La Iglesia del Papa Francisco
Cualquier reforma de la Iglesia no viene exigida desde el poder (Dios no puede ser instrumentalizado), ni desde los nuevos tiempos, que parecen exigir cambios inmediatos y profundos. La verdadera reforma de la Iglesia sólo puede realizarse desde el acontecimiento de Jesucristo, norma y sentido último para la vida del hombre
Cuando le preguntaron al cardenal Ratzinger cuál era el problema más importante que tenía hoy la Iglesia, no vaciló en responder: “Yo diría simplemente: la actual dificultad para creer (…) Se asiste a la pérdida silenciosa de la fe en gran parte de la cristiandad, sin grandes protestas. Por tanto, es importante preguntarse cómo podemos, en medio de esta oleada de relativismo, volver a abrir las puertas del Señor, a la revelación que la Iglesia hace de él (…)”. Benedicto XVI llamará así a una renovación espiritual y a una pastoral de evangelización, algo que constituía el mensaje central del Concilio Vaticano II: renovación espiritual en orden a un diálogo misionero con el mundo contemporáneo. La llamada a una nueva evangelización significa una respuesta a la dificultad del debilitamiento de la fe. La debilidad de la fe y la poca presencia de la fe en la Iglesia son ahora el asunto más crucial.
El problema más grave que afecta al mundo en estos años, “el más urgente y dramático”, es el paro juvenil y la soledad de los ancianos. Esto es lo que afirma el Papa Francisco en su diálogo con Eugenio Scalfari, cofundador del diario italiano “La Repubblica”. “Los mayores necesitan atención y compañía. Los jóvenes trabajo y esperanza, pero no tienen ni el uno ni la otra (…) Les han aplastado el presente”. La Iglesia, según Francisco, debe sentirse responsable de las almas y de los cuerpos al mismo tiempo. El Papa apela a la apertura a la cultura moderna, al ecumenismo religioso y al diálogo con los no creyentes, porque, según sus palabras, “se ha hecho poco en esa dirección”.
Diagnósticos, en apariencia, diferentes de la situación actual, respecto del principal de los problemas: la importancia de la fe en uno, la urgencia del amor en el otro. Parece que el Papa Francisco degrada el contenido de la fe a mera actuación política y social, sin realizar una síntesis acertada entre la espiritualidad y la acción temporal cristiana. Asunto éste demasiado grave si consideramos que mientras que al hombre le preocupan los problemas más urgentes y prácticos de la sociedad, el Evangelio anuncia que lo realmente importante es Dios. Él es lo más práctico y urgente para el hombre. La presencia de Dios es lo más urgente. Algo que se agrava, además, cuando se sostiene que “cada uno tiene su propia idea sobre el Bien y el Mal”, en una propuesta peligrosa de autonomía absolutizadora de la conciencia, creadora del bien, sin referirla a un don previo a la misma conciencia humana. La conciencia es teónoma, y esa referencia a Dios ennoblece su libertad.
Sin embargo, no puede separarse un diagnóstico del otro -el amor precisa el anclaje de la fe y ésta se actualiza en el amor- y existe un objetivo común: el anuncio cristiano, la evangelización, la importancia del anuncio de Jesucristo como salvación del hombre, el diálogo entre la Iglesia y el mundo, una síntesis entre fe y cultura, la apremiante tarea de evangelizar la cultura entrando en diálogo con ella, como desea el Papa Francisco. Desde el momento en que la fe le dice al hombre quién es él y cómo ha de comenzar a ser humano, la fe crea cultura, es cultura.
