Sábado, 16 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Los Padres del desierto

ReL

No se debe hacer nada para ser visto  (I)

 * Unos monjes alabaron a un hermano delante del abad Antonio. Cuando éste fue a visitarle, quiso probarlo viendo si soportaba una injuria. Y cuando vio que no, le dijo: «Te pareces a una casa con una hermosa fachada, pero que por detrás está desvalijada por los ladrones».

*  Se decía del abad Arsenio y del abad Teodoro de Fermo que por encima de todo aborrecían la vanagloria. El abad Arsenio no acudía fácilmente a las llamadas de sus visitantes. El abad Teodoro sí acudía, pero era como una espada para él.

*   El Padre Eulogio, presbítero, que había sido discípulo del arzobispo Juan, ayunaba dos días seguidos y a veces lo alargaba toda la semana. No comía más que pan y sal y por eso era alabado por los hombres. Se fue a Panefo, donde vivía el abad José, pensando encontrar allí una mayor austeridad. El anciano le recibió con alegría y le preparó lo mejor que tenía para mostrarle su afecto.

Los discípulos de Eulogio le dijeron: «El Padre sólo come pan y sal». El abad José siguió comiendo sin decir palabra. Eulogio y sus discípulos estuvieron tres días allí y no les oyeron ni orar, ni cantar salmos, pues su trabajo espiritual era secreto, y se marcharon desedificados.

Por disposición divina se echó la niebla, se equivocaron de camino y se encontraron de nuevo sin quererlo en el monasterio del anciano. Y antes de llamar le oyeron cantar la salmodia. Siguieron un rato escuchando y luego llamaron a la puerta. El anciano les recibió de nuevo con gran alegría y los que acompañaban a Eulogio tomaron una jarra, y como hacía mucho calor se la ofrecieron para que bebiera. Era una mezcla de agua de mar y de agua de río y no la pudo beber.

Entrando dentro de sí, Eulogio hizo una metanía y pidió al anciano que le explicase su modo de proceder, diciéndole: «¿Qué significa todo esto, Padre? ¿Por qué antes no cantabas salmos, y empezasteis a hacerlo al marchar nosotros, y cuando quise beber agua la encontré salada?».

El anciano le respondió: «El hermano es algo distraído y por error mezcló agua de mar». Pero Eulogio rogaba al anciano que le dijese la verdad. Y el abad José le respondió: «Aquel vasito de vino es lo que pide la caridad. Este agua es la bebida ordinaria de los hermanos». Y con estas palabras le enseñó a tener discreción en sus juicios y apartó su espíritu de las consideraciones humanas. Y empezó a hacer vida común, comiendo de todo lo que le presentaban. Aprendió también a obrar en secreto y dijo al anciano: «Ciertamente vuestra conducta está lejos de toda hipocresía».

* Un hermano se llegó al abad Teodoro de Fermo y durante tres días estuvo rogándole que le dijese una palabra. Pero no le respondió y el hermano se marchó triste.

Y el discípulo de Teodoro le preguntó: «¿Por qué no le has hablado? Se ha marchado muy triste». Y el anciano contestó: «Créeme, no le he dicho nada porque es un traficante que quiere gloriarse con las palabras de los demás».

* Otro hermano se llegó también al abad Teodoro y empezó a hablar e inventar cosas de las que no tenía ninguna experiencia. El anciano le dijo: «Todavía no has encontrado barco, ni has colocado en él tu equipaje, ni has empezado a navegar, y he aquí que ya has llegado a la ciudad de destino. Cuando hayas puesto por obra todo eso de lo que me has estado hablando, entonces podrás empezar a hablar de ello».

* Contaba el abad Casiano que un hermano fue a ver al abad Serapión y el anciano le invitó a la oración de comunidad. Pero el hermano rehusó diciendo que era un pecador, indigno de llevar el hábito de monje. El anciano quiso lavarle los pies, pero él repitiendo las mismas palabras no se lo permitió. Entonces el anciano le dio de comer y le hizo con todo cariño esta amonestación: «Hijo mío, si quieres adelantar en la vida espiritual quédate en tu celda, vigila y trabaja con tus manos. Te conviene mucho más quedarte en la celda que salir de ella».

