San Cipriano (I)
Frutos de la paciencia
Se es cristiano por la fe y la esperanza; mas para lograr el fruto de ellas, se necesita la paciencia. En efecto, no vamos tras la gloria de acá, sino tras la futura, conforme a lo que nos avisa el Apóstol Pablo cuando dice: hemos sido salvados por la esperanza. La esperanza que se ve, ya no es esperanza; si uno ya lo ve, ¿cómo va a esperar lo que está viendo ? Mas, si esperamos lo que no vemos, nos sostenemos por la espera de ello (Rm 8, 24-25)
La espera y la paciencia nos son necesarias para completar lo que hemos empezado a ser y para conseguir, por la bondad de Dios, lo que creemos y esperamos. En otro lugar, el mismo Apóstol recomienda y enseña a los varones justos y limosneros, y que guardan sus tesoros en el cielo con el ciento por uno, que tengan paciencia, diciendo: no dejemos de hacer el bien, pues a su tiempo recogeremos la cosecha. Así que, mientras tenemos tiempo, obremos el bien a todos, principalmente a los de nuestra fe (Gal 6 9-10). Avisa que nadie, por impaciencia, decaiga en el obrar bien; que nadie, solicitado o vencido por la tentación, renuncie en medio de su gloriosa carrera y eche a perder el fruto de lo ganado, por dejar incompleto lo comenzado, como está escrito: la justicia del justo no le librará en cualquier día que se desviare (Ez 33, 12); y en otro lugar: guarda lo que tienes, no vaya otro a recibir tu corona (Ap 3, 11). Estas palabras exhortan a continuar con paciencia y tenacidad, para que el que se encuentra próximo a alcanzar la corona, la logre mediante la perseverancia.
Así que la paciencia, hermanos amadísimos, no sólo conserva el bien sino que repele el mal. Quien sigue el impulso del Espíritu Santo y se adhiere a lo divino y celestial, lucha ardorosamente embrazando el escudo de sus virtudes contra las fuerzas de la carne, que asaltan y rinden al alma. Echemos una mirada a algunos de los muchos vicios, para que lo dicho de pocos se entienda de los demás. El adulterio, el fraude, el homicidio son delitos mortales. Tenga la paciencia robustas y hondas raíces en el corazón, y nunca se manchará con el adulterio el cuerpo consagrado como templo de Dios, ni un alma dedicada a la justicia se corromperá con el espíritu de fraude, ni jamás se teñirán de sangre las manos que han llevado la Eucaristía.
La caridad es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad; la que es superior a la esperanza y a la fe, la que sobrepuja a la limosna y al martirio; la que quedará con nosotros para siempre en el Cielo. Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y resignación, y perderá las raíces y el vigor. Cuando el Apóstol habla de la caridad, le junta el sufrimiento y la paciencia: la caridad, dice, es magnánima, es benigna, no es envidiosa, no se hincha, no se encoleriza, no piensa el mal; todo lo ama, todo lo cree, todo lo, espera, lo soporta todo (1 Cor 13, 4-7). Con esto nos indica que la caridad puede permanecer, porque es capaz de sufrir todo. Y en otro pasaje exclama: sobrellevándonos con caridad, poniendo interés en conservar la unión del espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 2). Enseña que no puede conservarse ni la unidad ni la paz, si no se ayudan mutuamente los hermanos y mantienen el vínculo de la unidad con el auxilio de la paciencia.
¿Y qué decir de que no debes jurar, ni hablar mal, ni exigir lo que te han quitado; lo de ofrecer la otra mejilla después de recibir la bofetada; que debes perdonar a tu hermano que te ha ofendido no sólo setenta veces siete, sino todas las ofensas; que debes amar a tus enemigos, que debes rogar por los adversarios y perseguidores? ¿Podrías acaso sobrellevar todos estos preceptos si no fuera por la fortaleza de la paciencia? Esto lo cumplió, según sabemos, Esteban: siendo asesinado a pedradas por los judíos, no pedía venganza para sus asesinos, sino perdón con estas palabras: Señor, no les imputes esto como pecado (Hech 7, 60). Tal convenía que fuese el primer mártir de Cristo, para que—por ser el modelo de los mártires venideros con su gloriosa muerte—no sólo se hiciese el pregonero de la pasión del Señor, sino su imitador en la inmensa mansedumbre y paciencia.
¿Qué diré de la ira, de la discordia, de las enemistades, que no deben tener cabida en el cristiano? Haya paciencia en el corazón y estas pasiones no entrarán en él, o, si intentaren forzar la entrada, enseguida serán rechazadas y se retirarán, de modo que continúe el asiento de la paz en el corazón, donde tiene Dios sus delicias en habitar (...).
Y para que resplandezcan mejor, hermanos amadísimos, los beneficios de la paciencia, consideremos por contraposición los males que acarrea la impaciencia.
Así como la paciencia es un don de Cristo, así la impaciencia, por el contrario, es un don del diablo; y al modo como aquél en quien habita Cristo es paciente, lo mismo siempre es impaciente aquél cuya mente está poseída por la maldad del demonio.
En resumen, tomemos las cosas por sus principios. El diablo no pudo sufrir con paciencia que el hombre fuese creado a imagen de Dios; por eso se perdió a sí mismo primero, y luego perdió a los demás. Adán, impaciente por gustar el mortal bocado, contra la prohibición de Dios, se precipitó en la muerte y no guardó la gracia recibida del Cielo con la ayuda de la paciencia. Caín, por no poder soportar la aceptación de los sacrificios y ofrendas, mató a su hermano. Esaú bajó de su mayorazgo a segundón y perdió su primacía por su impaciencia en comer un plato de lentejas.
¿Por qué el pueblo judío, infiel e ingrato con los favores de Dios, se apartó del Señor, sino por la impaciencia? No pudiendo llevar con paciencia la tardanza de Moisés, que estaba hablando con Dios, osó pedir dioses sacrílegos, llamando guías de su peregrinación a una cabeza de toro y a un simulacro de arcilla, y nunca desistió de mostrar su impaciencia, puesto que no aguantaba nunca las amonestaciones y gobierno de Dios, llegando a matar a sus profetas y justos y hasta llevar a la cruz y al martirio al Señor.
La impaciencia también es la madre de los herejes; ella, a semejanza de los judíos, los hace rebelarse contra la paz y caridad de Cristo y los lanza a funestos y rabiosos odios. Y para no ser prolijo: todo lo que la paciencia edifica con su conformidad en orden a la gloria, lo destruye la impaciencia por la ruina.
Por tanto, hermanos amadísimos, una vez vistas con atención las ventajas de la paciencia y las consecuencias de la impaciencia, debemos mantener en todo su vigor la paciencia, por la que estamos en Cristo y podemos llegar con Cristo a Dios.
Por ser tan rica y variada, la paciencia no se ciñe a estrechos límites ni se encierra en breves términos. Esta virtud se difunde por todas partes, y su exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las venas del agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de nuestras acciones puede ser meritoria si no recibe de ella su estabilidad y perfección. La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de las pasiones, reprime el tono del orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas, la trabajosa castidad de las viudas, la indivisible unión de los casados.
La paciencia mantiene en la humildad a los que prosperan, hace fuertes en la adversidad y mansos frente a las injusticias y afrentas. Enseña a perdonar enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con ahinco e insistencia cuando hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones, consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, la que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina nuestras acciones por la senda de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. La paciencia nos lleva a perseverar como hijos de Dios imitando la paciencia del Padre.