Beato Maria Eugenio del Niño Jesús
María, madre y medianera de la misericordia
«Hay una mediación de todos los dones de Dios, Padre de las misericordias y de la luz, que pasa por el Hijo; pero hay luces especiales, hay un amor particular que va a la periferia, a la miseria, a los que no tienen derechos; un amor que va a la pobreza, a las zonas más difíciles de alcanzar por estar sucias, que va a las almas que no tienen la receptividad normal; es un amor que se impone para que el don de Dios pueda penetrar la miseria, la impotencia, la increencia quizá; o incluso que va a las almas espirituales que están en la noche, en quienes la fe parece también haber desaparecido. Parece claro que esta mediación, esta maternidad haya sido confiada a la Santísima Virgen.»
«… Dios ha encomendado a la Virgen María la distribución de la misericordia. (…) Este canal de la misericordia le ha sido confiado a la Virgen porque es Madre y porque es el privilegio de la Madre, de su corazón maternal, el no fijarse en los derechos de su hijo, en la dignidad de su hijo, sino fijarse únicamente en las necesidades de su amor».
«… Dios conserva sus derechos, es cierto, pero ya que la ha hecho madre, es justo que le permita ejercer su maternidad según sus leyes ordinarias. Dios observa las leyes de la justicia que ha creado, y sigue siendo justo cuando da a la Virgen todos los medios para ejercer su maternidad siguiendo las exigencias y las leyes de su maternidad. La Santísima Virgen es madre de los pecadores, madre de los pobres, madre de aquellos que tienen poco o nada de amor, pero les sigue amando porque son sus hijos. Es madre de los que están en la noche. Pues sí, Dios los mantiene en la noche, pues, porque es Dios, no puede dejar de deslumbrar. La Santísima Virgen se las ingenia para penetrar en la oscuridad de esta noche que crea la luz cegadora de Dios; ella es la Madre, tiene el don para hacerlo.
Si no aparece ella misma, sabrá manifestarse si no en las profundidades del alma, sí al menos en los sentidos humanos y naturales de esta alma para darle ánimos y orientarla hacia Dios. He aquí la maternidad de la Santísima Virgen, su mediación. La Virgen María es madre de la misericordia, distribuidora de la misericordia.»
«La Virgen es madre en el plano sobrenatural con los mismos privilegios, el mismo poder, la misma ternura, la misma delicadeza, que la madre en el plano natural. Y por lo tanto, en la Iglesia de Dios, ella considera las almas débiles y pobres como su feudo particular, ya que la debilidad pertenece a la madre o, mejor dicho, la madre se encarga muy especialmente de la debilidad.»
Presencia viva del Espíritu Santo
Jesús prometió: “Os enviaré el Abogado, el Espíritu Santo; él será vuestro consolador, vuestra fuerza; os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he enseñado” (Jn 14, 16, 26-27). El Espíritu Santo, por lo tanto, prolonga y completa en la tierra la misión de Cristo Jesús, del Verbo encarnado…
Jesús antes de subir al Cielo, dijo a sus apóstoles: “Permaneced en Jerusalén, pues voy a enviaros el Espíritu Santo” (Lc. 24, 29). No os pongáis en camino, no comencéis vuestra misión hasta que hayáis recibido el Espíritu Santo. Y el día de Pentecostés desciende sobre ellos y los transforma por completo: es una toma de posesión. La Iglesia ha sido ya fundada, pero el Espíritu Santo, de una manera visible y sensible, toma posesión de ella y da comienzo a su obra exterior. Y Pedro toma en seguida la palabra y su predicación suscita inmediatamente la conversión de muchos…
En el bautismo, nosotros recibimos el Espíritu Santo. San Pablo ha explicado muy bien esta acción del Espíritu Santo en las almas. La gracia de Dios, la vida divina que nos une a Cristo, “se ha derramado en nosotros por medio del Espíritu Santo, y añade, por el Espíritu Santo “que nos ha sido dado”. (Rom. 5,5).
Siempre que recibimos la gracia, incluso cuando en la Comunión nos unimos a Nuestro Señor, la recibimos en virtud del Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo. Las gracias de la confesión, las gracias que recibimos a lo largo de la jornada cada vez que hacemos un acto de fe sobrenatural, un acto de caridad: es el Espíritu Santo el que actúa y nos comunica esas gracias. Por lo tanto, él es el que realiza la obra entera de la santificación y a él hemos de atribuírsela.
Además el Espíritu Santo reside personalmente en nosotros: somos templos del Espíritu Santo... Hay en nosotros una presencia real y viva del Espíritu Santo que es la vida, el manantial y el sol de nuestro ser.
Son estas verdades que conocemos bien, pero de las que no tenemos un conocimiento tan íntimo y vivencial como el de los primeros cristianos. Cuando leemos las cartas de san Pablo, hallamos en ellas claramente expresado lo que distingue al cristiano del pagano: la inhabitación del Espíritu Santo.
Hoy nos sentimos inclinados a distinguir a los cristianos por otros aspectos: un cristiano, diríamos, se distingue por las virtudes exteriores o por la alegría que irradia su rostro, o por otra cosa; pero la única distinción que establece san Pablo es la inhabitación del Espíritu Santo.
Y siempre que hace referencia a la moral, es decir, siempre que quiere impartir un precepto moral, trátese del respeto que debemos a nuestro cuerpo o de cómo debemos relacionarnos con el prójimo, se apoya en esta verdad fundamental: respetad vuestro cuerpo porque es templo del Espíritu Santo (1 Cor. 6, 19); respetad el prójimo, porque el prójimo es santo (1 Cor. 3, 16-17): santo por su santidad personal, tal vez; pero santo, sobre todo, porque se halla habitado por Dios, habitado por el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo habita en nosotros… Y es una presencia activa. El Espíritu Santo es un resplandor, es un sol que proyecta continuamente sus rayos; es una fuente que siempre mana, es la vida de nuestro ser, la gran realidad de nuestra vida…
El Espíritu Santo vive en la Iglesia y la anima continuamente, hasta tal punto que los primeros apóstoles decían: “Nos ha parecido a nosotros y al Espíritu Santo” (Hech. 15, 28), ese Espíritu Santo se halla presente en la Iglesia y nos guía.
El cristiano, por consiguiente, y no sólo aquellos que en la Iglesia tienen cargos y responsabilidades, sino todo cristiano, ha de vivir en contacto con el Espíritu Santo. No vivir en contacto con él significa desconocer su poderosa e incesante acción. Significa desconocer al que es verdaderamente el arquitecto, el maestro y –perdonadme la expresión- el “jefe” de la Iglesia, de ese edificio que se está construyendo".
"Quiero pedir para vosotros al Espíritu Santo.
Que el Espíritu Santo descienda sobre vosotros y podáis todos decir lo más pronto posible que el Espíritu Santo es vuestro amigo, vuestra uz,
que Él es vuestro maestro.
Es lo que os deseo a todos, es lo que pido y seguiré pidiendo aquí en la tierra y ciertamente durante toda la eternidad.
Vive el Espíritu de amor que habita en mí y que me ha invadido desde hace mucho tiempo.
Mi santidad consistirá en creer en El, en su presencia, y a abandonarme a su acción.
El Espíritu Santo es quien forja a los profetas y a los santos, quien vive en nosotros y quien nos muestra el camino que es Cristo.
El único medio de santificación es el Espíritu santo.
¡Que importan las cualidades naturales! la gran riqueza es estar poseídos por el Espíritu Santo, ser transformados por el Espíritu."