Al oír esto, el hermano se irritó, y su rostro mudó de color hasta el punto de que no lo pudo ocultar al anciano. El abad Serapión le dijo entonces: «Hasta ahora decías: "Soy pecador" y te considerabas indigno de vivir, y porque te avisé con caridad, ¿te enfadas de ese modo? Si de verdad quieres ser humilde, aprende a soportar virilmente lo que te imponen los demás y no a decir palabras odiosas contra ti mismo».

Al oír esto el hermano se arrepintió ante el anciano y se marchó muy aprovechado.

* Un día el gobernador de la provincia oyó hablar del abad Moisés, y se fue a Scitia para verle. Le anunciaron su visita al anciano, pero él se marchó a los pantanos. Acudió allí el gobernador con los suyos y lo encontró y le dijo: «Dinos, anciano, ¿dónde está la celda del abad Moisés?». Y éste le contestó: «¿Para qué queréis verle? Es un loco y un hereje». El gobernador volvió a la iglesia y dijo a los clérigos: «He oído hablar muy bien del abad Moisés y por eso he venido a verle. Pero hemos encontrado a un viejo que iba a Egipto y le hemos preguntado dónde estaba la celda del abad Moisés y nos ha contestado: "¿Para qué le buscáis? Es un loco y un hereje"». Al oír esto se entristecieron los clérigos y le dijeron: «¿Qué aspecto tenía ese viejo que os ha dicho esas cosas del abad Moisés?». «Era un viejo grande y moreno que usaba un vestido muy viejo», respondieron los recién llegados. Y los hermanos les contestaron: «Ese es el abad Moisés. Y como no quería recibiros por eso dijo eso de sí mismo». Y el gobernador se marchó muy edificado.

* Un hermano preguntó al abad Matoés: «Si voy a un lugar para quedarme allí, ¿cómo debo comportarme?».

El anciano le respondió: «Donde quiera que estés no quieras hacerte notar por ninguna cosa, diciendo por ejemplo: "No acudo a la asamblea de los hermanos, o no como esto o aquello". Estas cosas te darán un vano honor, pero después tendrás muchas molestias, pues la gente acude allí donde oye decir que suceden estas cosas».

* El abad Nisterós el Grande caminaba por el desierto con un hermano. Vieron una serpiente y huyeron. «¿También tú tienes miedo, Padre?», dijo el hermano. Y el anciano le respondió: «No tengo miedo, hijo, pero es bueno haber huido de la serpiente, porque así no he tenido que escapar del demonio de la vanagloria».

* Dijo también el abad Pastor: «Enseña a tu corazón a cumplir lo que a otros enseñas con tus palabras». Y añadió: «Los hombres cuando hablan parecen perfectos. Al cumplir lo que dicen no lo son tanto».

* El abad Amón, de Raitún, dijo al abad Sisoés: «Cuando leo las Escrituras, me preocupo de adornar mí pensamiento para estar preparado y poder responder a las preguntas». El anciano le contestó: «Eso no es necesario. Cuida más bien de la pureza del corazón, que ella dará seguridad a tus palabras».

* Un día el gobernador de la provincia vino a visitar al abad Simón. Entonces éste tomó la correa que le servía de cinturón y subió a una palmera para podarla. Cuando llegaron los visitantes le dijeron: «¿Dónde está el anciano que vive aquí como anacoreta?». Y él respondió: «Aquí no hay ningún anacoreta». Y el gobernador al oír esto se volvió por donde había venido.

* En otra ocasión vino a visitarle otro gobernador. Los clérigos se adelantaron para decirle: «Padre, prepárate, porque el gobernador ha oído hablar de ti y viene para pedirte la bendición». Y él les dijo: «Bien, me prepararé». Se vistió de saco, tomó pan y queso, se sentó a la puerta de su celda y se puso a comer. Llegó el gobernador con su escolta y al verle le despreciaron diciendo: «¿Este es el ermitaño del que hemos oído decir tantas cosas?». Y al punto, se dieron media vuelta y se volvieron a la ciudad.