El Vaticano II pretendía redescubrir la dimensión interior y sobrenatural de la Iglesia, más allá de sus aspectos visibles e institucionales. La reflexión conciliar sobre la Iglesia abarca el pasado, actualizado en una fe viva; el presente, edificado sobre la caridad; y el futuro, vivido en la esperanza. La propuesta del llamado Concilio de la historia se orientaba en dos grandes líneas: una que tratase de la Iglesia ad intra, hacia dentro, mediante el esfuerzo de la comprensión sobre la identidad y misión de la Iglesia a través de una mayor conciencia de sí misma; y la otra que tratase sobre la Iglesia ad extra, hacia fuera, el impulso hacia una Iglesia no autorreferencial (como le gusta sustantivar al Papa Francisco), propiciando una mayor intensificación del diálogo con el mundo actual, un diálogo tanto más necesario en cuanto que la influencia evangelizadora de la Iglesia en la cultura se antojaba preocupante. La Iglesia tiene que querer recibir a fin de poder dar; no puede vivir sólo de lo que ella engendra, cerrarse en sí misma, sino mantenerse en permanente diálogo abierto con el mundo, con sus esfuerzos, sufrimientos y esperanzas.
Sin embargo, no se revela nada sustantivo si constatamos que el tiempo posterior al Concilio Vaticano II vivió sumergido en un evidente clima de sospecha y traición. Al primer sentimiento de euforia, de renacimiento y esperanza, que desata el anuncio del Concilio por parte de Juan XXIII, con el deseo de renovación de la Iglesia y de señalar el paso del conservadurismo a una actitud misionera, sucederá la tempestad y la incomprensión de quienes sostienen que fue el mismo Concilio que hereda Pablo VI quien la desencadenó y que propició una especie de “paraconcilio”, obra de “teólogos cortesanos”, de una oposición declarada dentro de la Iglesia. El diagnóstico del Papa Pablo VI fue que, inopinadamente, muchas fuerzas, en vez de fluir por los cauces del Concilio, se detuvieron, dudaron de su misión, se diluyeron en el mundo, descuidando lo específico de la fe cristiana, y la Iglesia se llenó de confusión y divisiones. El hecho más patente, el más atestiguado por todos, es el de la desorientación y división, tan lamentado por el Papa. O cuidamos dentro de la Iglesia la unidad y cualquier reforma en la continuidad esencial, o es más que posible el devenir de una situación similar a la postconciliar y que el malestar se extienda como la pólvora. Las constantes críticas actuales al Papa Francisco desde el seno del catolicismo por el modo de gestionar su pontificado no harán sino llevar al aumento de la crisis interna de la Iglesia.
Los verdaderos males experimentados en el presente de la Iglesia (al menos, desde una inicial fase de intuición), se deben al hecho de desatarse ya en el interior de la Iglesia oscuras fuerzas de fácil optimismo y de estúpida modernidad desde el inicio del pontificado de Francisco. Si el exterior ofrece el conflicto con una revolución cultural de ideología liberal, individualista, racionalista y hedonista, un laicismo gradual en todos los ámbitos de la cultura y de la política, un ambiente, en fin, ajeno y contrario a la fe y al cristianismo, la causa principal del problema en la Iglesia se encuentra en una fe cristiana deformada, en una fe poco sólida, donde la cultura, la sociedad y el mundo, aparecen descristianizados por los mismos cristianos, y donde la Iglesia se encuentra golpeada y cuestionada desde sí misma por una ideologizada visión de la propia Iglesia, por la imposición, en nombre del Evangelio, de visiones parciales centradas en proyectos de acción política ajenos a la continuidad con el Magisterio que provocan profundas lesiones en la unidad eclesial y crean divisiones con difícil desarraigo.
Es necesario recuperar la obediencia a las legítimas jerarquías eclesiásticas, en la autoridad querida por Dios y que tiene su legitimación en Él y no en la acción o el consenso de una mayoría. La autoridad jerárquica y sacramental de la Iglesia se funda en la autoridad del mismo Cristo, que ha querido compartirla con hombres que sean sus legítimos representantes. Cualquier otra idea de Iglesia será injusta y arbitraria. La autoridad de Cristo es el elemento constituyente de la Iglesia. La autoridad de la Iglesia es una autoridad que emana del Señor.
