Teófilo de Antioquía
Necesidad de una buena disposición para conocer a Dios:
Una boca elocuente y una dicción agradable procura a los míseros hombres, que tienen el entendimiento corrompido, placer y alabanza para la gloria vana; mas el amador de la verdad no atiende a las palabras afectadas, sino que examina cuál sea la eficacia del discurso. Ahora bien, tú, amigo mío, me increpaste con vanas palabras, vanagloriándote en tus dioses de piedra y leño, cincelados y fundidos, esculpidos y pintados, dioses que ni ven ni oyen, pues son meros ídolos, obras de manos de los hombres; y me motejas además de cristiano, como si llevara yo un nombre infamante. Por mi parte, confieso que soy cristiano, y llevo este nombre, grato a Dios, con la esperanza de ser útil para el mismo Dios. Porque no es, como tú te imaginas, cosa difícil el nombre de Dios, sino que tal vez, por ser tú inútil para Dios, has venido a pensar sobre Dios de esa manera.
Pues ya, si me dices: «Muéstrame a tu Dios», yo te replicaría: «Muéstrame tú a tu hombre, y yo te mostraré a mi Dios». Muéstrame, en efecto, unos ojos de tu alma que vean y unos oídos de tu corazón que oigan. Porque a la manera que quienes ven con los ojos del cuerpo, por ellos perciben las cosas de la vida y de la tierra, y disciernen juntamente sus diferencias, por ejemplo, entre la luz y la obscuridad, entre lo blanco y lo negro, entre la mala o buena figura, entre lo que tiene ritmo y medida y lo que no lo tiene, entre lo desmesurado y lo truncado; y lo mismo se diga de lo que cae bajo el dominio de los oídos: sonidos agudos, bajos y suaves; tal sucede con los oídos del corazón y los ojos del alma en cuanto a su poder de ver a Dios.
Dios, en efecto, es visto por quienes son capaces de mirarle, si tienen abiertos los ojos del alma. Porque, sí, todos tienen ojos; pero hay quienes los tienen obscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean, deja de brillar la luz del sol. A sí mismos y a sus ojos deben los ciegos echar la culpa. De semejante manera, tú, hombre, tienes los ojos de tu alma obscurecidos por tus pecados y tus malas obras. Como un espejo brillante, así de pura debe tener su alma el hombre. Apenas el orín toma el espejo, ya no puede verse en él la cara del hombre; así también, apenas el pecado está en el hombre, ya no puede éste contemplar a Dios.
Muéstrame, pues, tú a ti mismo: si no eres adúltero, si no eres deshonesto, si no eres invertido, si no eres rapaz, si no eres defraudador, si no te irritas, si no eres envidioso, si no eres arrogante, si no eres altanero, si no riñes, si no amas el dinero, si no desobedeces a tus padres, si no vendes a tus hijos. Porque Dios no se manifiesta a quienes cometen estas acciones, si no es que antes se purifican de toda mancha. Pues también sobre ti proyecta todo eso una sombra, como la mota que se mete en el ojo para no poder mirar fijamente la luz del sol. Así también tus impiedades, oh hombre, proyectan sobre ti una sombra, para que no puedas mirar a Dios.
Dios es conocido por sus obras:
Como el alma no puede verse en el hombre, pues es ella invisible para los hombres, mas por los movimientos del cuerpo se comprende; tal sucede respecto a Dios, que no puede ser visto por los ojos de los hombres, pero se ve y se comprende por su providencia y por sus obras. Si uno ve en el mar un barco con todos sus aprestos, que corre y se acerca al puerto, es evidente que pensará hay en él un piloto que lo gobierna; pues de la misma manera hay que pensar que Dios es piloto del universo, aunque no sea visto por los ojos de la carne, por ser Él incomprensible.
Y, en efecto, si no puede el hombre mirar fijamente al sol, que es el último de los elementos, a causa de su extraordinario calor y potencia, ¿con cuánta más razón no le será posible al hombre mortal contemplar cara a cara la gloria de Dios, que es inefable? Consideremos una granada: primero tiene una corteza que la rodea, luego dentro muchas estancias y casillas separadas por membranas y, finalmente, numerosos granos que viven dentro de ella.
De modo semejante, toda la creación está envuelta por el soplo de Dios, y el soplo de Dios envolvente, juntamente con la creación, está a su vez envuelto por la mano de Dios. Ahora bien, como el grano de la granada que mora dentro de ella no puede ver lo que está fuera de la corteza, pues está él dentro, así tampoco el hombre, envuelto como está, juntamente con toda la creación, por la mano de Dios, no puede contemplar a Dios. Además, un emperador terreno, aun cuando no por todos sea visto, se cree que existe, pues se le conoce por sus leyes y ordenaciones, por sus funcionarios y autoridades y por sus estatuas. ¿Y tú no quieres entender a Dios por sus obras y manifestaciones de su poder?
