Nobel a la FIV
El problema no es de moral católica (o budista). Es que estamos hablando de "cosificar" a una persona. Convertirla en un objeto que debe surgir cuando a mí me resulta conveniente, porque yo lo quiero. Y es precisamente esto lo que lesiona gravemente su dignidad humana.
por Agustín Losada
Este lunes estuve en el programa de Popular TV “El Mirador” invitado por Fernando de Haro, compartiendo estudio con Begoña Moreno y José Carlos Abellán, para tratar del controvertido tema de la fecundación in vitro (FIV). Se trataba de debatir sobre la concesión del premio Nobel de Medicina al doctor Edwards por sus trabajos sobre fecundación in vitro. Si algo ha tenido de bueno la escandalosa concesión de este premio es precisamente que está dando pie para que se saque de nuevo a la luz el vergonzante tema de la reproducción humana artificial. Y digo que es escandaloso porque Edwards consiguió hace 32 años el nacimiento de la primera niña probeta del mundo. Pero ya 25 ó 30 años antes se había logrado realizar lo mismo con animales. La FIV es una técnica empleada en veterinaria desde los años 50. Y que no es más que eso: Una técnica. Sólo otra vez en la Historia se ha concedido el Nobel de Medicina a una técnica. Pero en ese caso, sí era merecido: Se trataba de la técnica de biología molecular conocida por sus siglas en inglés como PCR (técnica de reacción en cadena de la polimerasa), que al amplificar el ADN ha permitido grandes avances en los análisis clínicos, al identificar mucho más fácilmente el virus o bacteria causante de una enfermedad. Conceder el Nobel de Medicina a la técnica de FIV es, cuanto menos, sorprendente.
¿Qué hay de malo en que una pareja estéril recurra a la ciencia buscando ayuda para solucionar su problema? Además, como resultado de esas técnicas surge una vida humana que de otro modo no habría podido llegar a nacer. ¿Quién puede oponerse a ello? La realidad es que, como consecuencia de que se creara en la sociedad la idea de que los problemas de esterilidad se solucionaban con la FIV, se ha dejado de investigar en la solución terapéutica de este desorden. Eso sí que habría merecido la concesión de un premio Nobel. Pero no es este el único ni el principal problema. En el programa me preguntó Fernando de Haro cuántos embriones hay congelados en estos momentos. Y me aventuré a dar una cifra (1 millón) que puede quedarse pequeña o haber resultado algo abultada. Lo cierto es que nadie lo sabe, porque, aunque la ley obliga a que exista un registro de los embriones, en la práctica no existe. No comprendo muy bien la razón.
Consideremos que tan solo uno de los centros de FIV de nuestro país, uno de los más importantes, presume de haber contribuido al nacimiento de 50.000 niños. Para cada ciclo de FIV se fecundan unos 10 ovocitos. Es decir, que este centro ha producido, al menos, unos 500.000 seres humanos en sus laboratorios. De ellos muchos habrán muerto, al fracasar el implante en un útero humano. Otros están en los tanques de nitrógeno líquido, con sus 8 células deshidratadas y rellenadas con DMSO para evitar su ruptura durante la congelación. En un estado de “suspensión vital” de casi imposible solución. Algunos de estos embriones humanos ya jamás podrán reanudar su desarrollo. Han muerto, y no lo sabe nadie… Otros fueron desechados en su día por no cumplir los criterios de calidad en el cribado del diagnóstico genético previo al implante: Tenían una enfermedad genética y fueron discriminados en razón de esa misma enfermedad para serles impedido el nacimiento. Por eso ya casi no nacen niños con síndrome de Down, por ejemplo. Sus embriones son cuidadosamente cribados para que no puedan llegar a nacer. Otros estaban sanos, pero su ADN no era compatible con el de su hermano enfermo. Al no resultar útiles sus células, fueron descartados en la carrera por poder llegar a nacer.