Cualquier reforma de la Iglesia no viene exigida desde el poder (Dios no puede ser instrumentalizado), ni desde los nuevos tiempos, que parecen exigir cambios inmediatos y profundos. La verdadera reforma de la Iglesia sólo puede realizarse desde el acontecimiento de Jesucristo, norma y sentido último para la vida del hombre. Sólo el que adopta la reverencia íntima de la adoración, quien está dispuesto a querer la verdad por encima de cualquier cosa, se encuentra también preparado y con la debida actitud interior para afrontar cualquier renovación. Sólo él, desde una luz nueva, ve ahora las cosas como Dios las ve.
Roberto Esteban Duque
Sacerdote y teólogo
El problema más grave que afecta al mundo en estos años, “el más urgente y dramático”, es el paro juvenil y la soledad de los ancianos. Esto es lo que afirma el Papa Francisco en su diálogo con Eugenio Scalfari, cofundador del diario italiano “La Repubblica”. “Los mayores necesitan atención y compañía. Los jóvenes trabajo y esperanza, pero no tienen ni el uno ni la otra (…) Les han aplastado el presente”. La Iglesia, según Francisco, debe sentirse responsable de las almas y de los cuerpos al mismo tiempo. El Papa apela a la apertura a la cultura moderna, al ecumenismo religioso y al diálogo con los no creyentes, porque, según sus palabras, “se ha hecho poco en esa dirección”.
Diagnósticos, en apariencia, diferentes de la situación actual, respecto del principal de los problemas: la importancia de la fe en uno, la urgencia del amor en el otro. Parece que el Papa Francisco degrada el contenido de la fe a mera actuación política y social, sin realizar una síntesis acertada entre la espiritualidad y la acción temporal cristiana. Asunto éste demasiado grave si consideramos que mientras que al hombre le preocupan los problemas más urgentes y prácticos de la sociedad, el Evangelio anuncia que lo realmente importante es Dios. Él es lo más práctico y urgente para el hombre. La presencia de Dios es lo más urgente. Algo que se agrava, además, cuando se sostiene que “cada uno tiene su propia idea sobre el Bien y el Mal”, en una propuesta peligrosa de autonomía absolutizadora de la conciencia, creadora del bien, sin referirla a un don previo a la misma conciencia humana. La conciencia es teónoma, y esa referencia a Dios ennoblece su libertad.
Sin embargo, no puede separarse un diagnóstico del otro -el amor precisa el anclaje de la fe y ésta se actualiza en el amor- y existe un objetivo común: el anuncio cristiano, la evangelización, la importancia del anuncio de Jesucristo como salvación del hombre, el diálogo entre la Iglesia y el mundo, una síntesis entre fe y cultura, la apremiante tarea de evangelizar la cultura entrando en diálogo con ella, como desea el Papa Francisco. Desde el momento en que la fe le dice al hombre quién es él y cómo ha de comenzar a ser humano, la fe crea cultura, es cultura.
El Vaticano II pretendía redescubrir la dimensión interior y sobrenatural de la Iglesia, más allá de sus aspectos visibles e institucionales. La reflexión conciliar sobre la Iglesia abarca el pasado, actualizado en una fe viva; el presente, edificado sobre la caridad; y el futuro, vivido en la esperanza. La propuesta del llamado Concilio de la historia se orientaba en dos grandes líneas: una que tratase de la Iglesia ad intra, hacia dentro, mediante el esfuerzo de la comprensión sobre la identidad y misión de la Iglesia a través de una mayor conciencia de sí misma; y la otra que tratase sobre la Iglesia ad extra, hacia fuera, el impulso hacia una Iglesia no autorreferencial (como le gusta sustantivar al Papa Francisco), propiciando una mayor intensificación del diálogo con el mundo actual, un diálogo tanto más necesario en cuanto que la influencia evangelizadora de la Iglesia en la cultura se antojaba preocupante. La Iglesia tiene que querer recibir a fin de poder dar; no puede vivir sólo de lo que ella engendra, cerrarse en sí misma, sino mantenerse en permanente diálogo abierto con el mundo, con sus esfuerzos, sufrimientos y esperanzas.
