Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Las capillas de la Complutense: un conflicto ideológico


El actual conflicto, provocado por el anticlericalismo de ciertos profesores y por la concepción de una educación laicista, se revela como un exponente claro de conflicto ideológico

por Roberto Esteban Duque

Opinión

Una minoría sectaria, orquestada por el actual rector de la Universidad Complutense, José Carrillo, y cuyo rostro visible asumirá Luis Enrique Otero Carvajal, decano de la Facultad de Geografía e Historia, ha retomado una campaña contra la libertad religiosa en su intento por clausurar las capillas de la Universidad, iniciada ya por el anterior rector, Carlos Berzosa, con el precedente de la profanación del oratorio en el campus de Somosaguas en marzo de 2011.

El actual conflicto, provocado por el anticlericalismo de ciertos profesores y por la concepción de una educación laicista, se revela como un exponente claro de conflicto ideológico, posibilitado, paradójicamente, por nuestro Estado democrático al no respetar el carácter público de la religión ni garantizar la libertad religiosa.

La lucha ideológica secular por dominar el êthos, una determinada cosmovisión de la persona y de la sociedad, sería la causa del actual radicalismo laicista. Utilizar la educación, las leyes, los medios de comunicación y la cultura para construir la sola ciudad humana, libre de hipotecas religiosas, es el viejo sueño y el objetivo principal de ciertos sectores, presentes en los puestos decisivos de la sociedad, la cultura y el Estado, anhelantes de guiar y educar a las nuevas generaciones.
Marcuse ya pensaba en un nuevo tipo de hombre, presupuesto de una sociedad en la que el ser humano poseyera otra sensibilidad y otra conciencia. Para ello resultaba necesaria una revolución que tendiera a una dictadura sobre la educación. Una dictadura de filósofos y profesores pedagogos cambiaría la sociedad mediante la educación. Ellos serían los transmisores de la ideología, de una nueva antropología como modo de existir, donde la vida misma, como en el caso de Foucault, constituyera el objeto de la política. Marcuse ignoraba que el deseo gobernando el mundo hace a los hombres egoístas, seres incomunicables y mezquinos.

La izquierda política universitaria parece encarnar la utopía del autor de El hombre unidimensional. El intento de privatizar el hecho religioso, además del déficit de conocimiento sobre el mensaje cristiano, expresa una política de cuño intolerante y laicista. Nadie está legitimado para prohibir el testimonio, el estilo de vida inspirado en la fe. El disenso por la vía del testimonio no puede ser negado. La autonomía del ámbito político significa velar por el cumplimiento de un orden constitucional donde la presencia pública del cristiano esté garantizada y protegida.

Una democracia coactiva se ha propuesto desacralizar la vida social y cultural, desplazar a la Iglesia católica de la vida pública, un espacio que se quiere sólo del César. Lo cual significa tanto como no reconocer los límites de la política o de la comunidad educativa, crear un germen de secularismo y activo laicismo, atacar la doctrina católica y su presencia pública en la sociedad, cuando por el contrario se encuentra obligada a la cooperación para construir la justicia.

El conflicto ideológico generado de un modo unilateral por ciertos docentes y grupos extremistas deberá resolverse -ante la imposibilidad totalitaria de clausurar las capillas de la Universidad- con el diálogo y desde el estudio de los acuerdos suscritos en 1992 entre el que fuera arzobispo de Madrid, Ángel Suquía, y el ex rector de la Universidad Complutense, Gustavo Villapalos. Es una exigencia constitucional respetar esos acuerdos en el sistema de la enseñanza pública. Está en juego la capacidad de contrarrestar la destrucción social del disenso irreconciliable y hacer posible el derecho al libre ejercicio de la religión.

La supuesta neutralidad cosmovisional del Estado debe garantizar la libertad religiosa. El intento de domesticar la religión y la Iglesia católica al poder laico, y la voluntad de la educación como medio ideal para la formación del hombre nuevo, pretendido desde el socialismo, deberá contar no sólo con un cristianismo inerte y formulista, con una vieja y anquilosada tradición, sino también con una fe viva, reconocible en la fortaleza y consistencia de la presencia pública de la Iglesia católica en nuestra sociedad.

No será fácil la solución adoptada entre un declarado activista de izquierdas, el mencionado Otero Carvajal, y el obispo auxiliar de Madrid, Mons. César Franco. Pero el lugar del cristiano es la cultura; a esa esfera pública, más allá de cualquier pacto educativo, el cristiano no renunciará.
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