Considera, oh hombre, las obras de Dios: la variedad de las estaciones según los tiempos, los cambios de los aires, la ordenada carrera de los elementos, la marcha, también bien ordenada, de los días y de las noches, de los meses y de los años; la variada hermosura de las semillas, de las plantas y de los frutos; la variedad por todo extremo grande de animales, cuadrúpedos y aves, reptiles y peces, ora de agua dulce, ora del mar; el instinto dado a los mismos animales para engendrar y crear, no para su propia utilidad, sino para que tenga provisión el hombre; la providencia con que Dios prepara alimento para toda carne, la sumisión a la humanidad que Él impuso a todas las cosas, las corrientes de las fuentes dulces y de los ríos perennes, la administración de los rocíos, de las lluvias y de las tormentas que suceden según sus tiempos, el movimiento tan variado de los elementos celestes, el lucero de la mañana que sale para anunciar la venida del luminar perfecto, la conjunción de la Pléyade y del Orión, el Arturo y el coro de los otros astros que marchan en el círculo del cielo, a todos los cuales puso propios nombres la infinita sabiduría de Dios.
Éste es el solo Dios, que hizo de las tinieblas la luz, que saca la luz de sus tesoros, que guarda sus despensas del cierzo, sus tesoros del abismo, los linderos de la tierra y los depósitos de las nieves y granizo, que junta las aguas en los tesoros del abismo, y las tinieblas en los sótanos de ellas, y saca de sus tesoros la luz dulce, deseada y grata, que hace venir las nubes de lo último de la tierra, que multiplica los relámpagos para la lluvia, que envía el trueno para infundir terror, y que de antemano anuncia su estruendo por medio del relámpago, para que no expire el alma repentinamente turbada, y aun modera la fuerza del relámpago que viene de los cielos para que no abrase la tierra. Pues si el relámpago desarrollara todo su poder, abrasaría la tierra, y el trueno, en el mismo caso, trastornaría cuanto hay en ella.
Éste es mi Dios, Señor de todo el universo, el Solo que tendió los cielos y estableció la anchura de la tierra bajo el cielo, el que turba la profundidad del mar y hace resonar sus olas, el que domina la fuerza de él y calma la agitación de sus olas, el que fundó la tierra sobre las aguas, y dio su espíritu que la alimenta, cuyo soplo lo vivifica todo y, si Él lo retuviera, desfallecería todo. Este soplo, oh hombre, es tu voz; tú respiras el espíritu de Dios y, sin embargo, tú desconoces a Dios. Y esto te sucede por la ceguera de tu alma y el endurecimiento de tu corazón. Pero, si quieres, puedes curarte; ponte en manos del médico y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Quién es ese médico? Dios, que cura y vivifica por medio de su Verbo y su Sabiduría. Dios lo hizo todo por medio de su Verbo y de su Sabiduría. Por su Verbo, en efecto, fueron afirmados los cielos y por su Espíritu toda la fuerza de ellos. Poderosísima es su Sabiduría. Dios, por su Sabiduría, puso los fundamentos de la tierra, por su inteligencia preparó los cielos, en su prudencia se rasgaron los abismos y las nubes derramaron rocío.
Si todo esto comprendes, oh hombre, a par que vives con pureza, santidad y justicia, puedes ver a Dios. Pero delante de todo, vaya en tu corazón la fe y el temor de Dios, y entonces comprenderás todo esto. Cuando depongas la mortalidad y te revistas de la incorrupción, entonces verás a Dios de manera digna. Porque Dios resucitará tu carne, inmortal, juntamente con tu alma, y entonces, hecho inmortal, verás al inmortal, a condición de que ahora tengas fe en Él. Y entonces conocerás que hablaste injustamente contra Él.
Mas tú no crees que los muertos resuciten. Cuando suceda, tendrás que creerlo, quieras o no quieras, y tu fe se contará entonces como infidelidad, si no crees ahora. Mas, ¿por qué no crees? ¿O es que no sabes que la fe va delante de todas las cosas? Pues, ¿qué labrador puede cosechar, si primero no confía la semilla a la tierra? ¿O quién puede atravesar el mar, si primero no se confía a la embarcación y al piloto? ¿Qué enfermo puede curarse, si primero no se confía al médico? ¿Qué arte o ciencia puede nadie aprender, si primero no se entrega y confía al maestro? Si, pues, el labrador cree en la tierra, el navegante en el navío, el enfermo en el médico, ¿tú no quieres confiarte a ti mismo a Dios, de quien tan grandes prendas has recibido? La primera es haberte sacado de la nada al ser. Porque si hubo momento en que ni tu padre ni tu madre existían, mucho menos existías tú. Y te plasmó de una sustancia húmeda y pequeña y de una gota mínima que tampoco existía antes, y finalmente te introdujo en este mundo.