San Ambrosio de Milán ( I )
Ambición y codicia de los ricos
La historia de Nabot sucedió hace mucho tiempo, pero se renueva todos los días. ¿Qué rico no ambiciona continuamente lo ajeno? ¿Cuál no pretende arrebatar al pobre su pequeña posesión e invadir la herencia de sus antepasados? ¿Quién se contenta con lo suyo? ¿Qué rico hay al que no excite su codicia la posesión vecina? Así, pues, no ha existido sólo un Ajab, sino que, lo que es peor, todos los días nace de nuevo y nunca se extingue su semilla en este siglo. Si muere uno, renacen muchos; son más los que nacen para la rapiña que para la dádiva. Ni es Nabot el único pobre asesinado; todos los días se renueva su sacrificio, todos los días se mata al pobre…
¿Hasta dónde pretendéis llevar, oh ricos, vuestra codicia insensata? ¿Acaso sois los únicos habitantes de la tierra? Desnudos vemos la luz del sol por primera vez…; desnudos recibe la tierra a los que salieron de ella, y nadie puede encerrar con él en su sepulcro los límites de sus posesiones. Un pedazo estrecho de tierra es bastante a la hora de la muerte, lo mismo para el pobre que para el rico...
Los vestidos de seda y los ropajes entretejidos de oro, con los que se amortajan los cuerpos de los ricos, son un daño para los vivos y no ayuda para los difuntos. Te ungen, oh rico, y no dejas de ser fétido. Pierdes la gracia ajena y no adquieres la tuya. Dejas herederos que luchen entre sí con pleitos...
Había un rey en Israel, Ajab, y un pobre, Nabot. El primero gozaba de las riquezas del reino; el segundo sólo poseía un pequeño terreno. Nabot no ambicionó nunca las posesiones del rico, pero el rey se sintió indigente porque no poseía la viña del pobre, su vecino. ¿Quién te parece más pobre: el uno, que estaba contento con lo suyo, o el otro, que deseaba lo ajeno? Nabot se nos muestra pobre en hacienda, y Ajab, pobre en el corazón. El deseo del rico no sabe ser pobre. La hacienda más abundante no es suficiente para saciar el corazón del avaro. Por eso hay divergencia entre el rico avaro, que envidia las posesiones de los demás, y el pobre. Pero consideremos ya las palabras de la Sagrada Escritura.
«Después de esto sucedió que Nabot de Jezrael tenía una viña en Israel, junto al palacio de Ajab, rey de Samaria. Ajab habló a Nabot diciéndole:
Cédeme tu viña para hacer un huerto de legumbres, pues está muy cerca de mi casa. Yo te daré por ella otra viña, y si esto no te conviene, te daré en dinero su valor. Pero Nabot respondió: Guárdeme Dios de cederte la heredad de mis padres. Ajab entonces se entristeció e irritó, se acostó en su lecho, vuelto el rostro, y no quiso comer.»
Había expuesto más adelante la Sagrada Escritura que Eliseo, aun siendo pobre, dejó sus bueyes y corrió tras Elías, y luego volvió, mató sus bueyes y los distribuyó entre el pueblo, y siguió a Elías. Para condena de los ricos, que este rey representa, se expone esto previamente, en cuanto que, a pesar de haber recibido beneficios de Dios, como Ajab, a quien Dios concedió el reino y la lluvia por la oración del profeta Elías, violan los mandamientos divinos.
Pero oigamos que dijo: «Dame.» ¿Qué palabra es ésta sino de pobre? ¿Cuál es la voz con que se implora la caridad pública sino «dame»? Dame, porque necesito; dame, porque no poseo otro remedio de vida; dame, porque no tengo pan para comer, ni bebida, ni alimento, ni vestido; dame, porque a ti te dio el Señor bienes de donde debes repartir, y a mí, no; dame, porque si no me das, nada tendré; dame, porque esta escrito: «Dad limosna»1. ¡Cuán abyecta y vil esta palabra en este caso! No tiene el afecto de la humildad, sino el incendio de la codicia. ¡En la misma expresión cuánta desvergüenza! «Dame —dice— tu viña.» Confiesa que no es suya, de modo que reconoce la pide indebidamente.