* Santa Sinclética dijo: «Lo mismo que un tesoro descubierto enseguida desaparece, así también cualquier virtud queda destruida cuando se hace notar o se hace pública. Como el fuego deshace la cera, así también la alabanza hace perder al alma su vigor y la energía de las virtudes».

* Decía también: «Como es imposible la coexistencia de la hierba y el grano, también es imposible que den fruto para el cielo los que buscan la gloria humana».

* Un día de fiesta los hermanos de las Celdas comían juntos en la iglesia. Uno de ellos dijo al que servía: «Yo no como nada cocido sino tan sólo sal». Y el sirviente llamó a otro hermano y le dijo delante de todos: «Este hermano no come nada cocido, tráele sal». Y se levantó un anciano y le dijo: «Más te valiera haber comido a solas carne en tu celda, que escuchar estas palabras delante de tantos hermanos».

* Un hermano muy austero, que no comía más que pan, fue a visitar a un anciano. Y llegaron también, muy a propósito, otros peregrinos. Y el anciano preparó para todos un poco de papilla. Se pusieron a comer y aquel hermano tan austero tomó tan sólo un garbanzo durante la comida.  Y al levantarse de la mesa, el anciano le llamó aparte y le dijo: «Hermano, cuando visites a alguno, no des a conocer allí tu modo de proceder. Si lo quieres guardar quédate en tu celda y no salgas nunca de ella». El hermano obedeció al anciano y en adelante hacia en todo vida común cuando se encontraba con otros hermanos.

*Dijo un anciano: «El cuidado por agradar a los hombres hace perder todo el aprovechamiento espiritual y deja al alma seca y descarnada».

Un anciano decía: «Si quieres ser libre, o huyes de los hombres, o te burlas del mundo y de los hombres. Y para ello tendrás que hacerte el loco en muchas ocasiones».

 No hay que juzgar a nadie  

* Un hermano del monasterio del abad Elías sucumbió ante una tentación y fue expulsado. Y se fue al monte con el abad Antonio. Permaneció con él algún tiempo, y luego Antonio le envió de nuevo al monasterio de donde había venido.

Pero en cuanto lo vieron los hermanos lo volvieron a expulsar. Regresó el hermano a donde estaba el abad Antonio y le dijo: «Padre, no me han querido admitir». El anciano les mandó decir: «Un navío naufragó en el mar y perdió su cargamento. Con mucho esfuerzo el barco ha llegado a tierra, y ahora vosotros ¿queréis hundir esa nave que ha llegado a la orilla sana y salva?». Cuando supieron que era el abad Antonio el que lo enviaba, inmediatamente lo recibieron.

* Un hermano había pecado y el sacerdote le mandó salir de la iglesia. Se levantó el abad Besarión y salió con él, diciendo: «Yo también soy pecador».

* El abad Isaac vino de la Tebaida a un cenobio. Vio cometer una falta a un hermano y lo juzgó. Vuelto al desierto, vino un ángel del Señor y se puso en la puerta de su celda, diciendo: «No te dejaré entrar». El anciano preguntó la causa y el ángel del Señor le contestó: «Dios me ha enviado para que te pregunte: ¿dónde quieres que envíe a ese hermano culpable al que has condenado?». Y al punto el abad Isaac se arrepintió y dijo: «He pecado, perdóname».  Y el ángel le dijo: «Levántate, Dios te ha perdonado. Pero en adelante no juzgues a nadie antes de que lo haya hecho Dios».

* Un hermano de Scitia cometió un día una falta. Los más ancianos se reunieron y enviaron a decir al abad Moisés que viniese. Pero él no quiso venir. El presbítero envió a uno para que le dijera: «Ven, pues te esperan todos los hermanos». Y vino, tomó consigo una espuerta viejísima, la llenó de arena y se la echó a la espalda. Los hermanos saliendo a su encuentro le preguntaban: «¿Qué es esto, padre?». Y el anciano les dijo: «Mis pecados se escurren detrás de mí, y no los veo, y ¿voy a juzgar hoy los pecados ajenos?». Al oír esto los hermanos no dijeron nada al culpable y lo perdonaron.

