Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Enfermedad mental y espiritualidad


por Carmen Castiella

Opinión

Del mismo modo que en nuestro cuerpo los miembros más frágiles -ojos, corazón, cerebro, etc.- son los más necesarios e importantes (San Pablo), “las personas, miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que sufren son las más necesarias para la salvación eterna de las demás” (Diario de Santa Faustina Kowalska). No sabemos el inmenso valor que tienen en la misteriosa economía de la salvación los sufrimientos de nuestros hermanos, especialmente de los que sufren la temida y estigmatizada enfermedad mental.

He leído últimamente Había una vez un monje, de Paco Segarra y el monje Agustí Altisent. Buenísimo. Empieza así: “Me llamo Francisco y vengo del desierto. No sé muy bien quién soy porque cuando uno está deprimido no sabe quién es. Piensa que el demonio tiene razón: sólo hay tinieblas, nunca saldrás de las tinieblas. Los demonios se atreven conmigo porque estoy deprimido y vengo del desierto. En realidad llevo el desierto conmigo y tengo mucha sed.” El monje responde: “Yo he tenido algunas depresiones, alguna muy fuerte, y es muy amargo. Por otra parte, soy ciclotímico  y veo alterarse de vez en cuando mi personalidad, es como si cambiara la iluminación. Es muy desconcertante. Cuando entré en el monasterio fui un día a ver al maestro de novicios. Era por la noche y estaba temblando. Le dije: creo que estoy sufriendo una neurosis. ÉL sonrió y me susurró: 'Dios sabe lo que le conviene'. Naturalmente, quedé pacificado. Omnia in bonum. Todos sufrimos. No le demos tanta importancia. Todos los sufrimientos son pasajeros. Dios nos va puliendo si le dejamos hacer en paz. Si no le dejamos hacer, también nos pule, porque nos ama infinitamente, pero es más doloroso. Deje que Dios sea Dios y usted sea débil. El secreto con Dios es ser débil”.

Leí también hace un tiempo la inquietante autobiografía De la angustia a la paz, testimonio de la dominica francesa Marie de la Trinité, paciente del célebre psiquiatra psicoanalista Jaques Lacan. Hans Urs Von Balthasar fue un ardiente admirador y el gran divulgador de la obra de esta religiosa, que vivió durante cinco años una profunda depresión y experimentó el límite del horror y del sufrimiento mental,  rozó muy de cerca la locura y fue sometida a varios electroshock. Todas sus tentativas de superación fracasaron, mientras  que “su entorno la culpaba de su trastorno mental como un acusador severo”. De la depresión a la neurosis reaccional, de las obsesiones de conciencia a la anorexia nerviosa, mientras sus superiores reforzaban exigencias que para ella eran insoportables. Desde el inicio del noviciado, destacó por sus cualidades e inmensa cultura, asumiendo el cargo de maestra de novicias, siendo el blanco de las celotipias de varias hermanas. Enseguida aparecieron los primeros signos de depresión por la tensión y sobrecarga de responsabilidades.

Marie de la Trinité (1903-1980), de las misioneras dominicas.

En cualquier caso, no es un libro que juzgue la ceguera y sordera de la jerarquía ante sus padecimientos, pero sí plantea la cuestión del abuso en la dirección espiritual y los límites de la obediencia. Fue una mujer sufriente y valiente, con gran personalidad y capacidad resolutiva. Pidió ayuda incansablemente, de especialista en especialista, peregrinando de hospital en hospital, hasta encontrar al conocido psiquiatra Jaques Lacan, con quien comenzó a reconstruir su rota psicología hasta su curación. En el proceso/peregrinaje de médicos encontró a varios psiquiatras que rechazó porque veían insistentemente como causa de su enfermedad sus conflictos sexuales por culpa de su celibato. Ella tenía la certeza de que esa obsesión del psicoanálisis era errónea y siguió buscando hasta dar con Lacan, que incluso en alguna ocasión y a pesar de ser oficialmente ateo, le recomendó retomar la oración como parte de su proceso de sanación. Una vez curada, vivió 25 años más como religiosa hasta su muerte. Es un ejemplo de cómo el Señor, que puede sanar nuestra psicología en un segundo, respeta habitualmente el orden natural por Él creado. Así, la religiosa busca la sanación de su psique por la vía de la terapia médica y psicológica, con todos sus límites y lentitud, a través de extenuantes sesiones de terapia semanales, hasta alcanzar “la noche sosegada” (San Juan de la Cruz).

Marie de la Trinité vivió su enfermedad mental  con una profunda significación religiosa. “Dios me atrae a su misterio, pero en la noche”. Para ella la depresión fue un “Déjate morir y madurar”. Rodeada de obsesiones e incapaz de orar, considera que su angustia es “la prueba de Job”. Así se refiere a ella una y otra vez. También vincula su dolor con la propia pasión de Cristo, habiéndose ofrecido al Señor como holocausto. Su experiencia mística, vivida entre la plenitud y el vacío, se hace a veces difícil pero se intuye su ardiente deseo de unión con Dios y la presencia inefable del Esposo. Trata con profundidad temas apasionantes como la relación entre lo psíquico y lo espiritual, cómo afectó el psicoanálisis a su vocación religiosa, la identidad femenina más allá del matrimonio, el abuso psicológico en la dirección espiritual, límites de esa sumisión/obediencia, etc.