«Y te daré —dice— por ella otra viña.» El rico desdeña lo suyo como vil y ambiciona lo que es ajeno como preciosísimo.
«Si esto no te conviene, te daré en dinero su valor.» Pronto corrige su error, ofreciendo dinero por la viña. Nada quiere que otro posea quien anhela abarcarlo todo con sus posesiones…
«Y tendré —dice— un huerto de hortalizas.» Este era el motivo de toda su locura y furor, que buscaba un huerto para viles hortalizas. Vosotros, ricos, no tanto deseáis poseer lo que es útil como quitar a los demás lo que tienen. Cuidáis más de expoliar a los pobres que de vuestra ventaja. Estimáis injuria vuestra si el pobre posee algo de lo que juzgáis digno de la posesión del rico. Creéis que es daño vuestro todo lo que es ajeno…
Escuchamos la voz del rico que pedía lo ajeno; oigamos ahora la voz del pobre que defendía lo suyo: «Guárdeme Dios de cederte la heredad de mis padres.» Juzga que el dinero del rico es una especie de infección para él, como si dijera: «Sea ese dinero para perdición suya»3, yo no puedo vender la heredad de mis padres. Aquí tienes un ejemplo que imitar, oh rico, si lo entiendes bien: que no vendas tu campo por noche de meretriz; que no transfieras tu derecho por atender los gastos de banquetes y placeres; que no adjudiques tu casa para cubrir los riesgos del juego, a fin de que no pierdas el derecho de la piedad hereditaria.
Oídas estas palabras, se turbó en su espíritu el rey avaro: «Se acostó en su lecho, vuelto el rostro, y no quiso comer.» Lloran los ricos si no pueden arrebatar lo ajeno. No pueden ocultar la fuerza de su tristeza si los pobres no ceden a sus pretensiones...
Conocí a un rico que cuando marchaba al campo solía contar los panes más pequeños que llevaba de la ciudad, de tal modo que por el número de panes se hubiera podido conocer cuántos días había estado en el campo. No quería abrir el granero cerrado para que no disminuyera lo que guardaba. Destinaba un solo pan para cada día, que apenas era suficiente para sustentarle. Averigüé también de fuente fidedigna que cuando le ponían un huevo deploraba el pollo que se perdía. Os escribo esto para que conozcáis que la justicia de Dios es vengadora, la cual castiga por medio de vuestro ayuno las lágrimas de los pobres.
¡Qué obra de religión sería tu ayuno si lo que no gastas en tu sustento lo dieras a los pobres! Más tolerable era aquel rico de cuya mesa el pobre Lázaro, hambriento, recogía las migajas que caían; pero también sus banquetes comprendían la sangre de muchos pobres, y sus vasos estaban empañados por la sangre de muchos cogidos en su trampa.
20. ¡Cuántos mueren para que dispongáis de lo que os deleita! ¡Cuán funesta es vuestra ansia y vuestra lujuria! Este cae de techos elevados por preparar amplios depósitos para vuestros granos. Aquél se precipita de la copa más alta de los árboles, mientras busca las clases de uva con las que preparar un vino digno de vuestros banquetes. Hay quien ha perecido ahogado en el mar porque temías que faltaran los peces o las ostras en tu mesa. Uno perece a causa del frío invernal para cazar liebres o agarrar aves con red. Otro, ante tus ojos, si acaso en algo te desagrada, es azotado hasta la muerte y su sangre salpica hasta los mismos banquetes. En fin, rico era aquél que mandó traer la cabeza del profeta pobre y no encontró otro premio que ofrecer a la danzarina, a no ser mandarle matar…
El rico no conoce ni siquiera los dones de la misma naturaleza, ni el reposo del sueño, ni el gusto del manjar sabroso, porque nunca está libre de su esclavitud. «Dulce es el sueño del esclavo, coma poco o mucho; pero al opulento no hay quien le deje dormir.» Le excita la codicia, le agita el cuidado de arrebatar lo ajeno, le atormenta la envidia, le impacienta la tardanza, le perturba la escasez de las cosechas, le hace solícito la abundancia. Por eso, aquel rico, cuyas posesiones produjeron una cosecha abundante, pensaba dentro de sí: «¿qué haré, pues no tengo donde recoger mis frutos?»; y se dijo: «Esto haré: destruiré mis graneros y los haré mayores; en ellos guardaré todos los bienes que recolecte y diré a mi alma: alma, posees bienes abundantes para muchos años; descansa, come, bebe, ten banquetes». Pero Dios le dijo entonces: «Necio, esta noche te pedirán tu alma; todo lo que has acumulado, ¿para quién será?». Ni siquiera Dios deja dormir al rico. Lo llama mientras reflexiona, lo despierta cuando duerme.