* El abad José preguntó al abad Pastor: «Dime ¿cómo llegaré a ser monje?». Y el anciano le dijo: «Si quieres encontrar la paz en este mundo y en el otro, di en toda ocasión: "¿Quién soy yo?" y no juzgues a nadie».

* Un hermano le preguntó también: «Si veo una falta de un hermano, ¿es bueno ocultarla?». Y le dijo el anciano: «Cada vez que tapamos el pecado de nuestro hermano, Dios tapa también el nuestro. Y cada vez que denunciamos las faltas de los hermanos, Dios hace lo mismo con las nuestras».

*  Un hermano preguntó al abad Pastor: «¿Qué debo hacer, pues cuando estoy en la celda siento que me falta valor?». Y el anciano le dijo: «No desprecies ni condenes a nadie y Dios te dará la paz, y tu vida en la celda será tranquila».

* Un día se reunieron los Padres en Scitia para tratar de un hermano que había cometido una falta. Pero el abad Pior callaba. Luego se levantó, salió, tomó un saco, lo llenó de arena y se lo echó a la espalda. Y poniendo en una cestilla un poco de arena la llevaba delante de si. A los Padres que le preguntaban qué significaba aquello les dijo: «Este saco que tiene tanta arena son mis pecados. Como son míos me los puse a mi espalda para no penar ni llorar por ellos. Este poco de arena de la cesta, son los pecados de este hermano, los pongo ante mis ojos y me cebo en ellos para condenar a mi hermano. No es esto lo que debería hacer. Debería llevar delante de mí mis pecados para pensar en ellos y pedirle a Dios que me los perdone.» Al oírle los Padres dijeron: «Verdaderamente este es el camino de la salvación».

* Un anciano dijo: «No juzgues al impuro si eres casto, porque al hacerlo, tú también pisoteas la ley. Porque el que dijo: "No fornicarás", dijo también: "No juzgarás"».

* Un sacerdote de una basílica acudió a la celda de un anacoreta para celebrar la Eucaristía y darle la comunión. Vino luego uno a visitar al ermitaño y le habló mal de aquel sacerdote. El eremita se escandalizó y cuando, según costumbre, vino para celebrar la eucaristía no le quiso recibir. Al ver esto el sacerdote se marchó. Entonces el anacoreta oyó una voz que le decía: «Los hombres se han adueñado de mi facultad de juzgar». Y en un rapto vio un pozo de oro y un cubo de oro y una cuerda también de oro y el pozo contenía un agua estupenda. Vio también un leproso que sacaba agua y la echaba en un vaso. El anciano deseaba beber, pero no podía porque el que sacaba el agua era un leproso y no se atrevía. Oyó de nuevo la voz que le decía: «¿Por qué no bebes de ese agua? ¿Qué importa que la saque un leproso? Él solamente llena el cubo y lo vacía en el vaso». Volvió en sí el eremita, reflexionó sobre el significado de esta visión, llamó al sacerdote y le pidió que celebrase la eucaristía como hasta entonces.

* Dos hermanos llevaban en un cenobio una vida ejemplar y cada uno de ellos había merecido ver en el otro la gracia divina. Pero un viernes, uno de ellos salió del monasterio y vio a uno que comía por la mañana. El hermano le dijo: «¿Cómo siendo viernes comes a esta hora?». Al día siguiente se celebró la misa como de costumbre, pero el otro hermano, al ver a su compañero se dio cuenta de que la gracia divina se había ido de él y se entristeció mucho. Al volver a la celda le preguntó: «¿Que has hecho, hermano, que no he visto en ti la gracia de Dios como la veía antes?». El otro respondió: «No tengo conciencia de ninguna acción ni de ningún pensamiento culpable». El otro insistió: «¿Tampoco has dicho nada malo?». Y acordándose, el compañero le respondió: «Sí, ayer vi a uno que comía por la mañana y le dije: "¿A esta hora comes un viernes?". Éste es mi pecado. Hagamos penitencia los dos juntos durante dos semanas y pidamos a Dios que me perdone». Lo hicieron así y dos semanas más tarde el hermano vio de nuevo cómo la gracia de Dios volvía a su hermano. Se consolaron mucho y dieron gracias a Dios que es el único bueno.

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