Por qué no podemos vivir un cristianismo «sin prisa»
Hay un aspecto de la vida y de la espiritualidad cristiana que no se suele subrayar, pero que hunde sus raíces en sólidas bases bíblicas y encuentra su confirmación en la tradición mística, sin alejarse del depósito de la Fe transmitida por la Iglesia. Es el tema de la prisa y de la necesidad de apresurarse en los caminos que el Señor establece para los hombres. En la catequesis y en la teología se insiste mucho en la paciencia de Dios, pero se habla poco de la “prisa de Dios”. Sin embargo, en las Sagradas Escrituras se encuentran numerosas referencias a la prisa como una actitud virtuosa y una virtud necesaria para la vida espiritual.
Aunque es verdad que en el lenguaje común la prisa suele tener una acepción negativa en cuanto “mala consejera” y mala forma de culminar un proyecto o una tarea, al mismo tiempo indica interés, compromiso y entusiasmo por cumplir lo que se nos ha encargado. De ello da testimonio el camino que recorre quien se ha puesto unos objetivos y sin desmayo aspira a alcanzarlos, intentando superar los obstáculos que lo separan de la meta e impiden realizar su sueño o deseo.
En este sentido, un cristiano que no corre, que no se apresura en la vida espiritual, es un cristiano que ha perdido el vigor y la frescura que inicialmente lo empujaban hacia la meta. Es la manifestación de un cristianismo sin prisa que pierde de vista el premio prometido, o lo considera secundario, al punto de considerar más oportuno ralentizar (si es que no abandonar) la carrera.
En esta carrera se juega el significado del tiempo del que todo hombre dispone. El tiempo que transcurre inexorable (chronos) y el tiempo como instante que huye y exige ser “atrapado”, “aprovechado” y no despreciado (kairós). Quien vive sin prisa se arriesga a perder el “tiempo” y a faltar a la cita con el kairós, que podemos traducir como “momento oportuno”, pero también como momento decisivo, en el cual se decide y está en juego algo grande. En la Biblia, el kairós es el momento crucial, el hoy de la intervención divina, el día favorable, el momento-evento de la intervención de Dios en la historia.
Como ya hemos dicho, son muchas las referencias a la “prisa” en la Biblia. En el Antiguo Testamento afirma el salmista: “Correré por el camino de tus mandatos” (Sal 119 [118], 32); o “Con diligencia, sin tardanza, observo tus mandatos” (Sal 119 [118], 60); y también: “Me adelanto a la aurora” (Sal 119 [118], 147). Se dice “Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos” (Sal 1, 1). En el Cantar de los Cantares la relación entre los amantes es un continuo correr y perseguirse: “Llévame contigo, ¡corramos!” (Cant 1, 4).
En el Nuevo Testamento, todo anuncio de la buena nueva desencadena una dinámica que impulsa a un movimiento inmediato y veloz. Después de la Anunciación, María “se puso en camino de prisa” a casa de Isabel (Lc 1, 39); al anuncio del ángel, los pastores “fueron corriendo” (Lc 2, 16); Santiago y Juan “inmediatamente dejaron las redes” para seguir a Jesús (Mt 4, 20); Zaqueo acudió “corriendo” para conseguir ver a Jesús, y tras invitarle Él a descender deprisa (“date prisa y baja”), él “se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento” (Lc 19, 4-6); María, hermana de Marta y Lázaro, cuando Marta le anunció la llegada de Jesús, “apenas lo oyó, se levantó” (Jn 11, 29).
El mismo apóstol Pablo utiliza la metáfora del deporte para referirse a la vida cristiana como una carrera al encuentro con Dios e invita a los corintios a correr también ellos para conquistar el premio prometido (1 Cor 9, 24-27). Incluso el autor de la Carta a los Hebreos invita a darse prisa para entrar en el reposo sabático prometido al pueblo de Dios: “Empeñémonos, por tanto, en entrar en aquel descanso” (Heb 4, 11).
Lo que impulsa y justifica la carrera, en realidad, es nada menos que el amor que quema en el corazón por ir hacia Dios con una urgencia que impone darse prisa y no detenerse. Así lo atestiguan los místicos que sentían “arder” el corazón en deseo de Dios. Así, San Pablo de la Cruz rezaba diciendo: “Ven, porque deseo ardientemente el amor; ven, porque no puedo sufrir más no amarte”. Del mismo modo, Santa Teresa de Ávila escribía: “Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”.
Quien ama vive en la espera y no puede menos que actuar para acortar el tiempo que lo separa del encuentro con la persona amada. Por esto San Agustín afirma “Tarde te amé”, consciente de haber perdido tiempo manteniendo a Dios alejado de su vida y lamentando por tanto no haberse apresurado en su camino hacia Él, distraído por las criaturas.
Un cristianismo sin prisa es el de quien considera tener prioridades más urgentes y mucho tiempo disponible para convertirse, y por tanto renuncia a vivir su vida espiritual con la urgencia de quien desea ardientemente alcanzar la meta. Así es como razonan el siervo malo, que afirma “Mi señor tarda en llegar“ (Mt 24, 48), y también el otro siervo de la parábola de los talentos -malo y perezoso-, que esconde su talento bajo tierra (Mt 25, 25).
También Dios tiene prisa por encontrar al hombre durante su camino terrenal para ofrecerle el premio prometido: la plena realización del hombre siendo una sola cosa con Dios, la plena comunión entre el Creador y la criatura. Esto no contradice su infinita paciencia con el hombre ni el respeto a su libertad personal. La prisa de Dios se manifiesta en su constante deseo de un encuentro personal con el hombre, en que toma la iniciativa y en su invitación a la conversión que no debe ser pospuesta, sino actuada con interés -¡con urgencia!- en este “hoy”.
Ciertamente, hoy se palpa (y la frecuencia en los sacramentos es prueba de ello) que no tienen “prisa” muchos que se definen como cristianos pero que se ven aplastados por la acedia o la pereza espiritual. Por ello renuncian, no solo a combatir por la salvación de su alma, sino también a la difusión de la verdad revelada en el ámbito público. Así, el papel profético de los cristianos como “centinelas” en el mundo pierde su significado más profundo.
Ante tantos males que afligen a la sociedad y la extensión de la que San Juan Pablo II definió como “cultura de la muerte” (Evangelium vitae, 12) -que se impone y se difunde mediante leyes inicuas que contradicen el profundo significado de la naturaleza humana y atentan contra la vida-, un cristianismo “sin prisa” no encuentra motivos para oponerse, sino que se adapta y se esconde detrás del falso mito de la tolerancia en nombre de la fraternidad y de la acogida. La Iglesia, por el contrario, está llamada a vivir en una tensión escatológica en la espera de que se cumpla el designio de Dios, de “recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1, 10).
Publicado en In Terris.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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