Pero es el mismo rico quien no se deja en paz a sí mismo, porque le trae inquieto la abundancia de sus riquezas y, aun en tanta prosperidad, pronuncia una frase de pobre. «¿Qué haré?» ¿Acaso no es ésta voz de pobre, que no tiene lo necesario para vivir? En la mayor miseria, el pobre dirige la vista a su alrededor, escudriña su casa y nada encuentra que le pueda servir de alimento. Considera que no hay nada más triste que perecer de hambre y morir por falta de alimentos. Busca abreviar su muerte con suplicio más tolerable. Empuña la espada, cuelga el lazo, prepara el fuego, comprueba el veneno y, dudoso en la elección de uno de estos medios, dice: «¿Qué haré?» En fin, atraído por la suavidad de esta vida, desea revocar su decisión si puede encontrar bienes para vivir. Ve que todo está desnudo a su alrededor y vacío, y dice otra vez: «¿Qué haré? ¿Dónde encontraré alimento y vestidos? Quiero vivir si encuentro cómo sostener mi vida. Pero, ¿con qué medios, con qué ayuda?»
«¿Qué haré —dice— yo, que no tengo nada?» También el rico exclama que no tiene. Esta expresión es de pobre. Se lamenta de escasez aquél que recogió una cosecha abundante. «No tengo —dice— dónde encerrar mi cosecha.» Parece como si dijera: «No tengo los frutos necesarios para vivir.» ¿Es acaso feliz quien se ve angustiado en sus riquezas? En realidad, es más desgraciado este rico con toda la abundancia de sus bienes que el pobre en peligro de perecer de miseria. Pero el pobre tiene excusa en su desgracia, sufre una injusticia, tiene a quién culpar; el rico no tiene a quién achacar su miseria fuera de sí.
Y dijo el rico: «Esto haré: destruiré mis graneros.» Ni siquiera pasó por su imaginación decir: «Abriré mis graneros para que entren quienes no pueden remediar su hambre; vengan los necesitados, entren los pobres, llenen sus senos; destruiré las paredes que excluyen al hambriento. ¿Por qué voy a esconder lo que Dios hace abundar para comunicarlo? ¿Para qué voy a cerrar con cerrojos el trigo, con el cual Dios ha llenado toda la extensión de los campos, donde nace y crece sin custodia?»
La esperanza del avaro se desvanece. Los graneros viejos revientan con la nueva cosecha. Pero ni aun así dice: «Tuve bienes y los guardé en vano; he recolectado mucho más, ¿para qué los voy a almacenar? He buscado ávidamente hacer subir el precio y he perdido toda la ganancia que esperaba. ¿Cuántas vidas de los pobres pudo preservar el trigo de los años anteriores? Ya no más guardaré estos bienes hasta que suban los precios, pues se ha de estimar más la gracia que el dinero. Imitaré a José en su pregón de humanidad; clamaré con gran voz: Venid, pobres, comed de mi pan, ensanchad vuestros senos, recibid el trigo.» La abundancia del rico, la fecundidad de toda la tierra, debe ser un bien de todos. Pero tú no hablas así, sino que dices: «Destruiré mis graneros.» Con razón dices los destruyes, ya que no revierten en el pobre agobiado. Tus graneros son receptáculos de iniquidad, no instrumentos de la caridad. En verdad, destruye quien no sabe edificar sabiamente. Destruye sus bienes todo rico que olvida lo eterno. Destruye sus graneros porque no sabe repartir su trigo, sino encerrarlo.
«Y los haré —dice— mayores.» Infeliz, mejor sería que distribuyeras entre los pobres lo que te vas a gastar en la edificación. Al mismo tiempo que rechazas el beneficio de la liberalidad sufres de grado el coste de la edificación.
