a ti, de la mano derecha me has tomado"». (Sal 72, 22- 23).

*  El abad Olimpo de Scitia era esclavo, y todos los años bajaba a Alejandría para llevar a sus dueños lo que había ganado. Estos salían a su encuentro para saludarle, pero el anciano echaba agua en una jofaina y se disponía a lavarles los pies. «Por favor, Padre, ¡no nos hagas sufrir!», le decían. Pero él respondía: «Yo confieso que soy vuestro esclavo y os doy gracias porque me dejasteis libre para servir a Dios. A cambio yo os lavo los pies y recibís el fruto de mi trabajo». Los otros insistían, y como no quería ceder, les dijo: «Si no queréis recibir lo que he ganado, me quedo aquí como esclavo vuestro». Entonces sus dueños, por la gran reverencia que le tenían, le dejaban hacer lo que quería y al volver le llevaban con honor y le daban lo que necesitaba para que pudiese, en su nombre, hacer limosnas y celebrar el ágape. Todo esto le hizo célebre en Scitia.

*  Dijo el abad Pastor: «El hombre, lo mismo que aspira y expele el aliento, debe respirar continuamente la humildad y el temor de Dios».

* Preguntó un hermano al abad Pastor: «¿Cómo debo portarme en el lugar donde habito?». Y el anciano le respondió: «Ten la prudencia de un recién llegado y donde quiera que fueres no intentes imponer tu punto de vista. Así vivirás en paz».

*  Volvió a preguntarle el hermano: «¿Por qué Satanás perseguía así a los Padres antiguos?». Y le dijo el abad Sisoés: «Hoy a nosotros nos persigue más que a ellos, porque su tiempo se acerca, y está asustado».

* Vinieron unos al encuentro del abad Sisoés para escuchar de él una palabra, pero él decía tan sólo: «¡Perdonadme!». Al ver las cestas del anciano, preguntaron a su discípulo Abraham: «¿Qué hacéis con estas cestas?». Y les respondió: «Las vendemos de vez en cuando». Al oírlo, el anciano añadió: «Y también Sisoés come de vez en cuando». Al oírle quedaron muy edificados por su humildad y se fueron llenos de alegría.

*  Un hermano preguntó al abad Sisoés: «Me examino y compruebo que mi pensamiento tiende hacia Dios». Y le dijo el anciano: «No es una gran cosa que tu alma esté con Dios. Lo grande es que te consideres a ti mismo como inferior a toda criatura. Esto y la penitencia corporal endereza y conduce al camino de la humildad».

*   Sinclética, de santa memoria, dijo: «Es tan imposible salvarse sin humildad como construir un barco sin clavos».

*  El abad Hiperequios dijo: «El árbol de la vida está arriba y a él sube la humildad del monje».  Dijo también: «Imita al publicano para no ser condenado con el fariseo. Imita la mansedumbre de Moisés, para que conviertas la roca de tu corazón en fuente de aguas vivas».

*  Un anciano que vivía como ermitaño en el desierto, pensaba que practicaba perfectamente todas las virtudes. Y dijo a Dios en su oración: «Señor, muéstrame en qué consiste la perfección del alma para que la practique». Dios quiso humillarle y le respondió: «Vete a tal archimandrita y haz todo lo que te diga». Antes de que el anciano llegara, Dios se manifestó al archimandrita y le dijo: «Va a venir a verte un anacoreta. Dile que coja un látigo y vaya a cuidar los cerdos». Llegó el eremita, llamó a la puerta, entró en la habitación del archimandrita, y después de saludarse se sentaron. Y el eremita le dijo: «Dime lo que debo hacer para salvarme». Y le contestó el otro: «¿Harás todo lo que te diga?». Y respondió el anciano: «Sí». «Pues bien, toma un látigo y vete a cuidar mis cerdos». Los que le conocían o habían oído hablar de él, al verle cuidar cerdos, decían: «¿Habéis visto a ese santo eremita del que tanto habíamos oído hablar? Se ha chiflado y está poseído del demonio: cuida puercos». Pero Dios vio su humildad, y que llevaba con paciencia los oprobios, de los hombres y le mandó que volviera a su puesto en el desierto.

*  Un hombre poseído del demonio, que echaba espuma por la boca, abofeteó en el rostro a un monje anciano. Este le presentó al punto la otra mejilla. Pero el demonio, no pudiendo soportar la quemadura de su humildad, salió inmediatamente del poseso.

*  Dijo un anciano: «Cuando te venga un pensamiento de orgullo o de vanidad, examina tu conciencia para ver si guardas todos los mandamientos de Dios: si amas a tus enemigos, si te alegras de los éxitos de tal adversario y te entristeces de sus fracasos y si te consideras un siervo inútil y peor que el último de los pecadores. Si sientes de este modo de ti, y crees que cumples todo esto, no te creas algo, pues un pensamiento de esta clase destruiría todo lo demás».  

*  Un anciano decía: «No critiques a tu hermano en el fondo de tu corazón, pensando que eres más sobrio, más austero y más inteligente que él. Al contrario, sé dócil a la gracia de Dios en espíritu de pobreza y de verdadera caridad, no sea que exaltado por el espíritu de orgullo pierdas el fruto de tu trabajo. Procura estar sazonado con la sal espiritual de Cristo». (Cf. Col 4,6).

