María y la revolución de los sagrarios
por Albert Cortina
Desde hace algún tiempo recibo, al amanecer el día, un breve texto muy humilde donde Jesús me susurra al oído que estará presente en esa jornada, implicado en mis problemas y alegrías, acompañándome en todo momento en el camino de la vida.
Susurros de Jesús
Uno de esos susurros, por ejemplo, viene a decir lo siguiente:
“Al llegar a ser más y más consciente de mi Presencia te darás cuenta de que es mucho más fácil identificar el camino por el cual debes ir. Este es uno de los beneficios prácticos de vivir cerca de mí. En lugar de preguntarte qué habrá delante en el camino por donde vas, o preocuparte sobre lo que harás, puedes concentrarte en comunicarte conmigo. Así, cuando llegues a un cruce de caminos Yo podré mostrarte la dirección correcta que debes seguir.
»Muchos están tan preocupados por los planes de futuro y las decisiones que tendrán que tomar, que no ven las decisiones que tienen que tomar hoy. Sin ningún conocimiento consciente, reaccionan como lo hacen habitualmente. Los que así viven sienten una gran apatía en sus vidas. Son como sonámbulos que prefieren seguir caminos de rutina. Yo, el Creador del universo, soy el ser más creativo inimaginable. Y Yo no te dejaré que camines en círculos. En lugar de eso, te guiaré por sendas frescas de aventuras, revelándote cosas que no conocías. Mantente en comunicación permanente conmigo. Sigue mi Presencia que te guía. Dedica tiempo para estar en silencio en mi Presencia. No tengas miedo, yo estoy contigo y te bendigo”.
Jesús Sacramentado en salida
Siguiendo esa ruta que Jesús va trazando en nuestras vidas, recientemente he pasado unos días con las Siervas y Siervos del Hogar de la Madre en Cantabria y he podido vivir uno de sus carismas: la defensa de la Eucaristía y la fe en la presencia real y viva de Jesús Sacramentado.
Es emocionante y espiritualmente enriquecedor ver el cuidado y el amor que ponen esos hombres y mujeres de Dios en el trato con el Señor.
Llama la atención los sagrarios tan sencillos y a la vez tan bellos que presiden sus oratorios. Dichos tabernáculos reproducen un humilde invernal cántabro en madera policromada con delicadeza y amor. Siempre están ubicados en el lugar central del retablo. Uno de esos sagrarios me llamó especialmente la atención porque contenía la siguiente inscripción: “Verdadero Cuerpo del Señor, nacido de María la Virgen”.
En esos sagrarios, Jesús Sacramentado espera nuestra visita. Igual que “el Hogar es el regalo que el Señor quiere hacer a su Madre”, también esos sencillos sagrarios, como en su día lo fue el pesebre de Belén, son el hogar de Jesús donde podemos tener un encuentro personal y de amistad con Él.
Pero hay más, resulta extraordinario cuando Jesús Vivo sale de los sagrarios y se muestra ante nosotros, en la custodia, haciéndose más visible su presencia real. Él nos mira y nosotros le miramos. En ello consiste la oración, en mantener una conversación íntima con Dios desde la mirada y el corazón.
Qué triste debe sentirse Jesús cuando ve relegado su hogar en algunas iglesias a un lugar secundario de una nave lateral, muchas veces semioculto a la vista de las personas que entran en nuestras maravillosas catedrales, basílicas e iglesias para hacer un rato de oración.
Sin embargo, en estos tiempos donde tanto se duda de la presencia real de Jesucristo Sacramentado, parece como que sea Él quien haya decidido salir de los sagrarios en muchas de las Capillas de Adoración que se abren poco a poco en las ciudades y pueblos de la Europa secularizada.
¡Qué distinto sería si comprendiésemos que en esos lugares de adoración nos espera el Sagrado Corazón de Jesús que arde de Amor por cada uno de nosotros!