Todos ellos tienen en común el ser hijos “muy deseados”. En el peor sentido de la palabra. El que implica posesión. Deseados, como se desea un reloj, un coche o un objeto cualquiera. Con mucha intensidad, es verdad. No es cuestión de frivolizar con la angustia de una pareja que se ve privada de la posibilidad de ser padres a pesar de anhelarlo muy fuertemente. Ni de criminalizar a unos padres que, muchas veces de buena fe, acuden a estas técnicas buscando la solución a un problema de infertilidad, y son con frecuencia engañados por los médicos sin escrúpulos que las aplican. El problema no es de moral católica (o budista). Es que estamos hablando de “cosificar” a una persona. Convertirla en un objeto que debe surgir cuando a mí me resulta conveniente, porque yo lo quiero. Y es precisamente esto lo que lesiona gravemente su dignidad humana. Nadie puede usar a otra persona en su provecho. Por desgracia, muchos padres, llevados de su buena voluntad, lo hacen así con sus hijos.
¿Qué hay de malo en que la Ciencia ayude a una pareja que no puede tener hijos a tenerlos? ¿No es acaso esto una demostración del mejor uso posible de la tecnología?, ¿Por qué algunos se niegan a ayudar a que nazcan seres humanos, que de otro modo jamás habrían llegado a existir? La Iglesia, en particular, se ha significado en la defensa de estos seres humanos sin voz, en la fase inicial de su desarrollo. Como respuesta lógica a su mandato divino de salvar al hombre. Y parece que se ha quedado sorprendentemente sola en esa defensa. Pero no bastan respuestas de índole religioso. La vida de eso embriones no es valiosa sólo por ser hijos de Dios, sino previamente, por el hecho de ser seres humanos. Para responder a este interrogante crítico hemos de obviar las cuestiones planteadas al principio de este artículo: Toda FIV genera, necesariamente, embriones “sobrantes” (así se les llama). Lo cual debería bastar para impedir que se siguieran realizando estas técnicas. No es aceptable destruir a un promedio de 10 seres humanos para que uno tenga un 9% de posibilidades de implantarse en el útero de una mujer y llegar a nacer. ¿Y si la ciencia prosperara hasta el punto de no necesitarse más generar embriones sobrantes, o se prohibiera su congelación, como ocurre en Alemania? El problema sería menor, pero seguiríamos con una objeción de fondo: La dignidad del ser humano exige que su origen vital no sea una creación artificial en un laboratorio, sino la expresión de amor de unos padres. Esto plantea de nuevo el interrogante: ¿Y por qué la ciencia no puede ayudar a unos padres infértiles? ¿Es malo que el hombre trate de curar enfermedades con el uso de la técnica? Y si no es así, ¿por qué negarse a dar un paso más para provocar la vida donde la naturaleza se niega a hacerlo de forma natural?
La respuesta tal vez se vea más clara con el ejemplo del juego. De lo que hablamos es de la diferencia en un partido de fútbol entre dos equipos: Uno formado por buenos jugadores, entrenados convenientemente, que no para de meter goles al equipo contrario. Y el otro, formado por jugadores enclenques, enfermos y paralíticos. El entrenador (la Ciencia) puede coger este segundo equipo y dedicarle horas de duro entrenamiento, hasta conseguir que jueguen bien. Mejorar su técnica, pulir su forma física y hacer así de ellos unos ases del deporte, capaces de competir en igualdad de condiciones con el equipo de los buenos jugadores. Esto es perfectamente válido. Es lo que se espera que haga el entrenador. En nuestro ejemplo sería la imagen de lo que hace la Ciencia para curar y corregir los fallos de la naturaleza. Lo que se debería hacer para curar y prevenir la infertilidad. Pero el entrenador haría trampas si, dado que tiene un equipo flojo, decidiera parar el juego, coger el balón y colocarlo él personalmente en la portería, para aplicarle el gol al equipo y lograr así la victoria. Eso es romper con las reglas del juego, hasta desnaturalizarlo. Aunque lograra convencer a todos de que es una práctica correcta, en el fondo estaría atacando con tales tretas la propia dignidad de sus jugadores. En nuestro ejemplo, sería la imagen de lo que hace la FIV, forzando la fecundación del óvulo por el espermatozoide en la frialdad de una placa de Petri. No sé si el ejemplo ayuda. Pero esto, y no otra cosa, es la indignidad a la que se ven sometidos los humanos “fabricados” de forma artificial.
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