Santos, difuntos y mártires
Nuestra celebración de los santos, los difuntos y los mártires radica en Dios, los celebramos porque celebramos el amor de Dios en ellos y así nos acercamos al misterio de la humanidad de Jesucristo.
Los tres grupos de personas son celebrados en esta semana por la comunidad de los bautizados, la Iglesia. Todos los que lograron en su vida el acercamiento radical a la perfección de Dios, el día 1; todos los que han muerto y no lo lograron, el día 2; y el jueves 6, los centenares de mártires que, por confesar su fe, que les fue arrebatada la vida en nuestro país, hace nada, el siglo pasado. Está claro que a la Iglesia Madre que nos precede, nos acontece y nos sucede, no se le olvida celebrar la vida de sus hijos de dentro y de fuera, si es que se puede hablar así. Es claro que, en esta semana, celebramos la vida que nos hace existir y que se prolonga eternamente una vez cumplido el encargo de llevarla adelante por nuestra responsabilidad hasta la muerte natural.
Toda persona, pues, ha de ser celebrada en la vida de la Iglesia. Por eso, Joseph Cardijn, el cura belga que nombrara Pablo VI cardenal, sin ser obispo, cuando cumplió los 80 años, pudo decir con toda razón: «Un joven trabajador vale más que todo el oro del mundo». Hoy a algunos les resulta llamativo que el papa Francisco diga lo mismo cuando afirma que no se puede construir la sociedad con un sistema social y económico que cuenta de antemano con millones de personas descartadas del concierto social. Los jóvenes aprendices de los años primeros del siglo pasado tenían unos trabajos indecentes que les robaban los años de escuela y de formación… Hoy, ¿cómo estamos? Entre cinco y seis de cada diez jóvenes en edad de trabajar no tienen ninguna posibilidad en este país.
Pongamos en nuestro sentir lo poco que vale hoy la vida humana. Unos hemos tenido suerte para nacer y vivir en buenas condiciones, y muchos, a la vez, no salen vivos del vientre de sus madres o mueren prematuramente de hambre o de violencia y guerra. Los católicos celebramos la vida de todos: de los que se acercaron a la plenitud del amor de Dios, como de los que andamos arrastrando los pies de la mediocridad y las felicidades que no duran eternamente; de los mártires que supieron entregar su vida con toda radicalidad, como los que cobardemente nos encerramos en nuestros intereses y no apostamos con todas nuestras fuerzas por hacer una sociedad mejor, apoyada en estos dos pilares que son la dignidad de la persona y la construcción del bien común.
Nuestra celebración de los santos, los difuntos y los mártires radica en Dios, los celebramos porque celebramos el amor de Dios en ellos y así nos acercamos al misterio de la humanidad de Jesucristo que nos ha abierto la plenitud de la Divinidad como la suprema realización de todo ser humano y de todos los integrantes de esta Humanidad de ayer, hoy y del futuro.
Así, nuestro compromiso por hacer una sociedad mejor para todos no es, como nos dice el Concilio Vaticano II, de simple posicionamiento de política de partido sino que nos lleva a desear una política que sea reflejo de esa humanidad redimida y renovada por Cristo Jesús. Os dejo con estas preciosas palabras del Concilio: «Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo» (Lumen gentium, 1).
Celebremos, pues, la vida de todos implicando la nuestra en la Vida.
Toda persona, pues, ha de ser celebrada en la vida de la Iglesia. Por eso, Joseph Cardijn, el cura belga que nombrara Pablo VI cardenal, sin ser obispo, cuando cumplió los 80 años, pudo decir con toda razón: «Un joven trabajador vale más que todo el oro del mundo». Hoy a algunos les resulta llamativo que el papa Francisco diga lo mismo cuando afirma que no se puede construir la sociedad con un sistema social y económico que cuenta de antemano con millones de personas descartadas del concierto social. Los jóvenes aprendices de los años primeros del siglo pasado tenían unos trabajos indecentes que les robaban los años de escuela y de formación… Hoy, ¿cómo estamos? Entre cinco y seis de cada diez jóvenes en edad de trabajar no tienen ninguna posibilidad en este país.
Pongamos en nuestro sentir lo poco que vale hoy la vida humana. Unos hemos tenido suerte para nacer y vivir en buenas condiciones, y muchos, a la vez, no salen vivos del vientre de sus madres o mueren prematuramente de hambre o de violencia y guerra. Los católicos celebramos la vida de todos: de los que se acercaron a la plenitud del amor de Dios, como de los que andamos arrastrando los pies de la mediocridad y las felicidades que no duran eternamente; de los mártires que supieron entregar su vida con toda radicalidad, como los que cobardemente nos encerramos en nuestros intereses y no apostamos con todas nuestras fuerzas por hacer una sociedad mejor, apoyada en estos dos pilares que son la dignidad de la persona y la construcción del bien común.
Nuestra celebración de los santos, los difuntos y los mártires radica en Dios, los celebramos porque celebramos el amor de Dios en ellos y así nos acercamos al misterio de la humanidad de Jesucristo que nos ha abierto la plenitud de la Divinidad como la suprema realización de todo ser humano y de todos los integrantes de esta Humanidad de ayer, hoy y del futuro.
Así, nuestro compromiso por hacer una sociedad mejor para todos no es, como nos dice el Concilio Vaticano II, de simple posicionamiento de política de partido sino que nos lleva a desear una política que sea reflejo de esa humanidad redimida y renovada por Cristo Jesús. Os dejo con estas preciosas palabras del Concilio: «Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo» (Lumen gentium, 1).
Celebremos, pues, la vida de todos implicando la nuestra en la Vida.
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