Beato Bartolomé Longo
… no puede haber ningún pecador tan perdido, ni alma esclavizada por el despiadado enemigo del hombre, Satanás, que no pueda salvarse por la virtud y eficacia admirable del santísimo Rosario de María, agarrándose de esa cadena misteriosa que nos tiende desde el cielo la Reina misericordiosísima de las místicas rosas para salvar a los tristes náufragos de este borrascosísimo mar del mundo.
Amigo lector: ¿te has encontrado alguna vez con la mente agobiada por los pensamientos más tristes y desconsoladores, con la imaginación hondamente turbada por los más oscuros y aterradores fantasmas que impresionan profundamente, que abaten el espíritu y lo llenan de desolación, de oscuridad, de melancolía, de tristeza y de un pesar indefinible que le atormentan cruelmente? Pues bien, solamente tú puedes comprenderme.
A los treinta y tres años de mi vida -sigue diciendo en su relato-, como otro Saulo en el camino de Damasco, me vi postrado en tierra y como constreñido por una lucha incesante, tenaz, despiadada con Satanás, que furioso contra mí, excitaba grandes tempestades a morder aquel mismo lodo, en el cual, zambulléndome a guisa de inmundos seres, levantaba, ¡temerario! mi orgullosa cerviz desafiando al Omnipotente.
Y cuando yo, en un acceso de frenesí me rebelaba más airado contra él, entonces él, siempre misericordioso y benigno, haciendo gala de sus inagotables bondades, me esperaba misericordioso para hacer triunfar en mí su soberana clemencia, para que ésta, venciendo mi loco orgullo, allí donde abundó la iniquidad, sobreabundase la misericordia. Abyssus abissum invocat: un abismo invoca a otro abismo.
¿Y quién, ¡oh Dios mío!, quien sino tu propia e inefable bondad pudo moverte a esperarme con tanta longanimidad cuando yo vivía tan alejado de ti? Tan sólo tu esencial e infinita bondad podía sufrirme por tanto tiempo: tu incomprensible bondad, Soberano Señor, te ha inclinado a usar conmigo tanta misericordia; sí, pues -como cantó el coronado Profeta- “todos los caminos del Señor son misericordia y bondad”.
Tu infinita paciencia ha triunfado de mi loca rebeldía; tu dulcísima benignidad de mi alejamiento de la casa paterna; y los tiernos latidos de vuestro Corazón amoroso, paterno, generoso, de las continuas ofensas que con mis locos desvaríos ocasionaba a tu soberana Majestad.
Tú ¡oh Padre de las misericordias! Cuando yo, ¡hay infeliz de mí!, yacía en el insondable abismo de mis culpas, me tendiste piadoso tu poderosa diestra, y me levantaste de aquella y horrorosa sima. Miraste compasivo la humillación, las penas y el lastimoso estado de mi pobre alma, y tu gran misericordia, con uno de esos rasgos incomprensibles a nuestro limitadísimo entendimiento, triunfó gloriosamente de mi sombría ingratitud; pues en las humillaciones levantas más altas las montañas de tu gracia.
… sólo él podía sacarla de la oscura selva de errores en que andaba perdida, y del piélago profundo de incertidumbres en que fluctuaba; sólo Dios podía satisfacer plena y cumplidamente las ansias ardorosas de un corazón desgarrado por la violencia de tantas y tan feroces pasiones.
Era por el mes de octubre de 1872 cuando, de un modo extraordinario, se levantó furiosa la tempestad en el agitado mar de mi corazón. Su peligroso oleaje dio contra mí con tal ímpetu y fuerza, que me hizo zozobrar. Las henchidas olas de profunda tristeza, que vinieron a caer sobre mi atribulado corazón, estuvieron a punto de sumergirme en el infierno de la desesperación. Con el corazón así acongojado, con la imaginación turbada, con la mente agitada de los más tristes pensamientos, y tan aflictivas ideas que me parecían rayanas en la desesperación, salí de la casa de Fusco, y sin rumbo cierto me eché a correr a la aventura, y llegué hasta el punto más retirado y salvaje de estos campos, que los aldeanos le apellidan Arpaja, como lugar más propicio para morada de harpías. Reinaba un silencio profundo: dirigí mi vista por todo mi alrededor, y no veía alma viva por todo aquel paraje.
Entonces me detuve de repente: y era tan vehemente, tan agitada la palpitación de mi angustiado corazón, que me parecía quería salirse de los estrechos límites de mi pecho. En medio de tan indecible aflicción de mi espíritu creí escuchar aquellas consoladoras palabras que yo mismo había leído más de una vez, y que no cesaba de recordarme mi querido y santo amigo, que ya goza de Dios: Si quieres salvarte, propaga la devoción del santo Rosario: es promesa de María.
