San Gregorio Magno (I)
Cómo ha de amonestarse a los sufridos y a los impacientes
De diversa manera hay que amonestar a los impacientes que a los sufridos. Persuádanse los impacientes de que, si no se esfuerzan en refrenar su carácter, éste los arrastrará a los abismos de iniquidad a que no quisieran, pues la pasión empuja a la voluntad a donde no la llevarían sus deseos y cuando obra por arrebatos y casi sin darse cuenta, luego tiene de qué arrepentirse cuando vuelve en sí. Sepan ellos también que cuando hacen algo arrebatados, y como fuera de sí a impulsos de la pasión, apenas si llegan a recordarlo después que el mal está cometido.
Adviertan además que, si no ponen un freno a sus pasiones, llegarán a desbaratar las mismas buenas obras que habían realizado quizás a costa de prolijos afanes. Hasta la misma caridad, que es como la madre y guardiana de todas las demás virtudes, se desvanece por el defecto de la impaciencia; pues escrito está: La caridad es paciente (1 Co 13, 4); luego donde no hay paciencia no puede haber caridad. Hasta la misma noción o idea de las virtudes se pierde por la falta de paciencia. Pues, como dice la Escritura: La doctrina del hombre se conoce por la paciencia (Pr 19, 11). Cuanto uno menos sufrido se muestra, menos sabio manifiesta ser: mal podrá dedicarse de corazón a enseñar el bien quien no sabe sobrellevar con dignidad los inevitables males de la vida.
Y no es raro que el defecto de impaciencia llegue a afear el alma con el pecado de soberbia, pues sucede que quien no sabe soportar los desprecios de este mundo se esfuerza por hacer gala de sus buenas prendas ocultas, llegando así a caer en el orgullo por el camino de la impaciencia, al gloriarse en la exhibición de sí mismo, por no saber resistir al menosprecio. Escrito está: Mejor es el hombre sufrido que el arrogante (Eccl 7, 9); pues el hombre paciente prefiere sufrir cualquier desprecio antes que sacar a lucir con arrogancia sus propias virtudes ocultas; mientras, por el contrario, el arrogante, antes de padecer ningún desaire, por pequeño que sea, es capaz de jactarse de sus cualidades, no sólo verdaderas sino también supuestas.
Cuando se pierde la virtud de la paciencia se malogran también todas las buenas obras hechas antes. Manda el ángel a Ezequiel (Ez 43, 13) que se cave un foso al pie del altar del Señor para guardar en él los restos de los holocaustos que se ofrecían sobre el altar, pues al no haber un foso al pie del altar, cuando soplara el viento desparramaría los restos del sacrificio que hubiera sobre él. Ahora bien, ¿qué hemos de entender por el altar del Señor sino el alma del varón justo, sobre la cual se ofrecen a los ojos de Dios las buenas obras como otros tantos sacrificios? ¿Qué se entiende por el foso al pie del altar sino la paciencia de los justos que, haciendo humilde al alma para sobrellevar las adversidades, la tiene en sitio bajo como el foso del altar? Es necesario ahondar el foso al pie del altar para que el viento no esparza los restos del sacrificio que quedan sobre él; o lo que es lo mismo: guarden los cristianos la paciencia en el fondo de su alma, no sea que, azotada ésta por el vendaval de la impaciencia, pierda los méritos que tenía acumulados.
Ordena además el ángel que el foso tenga la capacidad cabal de un codo, para significar que si no se deja de mano la paciencia se guarda fácilmente la medida de la unidad. Y así dice San Pablo: Compartid las cargas unos de otros, y con eso cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2). Pues bien, la ley de Cristo consiste en la caridad dentro de la unión, y esto sólo lo consiguen los que no traspasan los límites por mucho que los exasperen.
Recuerden los impacientes lo que está escrito: Mejor es el varón sufrido que el valiente; y quien domina sus pasiones, que un conquistador de ciudades (Pr 16, 32). La conquista de ciudades en que se vencen enemigos exteriores es poca cosa en comparación de la victoria obtenida por la paciencia; pues la voluntad se vence a sí misma, y se domina y subyuga a sí mismo el ánimo siempre que la paciencia consigue refrenarlo dentro de sí.
Sepan los impacientes lo que la Eterna Verdad promete a los elegidos: Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 19). Estamos formados de tan admirable manera que la voluntad enseñorea el alma, y el alma, al cuerpo; pero el cuerpo se niega a admitir el señorío del alma, si a su vez el alma no admite la supremacía de la razón. Y cuando el Señor nos enseña que con la paciencia nos salvaremos, nos da a entender claramente que la paciencia es la salvaguardia de nuestra naturaleza humana. Nos persuadiremos del mal que es la impaciencia cuando reparemos en lo que por ella perdemos: el dominio de nosotros mismos.
Recuérdese además lo dicho por boca de Salomón: El insensato habla luego cuanto en su pecho tiene; pero el sabio no se apresura, sino que reserva algo para en adelante (Pr 29,12). Obrando a impulsos de la iracundia, toda el alma en cierto modo se lanza fuera de sí, y esto lo ejecuta el arrebato con tanta mayor violencia cuanto menos existe en el interior un freno que la retenga.
Por el contrario, el hombre sensato da treguas a la ira y se reserva para después. Si alguien le ofende, no intenta tomar inmediata venganza, pues sabe que sufriendo se alcanza el perdón, y no ignora que Dios, en el último juicio, tomará justa venganza de todo.