¿La religión es un factor que contribuye al equilibrio psíquico o todo lo contrario? Los datos empíricos que correlacionan religiosidad con mejor salud mental y mayor resistencia a la adversidad son claros y pacíficos entre los profesionales de la salud mental (Arjan W. Braam, 2009; Raphael M. Bonelli y Harold G. Koenig, en Journal of Religion and Health, 2013). No obstante, como cualquier realidad humana, la espiritualidad es susceptible de deformación: escrúpulos; obsesión religiosa; ayunos excesivos que conducen a la anorexia; voluntarismo y ascética descarnada que rompe las psicologías más sensibles y frágiles, que son habitualmente las más delicadas y ricas; autoritarismo que lleva al fanatismo por no respetar la libertad ajena; movimientos religiosos en los que “lo institucional” tiene un peso excesivo frente al valor sagrado de cada persona concreta, etc. etc.

El Señor nos puede llamar a vivir la vida oculta, a alabarle en su entrada triunfal, a predicar el Reino e incluso acompañarle en el Tabor, pero puede también, como hizo con sus discípulos más amados, pedir nuestra compañía en su Getsemaní. La enfermedad mental es para quien la padece un Huerto de los Olivos como aquel donde el mismo Cristo estuvo “triste hasta la muerte." Cristo mismo llamó bienaventurados a los que lloran y asumió la desolación de todos los hombres hasta sudar sangre. Él también estuvo en el desierto y se dejó tentar cuando más débil estaba.

Por eso, no puede escandalizarnos la tristeza y oscuridad de los demás exigiéndoles la alegría cuando están enfermos del alma. Nade menos apropiado que decirles “anímate”, como si de ellos dependiera. La depresión, por ejemplo, tiene con frecuencia origen orgánico, biológico y un fuerte componente genético, así que no tiene sentido asociarla a personas negativas por naturaleza, sumando a su dolor emocional la culpabilidad de su presunto pesimismo. El gran humorista Charles Chaplin, que alegró la vida de tanta gente en el periodo de entreguerras, sufría una depresión severa y crónica.

Creo que una depresión, un TOC [trastorno obsesivo-compulsivo] o una esquizofrenia son cruces terribles, también para la familia del enfermo, aunque sé que con Él todas las cruces pueden ser amables. Son cruces invisibles y muchas veces solitarias por el miedo a compartir, por el estigma y la incomprensión social.

Por eso, solo pretendo dos cosas con este artículo:

Una. Que repasemos mentalmente quién entre nuestros conocidos sufre una enfermedad mental, para ayudarle a llevar esa cruz. Hay mil formas de acercarse sin ser invasivo, acompañando y poniendo en valor tanto dolor. También recordando lo de San Pablo: “Alegraos cuando compartís los sufrimientos de Cristo,  porque cuando se manifieste su Gloria, desbordaréis de gozo”. Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que lloran, porque reirán. Porque precisamente los tres discípulos que estaban en Getsemaní son los que disfrutaron de la Transfiguración. Así que quien tiene su Getsemaní, antes o después, tendrá su Tabor. Si no podemos aliviar la angustia de nuestros hermanos, al menos podremos aliviar su soledad.

Dos. Que, una vez intuimos el peso de la oscuridad y angustia que llevan algunos hermanos nuestros, carguemos las fluctuaciones de nuestro ánimo con entereza, sin dramatizarlas, sin darnos demasiada importancia. Todos tenemos, como San Pablo, un “aguijón”, o varios, en el cuerpo y en el alma.

“A menudo soy como una pequeña barca en el océano, completamente a merced de las olas. Una pequeña crítica me enfada y un pequeño rechazo me deprime. Una pequeña oración me levanta el espíritu y un pequeño éxito me emociona. Me animo con la misma facilidad con la que me deprimo” (Henri J.M. Nouwen, Sordo a la voz del amor).

El Señor nos llama a caminar sobre las aguas inestables de nuestro ánimo con la mirada fija en Él. Seguros en la inseguridad. A aceptar con paz las pocas horas (o muchas) que nos tocan de Getsemaní. A veces todo se desdibuja y empezamos a no hacer pie. La realidad nos parece tan paradójica y la fe tan irracional, que solo podemos creer dando el “salto al vacío” de Kierkegaard. Menos es nada en esos momentos. Otras veces parece que fe y razón conviven en total armonía. Y otras se nos hincha el alma para alabar a nuestro Dios. Así somos, llenos de contradicciones y cambiantes. Inconstantes en casi todo. Pero no dramaticemos. Ni siquiera nuestra poca fe. Humildes y tranquilos, cuando solo podemos ofrecer al Señor una fe minúscula. Por mínima que sea, Él la multiplica. Y el hilillo de voz con el que decimos en las horas bajas y, crispados en lugar de confiados, “Sí, creo”, consuela más su corazón que horas enteras de encendida alabanza.

Miremos nuestros “bajones” con ironía, quitándoles dramatismo, porque “la personalidad madura sabe que el fracaso, la tristeza y el dolor pertenecen esencialmente a la vida del hombre sobre la tierra” (Psicología abierta, Joan Baptista Torelló).

Y sobre todo presentemos al Señor nuestro aguijón, nuestra herida, nuestra debilidad, para que Él actúe, porque su fuerza se manifiesta en la debilidad. Porque esa herida es como una puerta por la que puede entrar Dios en el alma, mientras que el hombre autosuficiente está blindado a la acción del Espíritu. El impermeable de su yo imbatible hace que la gracia resbale. Mientras que quien se siente como tierra reseca sin agua, acoge y aprovecha hasta la última gota.

Termino con unas palabras de Marie de la Trinité: “Para ir a Dios hay que atravesar desiertos espirituales y entonces no se trata de decirle: 'Estoy sediento, la arena me quema los pies, no veo ningún oasis en el horizonte', sino de decir a Jesús: 'Pongo mis manos en tus manos, mi corazón en tu corazón, mis pasos sobre la huella de los tuyos y acepto todo'. Lo curioso es que en ese momento desaparece el peso intolerable que nos oprimía y nos invade un impulso nuevo y tranquilo que nos invita a seguir caminando.”

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