Sin embargo, desde hace algún tiempo, parece como si se hubiese iniciado la revolución de los sagrarios. Jesús ya no se conforma con permanecer discreta y pacientemente “reservado” en el tabernáculo. Seguramente quiere mostrarse ante todos los hombres y mujeres de buena voluntad de forma más cercana y visible. Quiere entablar una amistad con nosotros y sanarnos de nuestras heridas. Compartir las alegrías y los proyectos que dan sentido a nuestras vidas.
Cuando el sacerdote alza la custodia y bendice a todos y a cada uno de los hombres y mujeres que han compartido con Él un rato de oración, una Hora Santa o toda una noche de vigilia, la persona sana en lo más profundo de su alma y ello se ve reflejado en que se le ilumina el rostro de alegría, esperanza y paz interior.
Por ello, en medio de estos tiempos de gran confusión, tribulación y oscuridad, el Espíritu Santo inspira a muchas comunidades de fe a abrir nuevas Capillas de Adoración Eucarística (perpetuas o no) donde se muestra visible el Señor.
Tal y como recitaban en Laudes los Siervos y Siervas del Hogar de la Madre, en este segundo domingo de Adviento, Dios nos ofrece para estos tiempos las auténticas armas de la luz.
“Ya es hora de despertarnos del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer. La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz” (Rm 13, 11b-12).
En el mundo que se avecina, Jesús quiere seguir manteniendo su alianza de amistad con los hombres y mujeres contemporáneos. Por ello, creo sinceramente que se ha iniciado una auténtica revolución de los sagrarios.
Es Cristo quien sale a nuestro encuentro y nos busca pacientemente. Quiere mostrarse íntimamente en los hogares y en las familias, y también, públicamente en las calles y en las plazas, manifestándose en el mundo así como en el Cosmos que ha creado.
Estos días en Cantabria, he sentido en la Sagrada Eucaristía cómo Jesús me susurraba la siguiente frase: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”. Y estas palabras me han llenado de confianza, alegría y esperanza.
En la escuela de María, mujer “eucarística”
La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.
San Juan Pablo II publicó el Jueves Santo del año 2003 una magnífica carta encíclica titulada Ecclesia de Eucharistia coincidiendo con el cincuenta aniversario de la celebración de su primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral de Wawel en Cracovia.
El Santo Padre recordaba en una parte de la encíclica cómo “cada día mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz del corazón a la esperanza” (Lc 24, 3,35).
“En el alba de este tercer milenio -decía Juan Pablo II- todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celestial. La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía”.
Tal y como se expresa en la encíclica, al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este tesoro. Y es que en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación.
Si ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites.
“Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: ‘¡Haced esto en conmemoración mía!’, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos. ‘Haced lo que él os diga’ (Jn 2,5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así, pan de vida”.
Siguiendo con esa anticipación que María realizó en el misterio de la Encarnación y de la fe eucarística de la Iglesia, San Juan Pablo II nos indica como “hay un analogía profunda entre el ‘fiat’ pronunciado por María a las palabras del Ángel y el ‘amén’ que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió por obra del Espíritu Santo era el Hijo de Dios (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino”.
¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: ‘Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros’ (Lc 22,19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la cruz.
Adoración de Jesús Sacramentado en el oratorio de los Siervos del Hogar de la Madre (Cantabria, España). Foto: Albert Cortina.
En la Eucaristía, nos indica el Papa Juan Pablo II, “la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magníficat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto a María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama ‘mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador’, lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre por Jesús pero también lo alaba en Jesús y con Jesús. Esto es precisamente la verdadera actitud eucarística”.
Finalmente, cabe destacar la exhortación de Juan Pablo II en dicha encíclica para los hombres y mujeres de este tercer milenio cuando pide que nos pongamos a la escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz.
Mirándola a ella, dice el Santo Padre, conocemos la fuerza transformadora que tiene la Eucaristía. “En ella vemos el mundo renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un resquicio del cielo nuevo y de la tierra nueva que se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo, su anticipación: Veni Domine Jesu!” (Ap 22, 20).
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