¡No puede perecer el que propaga una devoción que es tan grata a todo el cielo! Estas palabras vertieron sobre mi atribulado corazón el más dulce bálsamo de consuelo, que mitigó todos sus padecimientos, convirtió todas sus amarguras en la más suave alegría, endulzó todas sus tristezas; fueron, en fin, como un plácido viento suave que, calmando las hinchadas olas del revuelto mar de mi interior, restituyeron a mi azorado corazón la serenidad, la paz y la tranquilidad. ¡Qué mutación tan maravillosa se verificó en mí al eco suavísimo de tan consoladoras palabras!
¡No puede perecer el que propaga la predilecta devoción de la bendita Madre de Dios! Este celestial pensamiento fue como un vivísimo rayo de luz que ahuyentó y disipó las densas tinieblas de aquella tenebrosa noche en que vivía, o más bien estaba sepultada mi pobre alma. El homicida del género humano, que me tenía esclavizado bajo su tiránico poder, previó sin duda su derrota, si yo secundaba fervoroso y con verdadero celo la divina idea: y temeroso de soltar la presa, me estrechaba más y más, y como haciendo sus últimos esfuerzos, entre los pavorosos anillos y espantosas espiras de sus infernales cadenas. Era la última lucha, lucha terrible, decisiva.
A punto de perecer en aquella tremenda y decisiva lucha, vencido por el enemigo, levanté mis ojos llorosos y mis manos suplicantes al cielo, y dirigiéndome hacia la soberana y piadosísima Consoladora de los afligidos, le dije con la energía y el ardor que inspiran el peligro y la desesperación:
Si es verdad que habéis prometido a vuestro gran siervo santo Domingo que se salvará el que propague el santo Rosario, yo me salvaré ciertamente, porque no abandonaré este lugar sin haber propagado antes esta saludabilísima devoción.
Nadie respondió a mis acentos de desesperación; un silencio sepulcral me rodeaba por todas partes; pero por la apacible calma que sucedió al singular combate que el enemigo trabara conmigo haciendo entonces sus últimos esfuerzos para asegurarse la victoria, entendí que aquel grito de indefinible angustia había subido hasta el excelso trono de María. Oí en esto resonar pausadamente en lontananza el eco de una campana; tocaban a las Avemarías, a las doce del mediodía. Me postré y uní mi plegaria a las que en aquella hora dirigía a María la multitud de fieles de diversas lenguas y diferentes países.
Cuando me levanté, pude observar que se había asomado furtivamente una lágrima al borde de mis ojos. La respuesta del cielo no se hizo esperar.
Sus misericordias llueven sobre el ser humano cuando éste menos lo piensa. Cada uno de nosotros, si discurre sobre ello y examina su memoria y su conciencia, puede ser testigo abonado de lo que decimos. Vino Dios al mundo desconocido y sin ruido. Nadie podía imaginar que en una pobre familia que había venido de Nazaret para inscribirse en el registro romano, se hallaba oculto el Redentor del mundo, que en aquella misma noche debía manifestarse.
Fue en silencio en el que se efectuó la generación eterna del Verbo. En medio del silencio bajó Dios al seno de una de sus criaturas, y se hizo hombre; en el silencio obra el mayor milagro de la gracia en el ser humano, cuando cambia su corazón malvado en un corazón santo. En el silencio obró Jesús su mayor prodigio, testimonio de su divinidad, es decir, su resurrección. Y así las mayores obras que emprende Dios se fraguan en el silencio. El ruido es propio del hombre, que busca ayuda en el rumor, en la voz, en las gestiones, en sus esfuerzos, señales inequívocas de su impotencia. De aquí se sigue que cuanto más ruegue el hombre en el silencio, tanto más se llega a Dios y le halla.
(El santuario de Pompeya se convirtió) en un «centro de suspiros, de plegarias, de fervorosas preces, de ardientes súplicas, y de los más entusiastas votos de millares y millares de católicos que por mar y por tierra, y en todos los puntos del globo, llenos de confianza se dirigen a ella, entonando a todas horas y en todas las lenguas: Spes nostra, salve.
Deseo morir como terciario dominico… entre los brazos de la Virgen del Rosario, con la asistencia de mi padre santo Domingo y de mi madre santa Catalina de Sena.
Despierta tu confianza en la Santísima Virgen del Rosario… ¡Debes tener la fe de Job!… ¡Santa Madre adorada, yo deposito en ti toda mi aflicción, toda esperanza, toda confianza.