Sin embargo, no se revela nada sustantivo si constatamos que el tiempo posterior al Concilio Vaticano II vivió sumergido en un evidente clima de sospecha y traición. Al primer sentimiento de euforia, de renacimiento y esperanza, que desata el anuncio del Concilio por parte de Juan XXIII, con el deseo de renovación de la Iglesia y de señalar el paso del conservadurismo a una actitud misionera, sucederá la tempestad y la incomprensión de quienes sostienen que fue el mismo Concilio que hereda Pablo VI quien la desencadenó y que propició una especie de “paraconcilio”, obra de “teólogos cortesanos”, de una oposición declarada dentro de la Iglesia. El diagnóstico del Papa Pablo VI fue que, inopinadamente, muchas fuerzas, en vez de fluir por los cauces del Concilio, se detuvieron, dudaron de su misión, se diluyeron en el mundo, descuidando lo específico de la fe cristiana, y la Iglesia se llenó de confusión y divisiones. El hecho más patente, el más atestiguado por todos, es el de la desorientación y división, tan lamentado por el Papa. O cuidamos dentro de la Iglesia la unidad y cualquier reforma en la continuidad esencial, o es más que posible el devenir de una situación similar a la postconciliar y que el malestar se extienda como la pólvora. Las constantes críticas actuales al Papa Francisco desde el seno del catolicismo por el modo de gestionar su pontificado no harán sino llevar al aumento de la crisis interna de la Iglesia.
Los verdaderos males experimentados en el presente de la Iglesia (al menos, desde una inicial fase de intuición), se deben al hecho de desatarse ya en el interior de la Iglesia oscuras fuerzas de fácil optimismo y de estúpida modernidad desde el inicio del pontificado de Francisco. Si el exterior ofrece el conflicto con una revolución cultural de ideología liberal, individualista, racionalista y hedonista, un laicismo gradual en todos los ámbitos de la cultura y de la política, un ambiente, en fin, ajeno y contrario a la fe y al cristianismo, la causa principal del problema en la Iglesia se encuentra en una fe cristiana deformada, en una fe poco sólida, donde la cultura, la sociedad y el mundo, aparecen descristianizados por los mismos cristianos, y donde la Iglesia se encuentra golpeada y cuestionada desde sí misma por una ideologizada visión de la propia Iglesia, por la imposición, en nombre del Evangelio, de visiones parciales centradas en proyectos de acción política ajenos a la continuidad con el Magisterio que provocan profundas lesiones en la unidad eclesial y crean divisiones con difícil desarraigo.
Es necesario recuperar la obediencia a las legítimas jerarquías eclesiásticas, en la autoridad querida por Dios y que tiene su legitimación en Él y no en la acción o el consenso de una mayoría. La autoridad jerárquica y sacramental de la Iglesia se funda en la autoridad del mismo Cristo, que ha querido compartirla con hombres que sean sus legítimos representantes. Cualquier otra idea de Iglesia será injusta y arbitraria. La autoridad de Cristo es el elemento constituyente de la Iglesia. La autoridad de la Iglesia es una autoridad que emana del Señor.
Cualquier reforma de la Iglesia no viene exigida desde el poder (Dios no puede ser instrumentalizado), ni desde los nuevos tiempos, que parecen exigir cambios inmediatos y profundos. La verdadera reforma de la Iglesia sólo puede realizarse desde el acontecimiento de Jesucristo, norma y sentido último para la vida del hombre. Sólo el que adopta la reverencia íntima de la adoración, quien está dispuesto a querer la verdad por encima de cualquier cosa, se encuentra también preparado y con la debida actitud interior para afrontar cualquier renovación. Sólo él, desde una luz nueva, ve ahora las cosas como Dios las ve.
Roberto Esteban Duque
Sacerdote y teólogo
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