*  Dijo un anciano: «El que es honrado y alabado por encima de sus merecimientos, sufre un gran daño. El que nunca fuere honrado por los hombres, será glorificado allá arriba».

*  Un hermano preguntó a un anciano: «¿Por qué nos atacan tanto los demonios?». El anciano le respondió: «Porque abandonamos nuestras armas, que son los ultrajes, la humildad, la pobreza y la paciencia».

* Un hermano preguntó a un anciano: «Padre, si un hermano me trae pensamientos mundanos, ¿debo decirle que no me los traiga?». Y el anciano respondió: «No». Y el hermano le preguntó: «¿Por qué?». «No podemos conseguirlo nosotros mismos, respondió el anciano, ¿y se lo vamos a urgir al prójimo? No hagas aquello que tú mismo harás después». E insistió el hermano: «¿Qué debo, pues, hacer?». Y contestó el anciano: «Si nos decidimos nosotros mismos a guardar silencio, esto bastará para el prójimo».

*  Preguntaron a un anciano: «¿Qué es la humildad?». Y respondió: «Perdonar al hermano que ha pecado contra ti antes de que te pida perdón».

*  Dijo un anciano: «En todo lo desagradable que te suceda no culpes a nadie, sino sólo a ti, diciendo: "Esto me ha sucedido a causa de mis pecados"».

 *  Un anciano decía: «Nunca he sobrepasado mi rango para subir más alto. Ni me he turbado cuando me han humillado. Mi único pensamiento era rogar al Señor que me despojase del hombre viejo».

*  Un hermano preguntó a un anciano: «¿Qué es la humildad?». El anciano respondió: «Hacer bien a los que te hacen mal». «Y si no alcanzo esas alturas, ¿qué debo haber?», insistió el hermano. Y contestó el anciano: «¡Huye y escoge el silencio!».

*  Un hermano preguntó a un anciano: «¿Cuál es el trabajo propio del peregrino?». El anciano respondió: «Conozco a un hermano peregrino, que se encontraba en la iglesia en el momento del ágape. Se sentó a la mesa para comer con los hermanos. Pero uno de ellos le dijo: "¿Quién ha invitado a este hermano? Levántate y vete fuera". Y el hermano se fue. Los demás, apenados por su expulsión salieron a buscarle. Y uno de ellos le preguntó: "¿Qué has sentido en tu corazón al ser expulsado y llamado de nuevo?". Y respondió: "Pensé dentro de mí que era como un perro. Se va cuando le echan y entra cuando le llaman».

*  Unos fueron a la Tebaida para visitar a un anciano. Llevaban consigo a un hombre atormentado por el demonio para que el anciano le curase. El anciano, después de que se lo pidieron con mucha insistencia, dijo al demonio: «Sal de esa criatura de Dios». Y el demonio respondió: «Salgo, pero te hago esta pregunta: "Dime ¿quiénes son los cabritos y quiénes los corderos?"». Y el anciano le contestó: «Los cabritos son los que son como yo. Quienes sean los corderos, eso Dios lo sabe». Al oírle el demonio, vociferó: «Salgo por esta humildad tuya». Y desapareció al instante.

*  Un monje de Egipto vivía en un suburbio de la ciudad de Constantinopla. Un día, el emperador Teodosio, el Joven, pasó por allá, dejó a todos los de su comitiva, y fue, él solo, a la celda del anciano. Llamó a la puerta, le abrió el anciano y se dio cuenta de que era el emperador. Pero lo recibió como si se tratara de uno de sus oficiales. Entraron, hicieron oración y se sentaron. El emperador preguntó al monje: «¿Qué tal los Padres de Egipto?». Y le respondió el anciano: «Todos piden por tu salvación». El emperador miró a su alrededor para ver lo que había en la celda y no encontró más que una pequeña cesta que contenía un poco de pan y una jarra con agua. El monje le dijo: «Come un poco». Mojó los panes, le dio aceite y sal, y comió. Le dio también agua para beber. El emperador le dijo entonces: «¿Sabes quién soy yo?». Y el monje le contestó: «Dios sabe quien eres». Y le dijo Teodosio: «Yo soy el emperador Teodosio». El monje se postró y le saludó humildemente. Y el emperador prosiguió: «Dichosos vosotros que lleváis una vida segura sin los cuidados de este mundo. Te digo, de veras, que aunque he nacido bajo la púrpura imperial, nunca he saboreado tan a gusto el pan y el agua como hoy. He comido bastante y con buen apetito». A partir de este día, el emperador empezó a visitarle, pero el anciano se escapó y volvió a Egipto».

*  Los ancianos decían: «Cuando somos tentados, humillémonos más aún. Pues entonces Dios nos protege al ver nuestra debilidad. Pero si nos gloriamos, nos retira su protección y perecemos».

*  El diablo, transformado en ángel de luz, se apareció a un hermano, y le dijo: «Soy el ángel Gabriel y he sido enviado a ti». Pero el hermano le contestó: «Mira no sea que te hayan enviado a otro, porque yo no soy digno de que me envíen un ángel». Y el demonio desapareció al punto.

*  Decían los ancianos: «Aunque se te aparezca de verdad un ángel, no le acojas fácilmente, sino humíllate, diciendo: "No soy digno de ver un ángel yo que vivo en el pecado"».

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