Por otra parte, ha de advertirse a los sufridos que no guarden resentimiento alguno en su alma de lo que exteriormente padecen; que no malogren interiormente con desazones el sacrificio tan costoso que en su interior consuma la virtud; pues siendo esa una acción desconocida para los hombres, pero que constituye un pecado a los ojos de Dios, es tanto más grave la culpa cometida por el rencor cuanto que conserva ante los hombres la apariencia de la virtud.
Sepan, además, los sufridos que deben esforzarse por amar a aquellos que se ven obligados a sufrir, pues si la paciencia no va acompañada de la caridad, lo que aparece como virtud se trueca en grave pecado de odio. Y así San Pablo, después de afirmar que la caridad es sufrida, añade: la caridad es bondadosa (1 Co 13, 14): dando a entender que cuando un alma caritativa soporta pacientemente a los que la ofenden, no deja por eso de amarlos y tratarlos con bondad. Razón por la cual el mismo Apóstol, recomendando a sus discípulos la paciencia, les dice: Toda amargura, ira y enojo y gritería y rencor, con todo género de maledicencia: destiérrese de vosotros (Ef 4, 31).
Y como si quisiera, después de arreglar todo desorden exterior, completar la obra, penetra en el fondo del alma cuando añade: todo género de maldad; pues de nada serviría desterrar la amargura, la gritería y la maledicencia exterior si reinara en el alma la raíz de los demás pecados que es la maldad; inútil fuera cercenar el mal sólo en las ramas si quedara viva por dentro la raíz para volver a brotar en abundantes renuevos. Y así manda el Divino Maestro: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian (Lc 6, 27).
Ante los hombres pasa por virtud el soportar a los enemigos, pero ante Dios sólo lo es el amarlos, pues Dios sólo acepta como sacrificio aquél que se le ofrece ante su acatamiento sobre el altar de las buenas obras y se consume en el fuego de la caridad. Y por eso vuelve a repetir a algunos que saben sufrir, pero que no saben amar: ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que está dentro del tuyo? (Mt 7, 3)
La desazón causada por la impaciencia viene a ser como una pajita: mientras que la maldad que anida en el corazón es como una viga en el ojo: a aquella la mueve y agita el soplo de la tentación: pero a ésta la lleva sobre sí con todo su peso la malignidad consumada. Con razón añade el Evangelio: Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y luego verás cómo has de sacar la paja del ojo de tu hermano (Mt 7,3). Que es como si dijera al ánimo interiormente rencoroso, que aparenta una santa e imperturbable paciencia exterior: Sacude antes el fardo de tu malignidad y después podrás reprender a los demás de sus leves impaciencias, pues si no te empeñas en vencer el disimulo, mayor mal será para ti el sufrir las molestias ajenas.
Suele además ocurrirles a los sufridos que, en el momento en que sufren un contratiempo o escuchan una injuria, no experimentan ningún rencor y demuestran tal paciencia que hasta conservan el corazón libre de enojos; pero, al cabo de algún tiempo, empiezan por traer a la memoria las injurias sufridas, sienten el requemor de la ofensa, revuelven los motivos de venganza y convierten en rencor reconcentrado la mansedumbre de que habían dado muestras en el instante de sufrir.
El director espiritual puede remediar este desorden poniendo de manifiesto la verdadera causa del cambio. Pues el astuto enemigo de las almas pone en juego sus armas contra dos personas: a la una la provoca para que se desate en injurias, y a la otra la irrita para que, herida por las injurias, las devuelva. Pero puede sucederle que, saliendo vencedor de la primera, o sea de aquella que profirió voluntariamente los denuestos, salga vencido por la segunda, que soporta en calma la ofensa recibida.
Una vez que tiene asegurada la victoria sobre aquella que sucumbió a impulsos de la pasión, cae con todos sus esfuerzos sobre la otra, dolido de verla resistir y vencer: y ya que no consiguió exasperarla en el momento de recibir las injurias, en vez de atacarla con abierto combate asalta su pensamiento con secretas sugestiones, buscando el mejor tiempo para engañarla. Así derrotado el enemigo en abierta batalla, se dispone a poner en práctica sus artimañas en secreto. Vuelve, pues, a invadir el ánimo del vencedor en los momentos de calma, le representa al vivo los perjuicios sufridos y las heridas que le ocasionó la ofensa, abultando desproporcionadamente las injurias recibidas, proponiéndoselas como insufribles; y al fin le abruma el ánimo con tales pesadumbres, que el varón antes tan sufrido, rendido ahora después de la victoria, llega a avergonzarse de haber soportado en calma tamañas cosas, se arrepiente de no haber respondido injuria por injuria, y se propone devolverlas mayores, apenas se presente la ocasión.
¿A quiénes se semejan estos tales, sino a aquellos que, vencedores por su esfuerzo en el campo de batalla, caen luego vencidos en una celada dentro de los muros de la plaza fuerte? ¿A quiénes se asemejan, sino a aquel que ha salido con vida de una grave enfermedad y luego sucumbe a las recaídas de una leve fiebrecilla?
Estén, pues, sobre aviso los sufridos para fortificar su corazón después de la victoria, y recuerden que el demonio derrotado en abierto combate, vuelve a la carga contra los muros del alma; y teman la recaída en la enfermedad que reaparece, no sea que el astuto enemigo haya de regocijarse con un triunfo aun mayor en el momento de la decepción, por haber subyugado la cerviz de un vencedor que antes se le resistía tan altiva.