Y añade: «Reuniré en él todos los frutos que he recolectado y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes.» El avaro se siente arruinado por la abundancia de las cosechas, cuando considera el bajo precio de los alimentos. La fecundidad es un bien para todos, pero la mala cosecha sólo es ventajosa al avaro. Se goza más de la enormidad de los precios que de la abundancia de productos y prefiere tener algo solo que vender a todos. Obsérvalo. Teme la superabundancia de trigo que, rebosando de los hórreos, vaya a parar a manos de los pobres y sea ocasión para los necesitados de adquirir algún bien. El rico reclama para sí sólo el producto de las tierras, no porque quiera usarlo él, sino para negarlo a los demás.
«Tienes —dice— muchos bienes.» No sabe enumerar el avaro otros bienes que los que son lucrativos. Pero le concedo que sean bienes las riquezas. ¿Por qué, pues, os servís de lo que es bueno para hacer el mal, cuando debierais hacer el bien con lo que es malo? Escrito esta: «Haceos amigos de las riquezas de iniquidad». Por tanto, para aquellos que las saben usar son bienes, y para los que no, males ciertamente. «Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente». Son bienes si las distribuyes entre los pobres, y de este modo constituyes a Dios en deudor tuyo de un préstamo de piedad. Son bienes si abres los graneros de tu justicia y te haces pan de los pobres, vida de los necesitados, ojos de los ciegos, padre de los niños huérfanos.
Tienes posibilidad de hacerlo, ¿qué temes? Estoy de acuerdo con tus palabras. Tienes muchos bienes guardados para muchos años; luego podéis abundar en ellos no sólo tú, sino todos los demás. Tienes en tus manos el bienestar de todos, ¿por qué entonces destruyes tus graneros? Yo te muestro dónde puedes guardar mejor tu trigo, dónde puedes estar seguro que no te lo arrebatarán los ladrones. Dalo a los pobres; en ellos no lo consume el gorgojo ni lo corrompe el trascurso del tiempo. Tienes almacenes a tu disposición: el seno de los necesitados, las casas de las viudas, las bocas de los niños, donde se te pueda decir: «En las bocas de los niños y lactantes hallaste perfecta alabanza». Estos son los graneros que duran eternamente; éstos son los graneros a los cuales las cosechas futuras no pueden hacer pequeños.
Porque, ¿qué harías nuevamente si otra vez tuvieras una cosecha abundantísima el próximo año? De nuevo tendrías que destruir los graneros que piensas edificar este año y hacerlos mayores. Dios te concede la prosperidad para vencer o condenar tu avaricia, a fin de que no puedas tener excusa. Pero lo que El hizo nacer por tu medio para muchos te lo reservas para ti solo, y ciertamente para ti mismo lo pierdes, pues más ganarías tú mismo si lo repartieras entre los demás. El fruto de estos dones revierte en los mismos que los comunican, y la gracia de la liberalidad la recibe el liberal. Puesto que está escrito: «Sembrad para la justicia», sé agricultor espiritual, siembra lo que te sea provechoso. Si la tierra te devuelve frutos superiores a la simiente que recibe, cuanto más el premio de la misericordia te devolverá multiplicado lo que dieres.
En fin, hombre cualquiera que seas, ¿no sabes que el día de la muerte puede adelantarse a la cosecha, pero que la misericordia excluye de la muerte al que la ha merecido? Ya están presentes quienes requieren tu alma, y tú todavía difieres el fruto de tus buenas obras. ¿Crees que aún te queda largo tiempo de vida para cambiar? «Necio, esta noche te pedirán tu alma». Dice bien «esta noche», pues de noche será exigida el alma del avaro: empieza en tinieblas y permanece en ellas. Para el avaro siempre es noche, y día para el justo. De éste se dijo: «En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso». «El necio cambia como la luna» «Pero los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre». Con razón es acusado de necedad quien coloca su esperanza en comer y beber. Y por eso les urge el tiempo de la muerte, según la frase de los que sirven a la gula: «Comamos y bebamos, mañana moriremos». Se le llama necio acertadamente, porque proporciona lo corporal a su alma e ignora para quién guarda las cosas a las que sirve.