Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

El Diablo contra el Papa


Si el diablo se enfurece especialmente contra Pedro es porque sabe que fue él a quien Jesus entregó las «llaves del Reino», así como el extraordinario poder de «atar y desatar»... Se trata de la facultad de perdonar los pecados, una concesión que inflige a Satanás un golpe muy fuerte.

por Miguel Cuartero Samperi

Opinión

Según el padre Amorth, el diablo reconoce en el Sumo Pontífice su principal enemigo. «Satanás ataca sobre todo al Papa. Su odio hacia el Sucesor de Pedro es feroz». Esta afirmación no carece de fundamento bíblico: en los sucesores de Pedro se cumplen las palabras que Jesús dirigió al apóstol durante su Última Cena: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31).
 
Satanás ataca a Pedro para ponerlo a prueba y probar su fe. Fue precisamente a Pedro, escandalizado por el anuncio de la Pasión, a quien Jesús dirigió esas terribles palabras: «Vade retro me, Satana! ¡Ponte detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,33). En esta lucha entre Pedro y Satanás, Jesús no solamente asegura su oración, sino que ofrece la certeza de la victoria final: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). Con la ayuda del Espíritu Santo los apóstoles expulsarán demonios en nombre de Jesucristo; Pedro, además, afrontará la magia y la superstición, como en el episodio en que reprende duramente al mago Simón (cfr. Hch 8, 9-24). Tras esta experiencia, en su Primera Epístola, Pedro exhorta a los fieles a que vigilen y resistan a las insidias del diablo: «Sed sobrios, estad despiertos. Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente ronda buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe» (1P 5, 8-9a).
 
Si el diablo se enfurece especialmente contra Pedro es porque sabe que fue él a quien Jesus entregó las «llaves del Reino», así como el extraordinario poder de «atar y desatar» (cfr. Mt 16,19). La promesa que Jesús hizo a Pedro va más allá de su misión personal, es un don hecho a la ekklesia extendida en el tiempo y en el espacio. Se trata de la facultad de perdonar los pecados, una concesión que inflige a Satanás un golpe muy fuerte, y que impide que «las puertas de la muerte» prevalezcan (cfr. Mt 16,18): «Realmente la promesa hecha a Pedro es más amplia que las hechas a los profetas de la antigua alianza; contra ellos estaban sólo las fuerzas de la carne y de la sangre; contra Pedro están las puertas del infierno, las fuerzas destructoras del averno. Jeremías recibe solamente una promesa personal en orden a su ministerio profético; Pedro obtiene una promesa para la asamblea del nuevo pueblo de Dios que se extiende a todos los tiempos, promesa que va más allá del tiempo de su existencia personal. […] La roca no será vencida, puesto que Dios no abandonará a su Ecclesia a las fuerzas de la destrucción» (Joseph Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, p. 58).
 
Podemos afirmar, por tanto, que los pocos episodios que se conocen –y que se refieren a los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI– no son sino algunos de los momentos de una batalla milenaria que Satanás lleva a cabo contra la Iglesia de Jesucristo, atacando a la persona de su Vicario. No es un detalle irrelevante el hecho de que, en muchas ocasiones, los pontífices hayan denunciado abiertamente a Satanás y su obra. Como afirma el padre Amorth: «Quien denuncie a Satanás, que se atenga a una reacción feroz. Lo saben los exorcistas. Lo saben los Pontífices» (Gabriele Amorth, El último exorcista, p. 186). Cada pontífice combate una batalla personal contra el demonio. Sigue afirmando el exorcista paulino: «Nos encontramos en la batalla final contra el demonio. León XIII lo había comprendido bien. Después de él, todos los Papas han librado su batalla personal contra Satanás. Todos hasta Benedicto XVI, tan odiado por Satanás que lo considera “peor” que Juan Pablo II» (Amorth, El último exorcista, p. 186)
 
No es una casualidad, que también el Papa Francisco, desde los primeros días de su pontificado, haya hablado del demonio reiteradamente, invitando a los fieles a vigilar y combatir contra sus insidias. Francisco ha hablado del tema en distintas ocasiones, ¡más que sus predecesores! Lo ha hecho recientemente en Pietrelcina, durante su viaje apostólico tras las huellas de Padre Pío (otro santo muy temido por el demonio durante los exorcismos). Improvisando sobre la marcha, el Papa preguntó a los fieles: «¿Pero vosotros creéis que el demonio existe? ¿No estáis muy convencidos? […] ¿Existe o no existe el demonio?».
 
En la homilía de la misa celebrada en la Casa Santa Marta el 8 de mayo, el Santo Padre advirtió de que «el diablo sabe qué palabras decir» para seducir a las personas, «y a nosotros nos gustar ser seducidos». «El diablo –afirmó el pontífice– es peligrosísimo. Se presenta con todo su poder, y sus promesas son todas mentira, y nosotros, como tontos, las creemos. Sabe hablar bien, es capaz de cantar para engañar». Es por eso que «debemos estar atentos a no dialogar con el diablo como, por el contrario, hizo Eva […].Con el diablo no se dialoga, porque él nos vence, es más inteligente que nosotros».
 
En su reciente Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate, Francisco ha vuelto a hablar del demonio y de la necesidad de luchar contra él. En el quinto capítulo de la carta –titulado "Combate, Vigilancia, Discernimiento"– se habla de la vida espiritual como de una «lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal»: «La Palabra de Dios nos invita claramente a “afrontar las asechanzas del diablo” (Ef 6,11) y a detener “las flechas incendiarias del maligno” (Ef 6,16). No son palabras románticas, porque nuestro camino hacia la santidad es también una lucha constante. Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la mediocridad» (Gaudete et Exsultate, 162).

Publicado en la edición italiana de Aleteia.
Traducido por María Cuartero Samperi.
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